Debajo de la cama: el espacio entre horror e infancia | por Almudena Muñoz

Horror e infancia

1.


Es la hora prudente de quienes leen antes de dormir, y la niña de diez años se acurruca en su cama, en la buhardilla de una casa de campo, y sobre la colcha y a la luz de la lamparilla y los tragaluces abre su ejemplar de una selección de cuentos de Edgar Allan Poe. La curiosidad capea con los mandatos del índice y se detiene en un relato a mitad del volumen, quizá porque así es más fácil de sostener, quizá por los repulsivos grabados que lo ilustran, quizá por lo visceral del título, «El corazón delator». Los brazos van retirando el edredón, alejando del rostro la confesión del loco y permitiendo que el nerviosismo recobre aire. Unas páginas después la lectura se interrumpe, la luz del interior del cuarto se apaga, la ropa de cama no consigue ocultar la evidencia de que una farola alumbra el suelo de la buhardilla, forrado de tablones de madera gruesos y crujientes, quizá con corazones enterrados. En las horas que siguen, la niña no consigue pegar ojo, como si rindiera homenaje al contenido del cuento, y algo dentro de sí queda desenterrado para siempre. Ni fiestas de pijamas, ni vísperas de Reyes; esta es una de las noches que no olvidará nunca.


Siempre he creído que la profesora iletrada o totalmente lúcida que asintió cuando le mostré el ejemplar de El gato negro y otros cuentos y le pregunté si era apropiado para mí me hizo uno de los mayores favores de mi vida. Durante aquellas horas de visita obligada a la biblioteca, dichosas para algunos como yo, se nos dejaba rondar en libertad entre las estanterías, y la última palabra sobre qué libro escogeríamos esa semana quedaba en nuestras bocas. Una manga ancha bien inaudita para los tiempos que corren, especializados en redirigir la atención del niño que se apoya en el expositor del Starbucks de la madalena de chocolate hacia el sano zumo de frutas desconocidas por nuestros abuelos. En reunir a los compañeros de colegio para una sesión dominical de Tadeo Jones (2012), aunque hasta entonces no haya entrado en su catálogo de elecciones una tarde gastronómica en Pankot Palace, o una cita tardía con el templario polvoriento que guarda el cáliz. Demasiados horrores.


Horror e infancia

Y, sin embargo, decía Charles Baudelaire en Edgar Poe, su vida y sus obras (1852): «¿Qué habría pensado, qué habría escrito el desdichado, si hubiera oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano?». ¿Serían los niños los mismos sin los cuentos de miedo, los originales, las voces pulcras que no crueles de E.T.A. Hoffmann, Lovecraft, los Grimm? Tal vez en Andersen, muchas de cuyas imágenes anteceden a los sadismos del giallo, habría un tono gratuito que, a fin de cuentas, se revela igual de imprescindible, puesto que queda sujeto a las coordenadas de lo irreal, un reino de hadas feas como polillas. Cabría cuestionarse si una generación alimentada solo con zumos y animaciones de trazo redondeado contribuye a un buen futuro. No parece casual que Baudelaire, a la hora de definir el trabajo de Poe, recurriera al concepto “voluptuosidad infantil”. Algo que no debe confundirse con lo punible y lo pornográfico; en esas asociaciones extremistas e ignorantes radica la malinterpretación del abismo que media entre la inclinación libre de los niños por entrever lo prohibido y el gesto innato de los padres, que tienden a tapar los ojos de sus hijos ante cualquier manifestación de terror o violencia. También de sexo, lo cual permitiría una desviación temática aparte.


El problema de base es que los niños crecen con mayor rapidez que el miedo. Quizá el impacto de Poe sobre mí fue tan poderoso, y me acució a beber su obra restante, porque unos años antes había asistido sin temblor al estreno de Pesadilla antes de Navidad (1993), precedido por el cortometraje de Frankenweenie (1984). Fue mayúsculo y, a mis ojos, incomprensible el estupor de varios acompañantes adultos y de familiares que vedaron a primos más pequeños el consumo de Tim Burton e incluso de Lewis Carroll, por considerar lo pesadillesco nocivo para su crecimiento. La pobre Alicia llorando en el seno del bosque oscuro suponía un encuentro tan terrible como décadas antes los arañazos de los árboles en la capa de Blancanieves. Hoy lo burtoniano ha perdido toda su capacidad para asustar y para entablar algún nexo prejuicioso con esos padres parados frente a la cartelera. En parte por la degeneración de su estética como sello de estudio, en parte porque esa tendencia a suavizar lo horroroso, a revestirlo de ternura, posa su garra fatal en obras tan distintas, y tan curiosamente revividas, como Frankenweenie (2012) y Alicia en el País de las Maravillas (2010) ―una Alicia embotellada como un sanísimo smoothie: filtradas las lágrimas y la filosofía, queda un fichaje del panteón de princesas―.


Horror e infanciaEn realidad, ningún niño encuentra nada perturbador, sino altamente festivo, en Pesadilla antes de Navidad, La novia cadáver (2005) o en la mucho más descarnada James y el melocotón gigante (1996). Eso no les resta mérito: significan el primer peldaño, el nivel de pruebas, para un contacto con el terror en sus formas más primitivas. El estreno de Pesadilla queda asociado a una cálida Nochebuena; la lectura de Poe, a una noche invernal solitaria que demanda ser breve y eterna al mismo tiempo. La chispa de curiosidad es el retal que el niño debe superponer a las mantas tejidas amorosamente por sus padres. Luego las rasgará, se abrirá el roto negro y se convertirá en entrada a un refugio perfecto para cuestionar de continuo la razón y valorar de nuevo la estabilidad de lo real. No habrá terror sin prohibición, pero el terror no debe componerse de elementos prohibidos. Todo niño ansía el miedo, al tratarse de un estado antinatural, ajeno a lo cotidiano; por tanto, un acontecimiento extraordinario que posee la aureola de las fantasías y los submundos. Esto lo aplicaron a rajatabla las producciones juveniles de los ochenta, y pareció perderse en un panorama de guías para convertir a los retoños en genios matemáticos, no en cántaros de visiones fantasmagóricas e imaginativas.


Perdura la connotación del fanático del terror como un niño grande, apenas maduro, que prefiere retar las advertencias paternas a transformarlas en terrores reales. Es posible que quien busque y ame el miedo sepa que en la realidad se esconden monstruos más temibles, por letales y aburridos, y que esa lectura lúdica del horror, esa voluptuosidad que mencionaba Baudelaire, es en verdad un manifiesto como el asentimiento de mi antigua profesora, lúcido e ingenuo. ¿Por qué si no para un niño queda grabada en tinta china la silueta ósea de la madre de Norman Bates y no los esqueletos danzantes de una Silly Symphony, herederos de la inocencia técnica de Segundo de Chomón y Méliès? ¿Por qué el terror necesita esa frontera erigida con un material cotidiano, la barrera del respaldo del sofá o de las faldillas que caen flotando desde una mesa? A través de ellas vi en edad improcedente la sombra picuda del Drácula de Coppola, su lengua viperina lamiendo una navaja en rojo y plata. Me gané otra noche en vela, pero esos cirios son los que mejor alumbran una visión que viaja más allá del umbral protector de los padres y del tablero de las convenciones sobre el que desde bien temprano nos instan a desplazarnos.



siguiente columna
 

2.


Alrededor de la hora en que la niña consiguió dormirse a pesar del vozarrón de Poe, más de quince años después está a punto de despertar de una pesadilla. Su textura, esta vez, es más fílmica que literaria: la niña, que ya es adulta, vuelve a la infancia mientras sueña que es el niño protagonista de «Insidious» (2010). Desde ese punto de vista, contempla cómo se encuentra en otra cama mullida, junto a su hermano menor; sus padres los instan a que se acuesten. Distingue entonces que el matrimonio se dispone a dormir en el suelo, como perros custodios de la puerta abierta del dormitorio. «Ciérrala», le dice a su madre, pero la mismísima Rose Byrne se niega. «Tonterías, cierra los ojos.» Los cierra, y el sueño es negro. Pero la inquietud persiste, y cuando todos respiran profundamente el niño continúa bajo el edredón, vigilante. Hasta que siente el roce, desafiando a la física, de un trozo de tela sobre su cabeza. «¡Mamá!» El vergonzante grito de crío asustadizo y soldado herido hace que el niño despierte a la niña que ya ha crecido.


Horror e infancia

El horror es una onomatopeya. La mayúscula que antecede a una serie de minúsculas idénticas. La risa de la Bruja del Oeste. La nota desafinada de una bisagra. El latido que sigue a intuir un vaho extraño en el espejo o en las cortinas de una ducha. Los latidos bajo las tablas. Los portazos, los chirridos, los pasos en el piso de arriba, el clap clap de unas palmas. James Wan entiende esa correspondencia nata entre el terror y el juego, como expresiones máximas y antagónicas del estado de la infancia. El autómata de Saw (2004), el diablo carnavalesco de Insidious o la gallina ciega que articula el primer tráiler de The conjuring (2013) funcionan como expresiones de un miedo exento de oscurantismos y de artilugios complejos. No hay mayor inquietud que la revestida de inocencia; es decir, la que persigue una víctima infantil, porque en ella se hallan los restos de un interés por el tira y afloja, por los bailes fronterizos entre lógica y atracción. El «¡No!» que nace de dentro al seguir a un personaje adulto que se inmiscuye en una zona letal se convierte en un «¡Sí!» cuando se trata de un niño. La estupidez se transforma en necesidad. Es vital la etapa de descubrimiento. Fundamental contravenir a los padres y, por extensión, al consejo del espectador.


Un aspecto fundamental de Insidious, apartado de su efectividad mayor o menor como relectura del relato de casa encantada, es que el detonante nace, en dos puntos distintos de la trama —uno mostrado, otro elidido, o la infancia como experiencia y recuerdo—, en la curiosidad de un niño. El protagonista asomándose al desván es una escena cliché con un desenlace atípico: el peligro no es que el niño haya visto o invocado a un fantasma, es que está soñando. Al igual que su padre tiempo atrás, antes de que le anularan esa capacidad mediante hipnosis. Lo onírico, tan atractivo, a lo que todo niño no puede resistirse, se considera un campo de labranza para locuras e ideas exageradas. Lugar al que ponerle coto más bien pronto, en teoría para ahorrarle sufrimientos innecesarios y debilidades de niño sensible a dormir con la luz apagada. Pero ese terror es el que termina tirando de las tripas, y es el que mejor y con más intensidad se recuerda: no la madrastra de Cenicienta semioculta en claroscuro, imitando la fotografía de los thrillers dorados de Hitchcock, sino la Bella Durmiente iluminada por un enfermizo verde, seguida de la muy onomatopéyica melodía de Tchaikovski. Lo mismo que los golpetazos de Musorgski en La noche en el Monte Pelado de Fantasía (1940), ese inusualcierre a una película Disney que descubría tantos pavores como la cabalgata final de penitentes que cantan el Ave María. En el exceso de oscuridad y de luz la seguridad se afloja, puesto que ninguno de esos extremos le resulta natural al niño. Intuye, de alguna manera, que ambos constituyen una falacia. Por eso es más atrayente la mentira, la imagen imposible, que la certeza que siempre cae de boca de los mayores antes de revelarse como otra utopía.


Horror e infancia

En la infancia no inquietan los terrores realistas, sino los irreales. La borrachera de Dumbo, no la muerte, ni siquiera mostrada de soslayo, de la madre de Bambi, como tanto pregona el tópico. Mamá no morirá nunca. Toda sangre tiene marca Heinz. Las niñas de Mama (2013) no temen a ese espíritu que las protege de modo antinatural, y es el espectador quien se espanta ante un plano fijo que insinúa los juegos de una cría risueña con el fantasma. El tira y afloja de una manta; un extremo visto y el otro fuera de campo. Todo lo que implique protección, sea cual sea su procedencia, aliviará al niño, mientras que la relación con lo inasible y lo invisible provoca una reacción de alerta inmediata. Las niñas deben jugar con su fantasma, y ya será la madre quien se asuste por ellas. Porque, a fin de cuentas, ¿quién es más postiza: la madre incapaz de prevenirlas de lo irreal o la que consigue abrigarlas de amenazas reales? Tanto esta historia como Insidious afirman que el niño es capaz de encantar cualquier casa. El terror viaja con ellos.


Horror e infancia

El niño que no se asusta por nada no es un invicto frente a los de su edad. Antes que un dechado de valentía, un triste ejemplo como el popular Juan Sin Miedo, quien necesita atravesar un tren de la bruja plagado de clichés antes de sentir escalofríos por una simple cubeta de peces. Los mecanismos del terror no son tan relevantes para ese primer aprendizaje como su esencia, mutable e imprevista. A través del miedo el niño descubrirá sus fobias particulares, agazapadas en los múltiples subgéneros que expanden como tentáculos la siempre esquiva imagen de lo fatal, imponente y pegadiza como un octópodo ciclópeo. Hay ciertas definiciones universales (el fondo del armario, el pasillo, el sótano, los bajos de la cama, la habitación de la abuela), pero simplemente porque conllevan la connotación común de lo oscuro, así como la cueva suele engendrar temor por ser el refugio habitual de las alimañas. Esos pálpitos excesivos a juicio de padres sobreprotectores azuzan al niño a una enseñanza veloz y lo preparan para una supervivencia adulta menos honda, más enrevesada. El terror puede ser la primera manifestación de lo existencialista en una mirada inocente, y negarle eso frente a la utilidad de una calculadora o una serie de valores sopesados en balanza se correspondería con llenarle la cama de esos peluches de virus y bacterias que venden en los museos. Que, por otra parte, también poseen el espanto de lo real devenido en monstruo amplificado.


siguiente columna
 
Horror e infancia

A ese respecto, el escritor Neil Gaiman, quien atravesó su particular experiencia de pasmo al comprobar que muchos padres cuestionaban la adecuación infantil de Coraline, como libro y película, cuenta entre sus citas favoritas esta de Chesterton: «los cuentos de hadas son más que ciertos: no porque afirmen que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser derrotados». La mitad del terror que se vive tan intensamente en la infancia proviene de una imaginación aún por domar, aquella que insinúa que lo imposible es probable; la otra mitad es, como en la fase adulta, un ejercicio placentero que enfrenta la comodidad de lo conocido al riesgo de lo desconocido, pero que nunca sucederá. El gusto que entrevieron los románticos alemanes en apreciar la tormenta desde un emplazamiento seguro. Si se dejan asustar, los niños en el fondo están persiguiendo ese miedo, para medir su anchura y calibrar si ya poseen la fuerza suficiente para enfrentarse a ellos. Como todo juego, se trata de un ensayo de lo real, pero de manera más divertida que la cocina de madera y la caja registradora de plástico. Cuando la Coraline de Gaiman escapa al mundo de la Otra Madre, el homenaje a Carroll resulta patente, pero lo que importa es que la niña está probando el reverso tenebroso de lo que nunca entra en cuestión. Que mamá es mala, que mamá puede morir, que quizá, a veces, no aprecia a su hija. El niño no alcanza esta segunda lectura, pero en el terror que siente a través de las tramas, los sustos y las figuras queda enunciada la duda. Aterrorizarse es dudar, y sobre todo dudar de las diferencias entre lo normal y lo monstruoso.


«Donde hay un monstruo, hay un milagro», decía el poeta Ogden Nash, otra de las influencias de Gaiman, de manera que ¿por qué apartar al niño de esa revelación? ¿En cuántas películas y series hemos visto la escena del mocoso que se aproxima con recelo a la jaula que aparta a un engendro del mundo? ¿Y cuántas veces su curiosidad queda reventada por la llamada de un adulto, por el respingo al darse cuenta de que no debería estar ahí? Tampoco implica lo opuesto, una inmersión bestial, como invitar a los hijos un viernes noche a una maratón de Carpenter o Argento. No es cuestión de anular la sensibilidad del niño mediante una rebaja del impacto que puede tener lo terrorífico. Eso crearía otros pequeños monstruos, como los niños asesinos de Sinister (2012), que son precisamente inquietantes por haberse pasado al otro lado del espejo, por ser perpetradores y no víctimas del miedo. Por ese motivo resulta tan natural sentirlo, dejar que se insinúe a sus alrededores, en historias que de vez en cuando van tocando al niño. Lo decía el padre de La Regenta, de Leopoldo Alas: «Yo quiero que mi hija sepa el bien y el mal para que libremente escoja el bien; porque si no ¿qué mérito tendrán sus obras?».


Horror e infancia

Extraña, entonces, que en un festival tan comprometido con el terror como Sitges, las sesiones programadas para niños incluyan títulos tan poco afines como las animaciones de Michel Ocelot. La cita redobló su valor cuando en la edición de 2012 coincidieron tres títulos que rendían culto al terror desde la óptica y la textura cinematográfica infantil: ParaNorman, Frankenweenie y Hotel Transylvania. Tres propuestas formales tan dispares como sus respectivas aproximaciones al horror concebido por y para una mirada joven. Tartakovsky convertía a Drácula en el polo opuesto a esa tesis contenida en La Regenta: el horror no es un aprendizaje ni una catarsis, sino una pesadilla que debe ser anulada mediante la fanfarria y el ruido. Su particular Juan Sin Miedo entraba en el hotel sin la inquietud de querer ser asustado, sino en persecución de diversiones que, finalmente, anulaban el poderío de toda esencia del terror, tanto como el trazo de la película distorsiona la fisonomía de sus criaturas para obtener algo más propio de figurillas de menú infantil, libres de cualquier saliente, cresta o púa. Hotel Transylvania, al margen de su carga humorística, se situaba por encima del terror; es la risa nerviosa que sigue a un sueño cargado de criaturas negras, el claro en el bosque cuajado de animalitos que anula las fantasías expresionistas de Blancanieves.


En Frankenweenie se anunciaba un cambio quizá innecesario de formato: la acción real del cortometraje de 1984 inyectaba una dosis de irrealidad mayor que los diseños ya familiares del stop motion de Burton. Los niños del vecindario son, como los visitantes de Hotel Transylvania, freaks que despiertan el miedo en lugar de atravesarlo. La dirección de Burton, embebida en sí misma o en los dictámenes del sello Disney, imitaba ciertos patrones estéticos como guiño al adulto fan del terror, sin percatarse de que carece de toda función para el niño. Las mascotas muertas, revividas y agigantadas podían emular el carisma, en escala cartoon, de unas criaturas de serie B mostradas desde el ángulo correcto, envueltas en los sonidos y las notas musicales adecuadas. Pero falta algo: la relación del niño con su perro, aunque se desarrolle y culmine en escenarios tan poco cotidianos como el cementerio, se fundamenta en un temor auténtico. De manera que la resolución de Burton termina siendo conformista. Mamá nunca morirá, mi perro tampoco. Contravenir un trauma típico en Disney ofrece un final feliz correcto y aun así cojo. En Frankenweenie, al contrario que en Hotel Transylvania,hay un respeto clasicista de las formas, que sin embargo lucen las costuras de un relleno algodonoso remetido a la contra de la sensación auténtica del horror.


Norman, en cambio, es la oveja negra de la clase, el niño que a pesar de su corta edad disfruta forrando la habitación de carteles con zombies putrefactos. En ParaNorman lo paranormal está contenido en su protagonista, como recoge el título, y es prueba fehaciente de la utilidad de un escalofrío inútil. Gracias a sus exhaustivos conocimientos en materia zombie, Norman consigue liberar al vecindario de la invasión de los muertos vivientes. Esos horrores ficticios recreados de puertas adentro se transforman en un conocimiento fundamental para la supervivencia, y convierten al friki en héroe instantáneo de una aventura que toma lecciones de sus referentes sin omitir la sensación de amenaza y alerta, el susto y las linternas. Ni jarabe dulce, ni ortopedia para cachorros; el terror es algo evidente en ParaNorman, aunque su sentido de lo cómico y el plantel de personajes de patrón ochentero la presenten como producto apto para consumo infantil. Evidentemente, el terror debe empezar por lo fácil, en un coto permitido, como El libro del cementerio (2008) de Gaiman, que no casaría mal en un doblete con esta. Ya llegará la pubertad del género, más tarde o más temprano en función del grado de madurez del niño y de las opciones que se le hayan ido revelando por el rabillo del ojo. Podrá decidir si quiere echar el candado al baúl de los horrores o susurrarle en secreto, cuando nadie mira, un «te quiero». La vida será lo suficientemente cruel con cualquiera; del temperamento del niño y el reglamento al que haya sido sometido en casa se derivará una historia de amor eterno con lo sobrenatural o un rechazo burlesco. En la infancia del horror, como en Déjame entrar (2008), uno es el bully o el amante del vampiro. El de verdad, el que tamborilea en la ventana después de Angela Sommer-Bodenburg.


Horror e infanciaLo bonito de ParaNorman es que insinúa la existencia de algo más allá, de horrores en los que el espectador niño puede pensar o investigar más a fondo. Invita a curiosear en vez de satisfacer su demanda con una versión ligera del horror o una visión descarnada de este. Es una pequeña biblioteca de saberes forrada de tomos encantadores y coloristas, que desprenden las miles de posibilidades del Escoge tu propia aventura. Pero entre ellos hay algunos lomos grises, algún Poe, un Stoker, algún Alvin Schwartz, un Stephen King, y la profesora permite tomar en préstamo cualquiera de ellos. Lo mejor del terror en la infancia es que invoca las pesadillas que tendremos de mayores, y todas ellas, si hemos sabido separarlas de la realidad y vivirlas como algo incluso más real, serán deliciosas.



comentar en el blog volver al índice