La traumnovelle de Kubrick | Víctor de la Torre

¿Debe la perfección ser una cualidad del Arte? Aceptando que la pregunta tiene su enjundia, concluiríamos que como fin último del camino, y por ello mismo al alcance de tan sólo unos pocos, la consecución de la obra de arte total sería un deseable aliciente del proceso creador. Claro que, si vamos al meollo de la cuestión, la búsqueda/el ansia de la perfección determina personalidades perfeccionistas, rígidas por definición, en las cuales la motivación termina por convertirse en necesidad, abocando a la persona/el creador a una espiral de insatisfacción de la que resulta difícil liberarse. Volviendo a la disyuntiva anterior, ¿resulta posible disociar la consecución del objeto artístico perfecto de los sacrificios necesarios para alumbrarlo? Posible sin duda, pero en absoluto deseable; lo menos que uno debería exigirse, como espectador, al contemplar extasiado La Piedad de Miguel Ángel sería, una vez recuperado el aliento, reflexionar acerca del desgaste físico y mental que esconden sus exquisitas hechuras.


Eyes wide shut | Stanley Kubrick

Para acceder no sin cierta fortuna al entendimiento de que cuando el ser humano aúna talento, espíritu y esfuerzo los resultados desafían al paso del tiempo, rivalizando con la mismísima naturaleza en ímpetu creador. El ejemplo de Miguel Ángel resulta sumamente revelador en cuanto que artista total de vida azarosa, pese a lo cual -o quizá gracias a- legó obras para la posteridad en las tres disciplinas canónicas de su tiempo, pero no es en absoluto un ejemplo aislado. El deambular de los siglos arroja un saldo considerable de creadores problemáticos, enfrentados con los estándares sociales de su época cuando no directamente incomprendidos o repudiados, pero convenientemente homogeneizados en su paso a los manuales de Historia del Arte; y no vale, en mi opinión, con quedarnos en el producto resultante y la mera sucesión de apuntes biográficos o contextuales. Resulta fundamental entender la inextricable unión entre rasgos psicológicos y destrezas adquiridas como vía para canalizar la necesidad de crear un unicum que otorgue  sentido, siquiera por un suspiro, a una existencia insatisfecha.


Así llegamos, inevitablemente, a Kubrick. Uno de los cineastas fundamentales para entender el tránsito de -cierto- clasicismo a -cierta- modernidad, tal vez el que mejor encarna, junto a correligionarios como Welles o Hitchcock, el genio creador en lucha constante con sus propios demonios. Y por ello complejos, polémicos, fascinantes. Ante una personalidad tan poliédrica se puede caer en el error de quedarse en lo anecdótico, llámese rodajes infernales, salidas de tono o extravagancias varias, o superar tan irritante tendencia al reduccionismo sensacionalista vinculando estos ingredientes al mismo caldo de cultivo que da lugar a Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) o Barry Lyndon (id, 1975). Cuando la psicopatología es estructural, no puede sino manifestarse en las diversas facetas del ser humano, en nuestro modo de pensar, sentir y comportarnos. Y Stanley Kubrick estaba enfermo. Enfermo de perfección.


La opinión al respecto de Frederic Raphael, que le padeció durante los dos años que duró la preparación del guión de Eyes Wide Shut (id, 1999), no puede resultar más clarificadora, como muestra la contraportada de Aquí Kubrick (1999): "De todos era sabido: Kubrick era un misántropo. Se negaba a volar y a circular a más de cuarenta kilómetros por hora. Procuraba en lo posible que no se le tomaran fotografías y vivía aterrorizado con la idea de ser asesinado. Ejercía relaciones de poder con todos aquellos que se cruzaban en su camino. Como cineasta estaba obsesionado con la perfección. Insistía en tener el control absoluto de todos y cada uno de los aspectos del proceso. [.]". Pese a semejante retahíla de defectos, no elude su admiración por un cineasta al que considera un maestro; la lectura atenta del libro deviene imprescindible tanto por lo que muestra de ese complejo tira y afloja que constituye el proceso de escritura cinematográfica como de la extraña relación establecida entre un director y un guionista con nombre y apellidos, abocados a una difícil partida de ajedrez que no puede terminar en tablas.


¿Por qué Relato soñado (1999) de Arthur Schnitzler? se pregunta Raphael en un determinado momento; una respuesta, de las muchas posibles, se me antoja la más plausible: por constituir un reto mayúsculo para un anciano enfermizo, retirado del mundanal ruido en su magnífica mansión londinense. Conviene recordar que Traumnovelle es un relato sobre lo que nos hace humanos, o séase imperfectos, insuflado de la impronta determinista del primer psicoanálisis y que se vale del substrato onírico para difuminar las barreras entre lo real y lo imaginado. Stanley Kubrick optó por trasladar la acción desde la Viena del esplendor austro-húngaro a la Nueva York del fin de milenio. Pero este dato -tan publicitado en el momento de su estreno- no trasciende lo anecdótico, ya que, al igual que en el original literario, lo que se recrea es un espacio mental, más allá de esquivos referentes concretos. Un contexto reconocible para servir de marco a la espiral descendente al abismo de los miedos, deseos e inseguridades prototípicas de la identidad masculina. Cuanto más reflexiono acerca de ello, más diáfano me parece que Kubrick se permitió esta película, dejando aflorar ciertos aspectos de sí mismo relegados al trastero de su conciencia. Pero en su puesta en escena no pudo -o no quiso- evitar ser fiel a sí mismo.


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Por mucho que el contenido de la película refleje de modo inmisericorde la imperfección inherente al ser humano, su plasmación fílmica no puede resultar más brillante; en una primera secuencia portentosa, el matrimonio Harford acude a una fiesta en la lujosa mansión neoyorquina de un buen amigo suyo. Una situación social de lo más habitual para una pareja high-class que no tarda en verse perturbada por los intentos de seducción cruzada y, un poco más adelante, un pequeño incidente con una prostituta. Antes incluso de que la pulsión sexual, elíptica, haga acto de presencia perturbando irremediablemente la -aparente- placidez conyugal, el distanciamiento con la realidad per se ya se ha producido a ojos del espectador mediante el hipnótico uso de la música, irreal iluminación y cadencia con que los personajes se mueven por salones y pasillos. Si el mundo de los sueños está poblado de visiones paralelas de nuestra experiencia cotidiana, el acercamiento a este substrato no puede resultar más realista: un universo ficcional separado del original por sutiles detalles de interpretación y puesta en escena.


En este sentido, Eyes Wide Shut resulta uno de esos títulos donde los diálogos aportan bastante poco a la totalidad, llegando a irritar por su banalidad en momentos puntuales. De haber sido un filme mudo poco se hubiera perdido, seguramente, pues la carga conceptual que atesoran sus imágenes convierte en redundantes las palabras que escuchamos. con una notable excepción: la encendida discusión entre William (Tom Cruise) y Alice (Nicole Kidman), con la marihuana como agente liberador de los recuerdos reprimidos, no puede resultar más jugosa, pues contribuye a mostrar a las claras hasta qué punto la pulida superficie de la pareja oculta, vergonzosamente, el fantasma de la insatisfacción sexual. Un fascinante juego de espejos realidad/ficción donde los reproches, bidireccionales, ponen en cuestión las dotes amatorias del atractivo esposo, así como el sentido de la fidelidad conyugal de la no menos atractiva esposa. Y surge la pregunta: ¿Son William y Alice, o Tom y Nicole los que se atacan vehementemente? En aras de asegurarse la jugada, Stanley Kubrick asignó los papeles principales a una pareja en permanente sospecha, sabedor de que no hay nada más creíble que un matrimonio con dificultades interpretado por un matrimonio con supuestas dificultades.


Eyes wide shut | Stanley Kubrick

Sea esto último cierto o no, la artera maniobra nos acerca de nuevo a la obsesión por controlar, de asegurarse la máxima verosimilitud posible sin importar las consecuencias, en este caso de someter a ambos intérpretes a una experiencia límite de inciertos resultados. Un riesgo asumible, en todo caso, apelando a la indudable centralidad que ostenta dicha secuencia, producto coherente de lo antes visto y catalizador de todo lo posterior; ese deambular del atribulado William por un Nueva York nocturno recreado en estudio, con especial mención para la anacrónica ceremonia que, aparte de un prodigio de puesta en escena, constituye una epifanía en toda regla: sucumbir a las bajas pasiones, abandonar el lecho matrimonial conlleva pagar un peaje demasiado caro. Acto seguido, la terrible visión de la máscara de carnaval junto a la esposa plácidamente dormida, terrible alter ego en el que el protagonista no quiere reconocerse, clausura definitivamente el viaje por esa otra realidad. Lo que resta es, en abierta contraposición, diurno: reconducir la relación y solventar la crisis matrimonial de la única manera posible, dadas las circunstancias.


Eyes wide shut | Stanley KubrickEyes Wide Shut termina con un sonoro «Fuck»previo a los títulos de crédito. Con esta exhortación al disfrute desprejuiciado se pone fin a un proyecto marcado por los consabidos desencuentros con guionistas e intérpretes, la inclemente repetición de las secuencias más escabrosas y, por descontado, desmedida duración de su filmación. Tuviera que ver o no, la mermada salud de Kubrick no le permitió verlo terminado. Transcurrida más de una década de su estreno, silenciados los ecos de barullos mediáticos y sentidos homenajes, lo que queda es una ilustrativa declaración de principios: el empeño en mostrar ese territorio equidistante entre la realidad y el deseo, profundizar desde la maestría técnica y la ética del esfuerzo en ese esquivo universo que existe más allá de nuestros referentes concretos. Todo un reto para un creador que nos dijo adiós echándose un pulso a sí mismo, y lo ganó.



FUENTES


RAPHAEL, Frederic: Aquí Kubrick, Mondadori, Barcelona, 1999.

SCHNITZLER, Arthur: Relato soñado,El Acantilado, Barcelona, 1999.

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