Cultural Shock: el viaje de (auto)descubrimiento de Malle en la India | por David Flórez

Introducción


Occidental y con una cámara, doblemente occidental (1)


Frecuentemente, en este mundo desquiciado del cine, la crítica y la teoría, se tiende a dar más importancia al documental de la que realmente tiene... o, por ser más precisos, a cierto ideal del documental.


Pueden parecer extrañas estas palabras mías, pero el documental está ligado irremediablemente a la realidad que retrata, y desaparecida esta, su razón de ser se desvanece. En efecto, todo documental exige una mente que pueda comprender sus imágenes, la de un contemporáneo que posea los mismos esquemas mentales que el documentalista, compartiendo sus mismas virtudes y defectos culturales. Una mente para la que aquella realidad sea cercana o al menos conocida,  sobre la que el creador pueda actuar y modelar, porque, a pesar de todas las pretensiones de neutralidad, objetividad e inocencia, tan frecuentemente invocadas, lo cierto es que cualquier documental es una reflexión consciente sobre el mundo presente y, por tanto, tiene una vertiente política, un mensaje, por utilizar la fraseología de antaño, tan importante o más que la opción estética elegida.


Por todo ello, ¿qué sentido tiene revisar los documentales de antaño? El modo de vida esquimal que retratara Flaherty en Nanook el esquimal (Nanook of the North, 1921) desapareció hace decenios y pronto puede que desaparezcan los mismos esquimales, a causa del calentamiento global. Es más, si elimináramos todo lo que sabemos de su concepción y rodaje, podría incluso llegar a parecernos indistinguible de una ficción cualquiera, puesto que lo único que nos asegura su realidad es la palabra de sus protagonistas, muertos hace ya años, y pertenecientes, como la obra que rodaron, a un mundo cada vez más lejano, donde las edades, las costumbres y las gentes nos aparecen mezcladas en un revoltijo inextricable.


¿Qué sentido tiene, repito, ver entonces un documental como el de Malle, que fue rodado hace cuarenta años? La realidad que filmaron ha sido borrada por el tiempo, pertenece ya a los manuales de historia, útiles solo para aburrir a los escolares. Las ideologías que inspiraran esas obras, el absurdo contradictorio del 68, el Marxismo y sus diferentes herejías, hace decenios que fueron arrojadas, por usar esa terrible expresión, al basurero de la historia. Yo, por mi edad, por mi educación, aún soy capaz de comprender de lo que Malle habla, relacionar el mundo que describe con el mundo en que viví, sentir que pertenece a mi ser, pero... ¿Qué puede comprender alguien, como se dice, nacido ayer mismo? Es más, ¿necesita en realidad comprenderlo, cuando su mundo, aquel en que tendrá que vivir, será radicalmente distinto? ¿Cuando la variedad de formas, de visiones a las que tiene acceso, es inagotable, y seleccionar unas le impedirá gozar de otras? ¿Cuáles son más importantes? ¿A cuáles se debe dar preferencia? ¿De qué se debe hablar?


¿Hemos llegado entonces a un callejón sin salida? Por ser consecuentes ¿no deberíamos limitarnos a aquello que aún pueda influir en el presente y en el futuro? ¿No sería un imperativo moral restringir nuestro ámbito de estudio a la actualidad y los quince minutos anteriores? ¿What is to be done, en definitiva?


¿O quizás deberíamos enfocar el asunto de una manera completamente distinta? ¿No deberíamos reparar en la diferencia que distingue al viajero del turista? ¿En como uno viaja seguro, encerrado en su capullo, sin romper el vínculo que le une a su tierra natal, para volver a casa cargado únicamente con quejas y desilusiones, mientras que para el otro el viaje supone un antes y un después en su vida, una experiencia única y transformadora, que quiebra sus convicciones más queridas y le fuerza a mirar aquello que no quiere ver? Eso precisamente es lo que nos ofrece el arte del pasado. Conocer gentes cuyas ideas eran diametralmente opuestas a las nuestras, que nos provocarán asco y desprecio, rechazo e indignación. Gentes que seguramente estaban equivocadas, que incluso sabían que estaban equivocadas y, aún así, persistían en su error... al igual que lo estamos nosotros.


Algo semejante es lo que supone contemplar la narración del largo viaje a la India de Malle, que dio origen a las seis horas de este documental, L’Inde Fantôme, construido como una serie para televisión de siete capítulos, y la hora y media de la película Calcuta (Calcutta, 1969), pero que, antes que una nueva anotación en su currículum, supuso un viaje iniciático para el cineasta. Un antes y un después en su carrera.


Una obra llena de dudas y contradicciones, que se propone reflejar la India tal y como era en 1968, pero cuya visión no es objetiva, puesto que lo que vemos, lo que se ha seleccionado del material, responde exclusivamente a las obsesiones del cineasta y no a necesidades externas. Una obra donde se intenta hacer desaparecer la cámara, en aras de cierto ideal soñado del documental, intentado capturar la realidad sin modificarla ni pervertirle, pero donde una voz en off comenta continuamente lo que vemos, sin permitir que nos formemos nuestra propia opinión, mediante la observación directa de las imágenes, simplemente porque el mundo que observamos es tan distinto al nuestro, que jamás seríamos capaces de descifrarlo. El guía, el pathfinder, se hace por tanto obligatorio, indispensable, cuya voz nos habla desde una visión, la occidental, una ideología, la Marxista, un zeitgeist, el 68, intentando explicar el mundo que ve desde esos parámetros mentales, pero que continuamente encuentra que esas herramientas no le sirven cuando se aplican a la India, y que los hechos contradicen una y otra vez sus conclusiones.


Unos problemas, políticos y estéticos, la disonancia entre ideal y realidad, entre forma y contenido, que siguen siendo los de ahora mismo. Especialmente, de este mundo desquiciado en el que nos ha tocado vivir.


Aviso al lector: Al igual que la visión de Malle de la India es esencialmente personal y subjetiva. La mía, referida a esta obra, es no menos idiosincrásica.  Gran parte de lo que cuenta Malle ha sido omitido, y de lo que queda, quien sabe qué parte son mis propias divagaciones, que hago pasar por la palabras del director francés.


L'Inde fantôme

Alieni


En Goa, en una inmensa playa habitada por hippies, un nudista italiano nos habla de sus desilusiones. (2)


En el primer capítulo, La cámara imposible, Malle no nos habla de la India, nos habla de algo muy distinto, de cómo los occidentales concebimos la India en particular, y el tercer mundo en general. Una postura que es independiente de nuestras ideologías, de que seamos de izquierdas o de derechas, liberales o marxistas, creyentes o ateos, y que solo se puede calificar con mucho cuidado de colonialismo a la inversa (3), entendiendo por esto el error mental por el que tendemos a considerar todo lo que no es nuestra civilización como un continuum donde no es posible encontrar diferencias y que se puede definir por unas características comunes.


En efecto, como muy bien nos muestra Malle, todos partimos de Occidente con un bagaje mental del que no podemos ni queremos desprendernos. Una construcción ideológica que utilizamos diariamente para movernos en nuestro mundo, para explicarlo y manipularlo, pero que es completamente inútil cuando se traslada a otro ambiente cultural. Un efecto de cultural shock, de confusión y azoramiento, al cual el viajero suele reaccionar superponiendo sus sueños y sus fobias sobre las culturas externas, convirtiendo a estas en paradigma del paraíso al que aspira o del infierno que aborrece, unas fantasías que nunca han existido ni existirán. Sin preguntarse, en ningún momento, como son ellos en realidad, ni por supuesto, molestarse en intentarlo.


Pero... ¿es posible llegar a entender otra cultura? Las primeras imágenes del documental muestran a una serie de hindúes cultos, pertenecientes a las élites, que nos explican su país. Pertenecen a las más variadas ideologías, pero todos creen tener la respuesta a los problemas de sus país, nos hablan en un inglés perfecto y las ideas que expresan son fotocopias de las que podemos encontrar en Europa. No son más que un reflejo distorsionado de nuestros propios vicios y errores, con el agravante de que, como muy bien dice Malle, forman únicamente el uno por ciento de la población. En realidad, no representan a nadie que no sean ellos mismos. ¿Cómo es el auténtico país, entonces? Mejor dicho, vuelvo a repetir ¿Es posible conocer ese país?


La respuesta de Malle, al menos en esta introducción, parece negativa.  El Occidental, por mucho que quiera imaginarse lo contrario, es un extraño, alguien a quien se mirará alternativamente con desconfianza, con curiosidad, con desprecio o con indiferencia. Inevitablemente, las personas a quienes quiere retratar actuarán frente a él, intentarán mostrar una imagen que no es la propia, aguardando el momento en que el extranjero, el turista, el curioso, el inoportuno se marche y les deje tranquilos. De esta manera, el espectador, por mucho que desee lo contrario, lo que se llevará consigo es una imagen deformada e incompleta, algo que responderá, como decía, a sus ideas previas al contacto, y no a la realidad que está ante él y que nunca llegará a ver.


Pero aquí es donde entra un factor inesperado. Algo que Malle nos señala por primera vez, en este capítulo y que se convertirá en el leitmotiv de la obra entera. No hay una única India. No hay algo que podamos señalar como La India, así, con mayúsculas, como su esencia, como la respuesta al enigma. Muy al contrario, si precisamente hay algo que identifique y defina a la India es ser una amalgama de contradicciones, como muy bien notara E.M. Foster en su novela Pasaje a la India (A Passage to India, 1924) y reflejara David Lean en la película del mismo nombre de 1982 e, incluso, antes de Lean, Powell y Pressburger, en la no menos magnífica Narciso Negro (Black Narcissus, 1947). Para cada una de nuestras convicciones, la India nos presentará la prueba que la refuta. Aunque nos creásemos otras nuevas, de nuevo volverían a ser abatidas, como ocurre con todos los europeos que Malle se encuentra en su  camino, como ocurrirá al propio director. Una ruta de descubrimiento que desembocará en el desengaño... o en la duda eterna, de la cual no lograrán librarse en toda su vida. A menos, claro está, que ya estuvieran locos antes de llegar a la India o se volvieran así en esas tierras.


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L'Inde fantôme

Perfectio


Pero aquí, estos gestos han ido más allá de la técnica... Los gestos son una oración, una invocación, la danza es uno de los yogas, es decir, un camino al más allá. (4)


Cada capítulo de la serie, como el segundo Lo que se ve en Madrás, si se examina superficialmente, puede parecer falto de estructura, deslavazado, compuesto de segmentos inconexos. Ya hemos señalado que Malle y, en general, cualquier viajero, descubre que la India es un conjunto de contradicciones, de contrarios que se apilan los unos al lado de los otros, sin que ninguno de los nativos lo perciba, lo que queda para los occidentales y su racionalismo. Sin embargo, si se observa con mayor atención, se puede encontrar que cada capítulo tiene un tema, a veces explícito, a veces implícito, sobre el que se vuelve una y otra vez, casi de forma obsesiva. En este caso podría ser la esencia del arte.


Se nos ha dado una pequeña pista al principio del capítulo, cuando Malle nos ha llevado al corazón de la industria del entretenimiento del país, al Bollywood famoso, donde nos muestra sin tapujos su trampa y su cartón, que llega al extremo de aclarar el color de  piel de los actores, por hacerlos parecer menos hindúes, más occidentales. Así dicho podría parecer una clara invectiva desde la posición del intelectual de vanguardia que nos creemos todos, una descalificación clara de ese cine de excesos, basado en la irrealidad y la exageración, para, sin previo aviso, hacernos un quiebro y confesarnos su admiración por esas formas en el fondo populares, es decir, que expresan los afanes, las inquietudes, los temores y las esperanzas de la gente de a pie, mejor que otras formas y estilos que se definen a sí mismos como más elevadas o comprometidas.


Pero esto es sólo una introducción, el plato fuerte llega cuando las cámaras, tras mucho rogar, tras vencer la resistencia y los resquemores de los directores de una academia de danza tradicional, consiguen permiso para rodar en ella.


Primera contradicción. Esa institución, dedicada a la conservación y promoción de la cultura tradicional hindú (bueno, de una de sus ramas) no fue promovida por hindúes. Muy al contrario, fue una iniciativa de europeos enamorados de la India, hasta el extremo de olvidar sus raíces. En sí, no es más que un revival de técnicas y sensibilidades a punto de desaparecer. Un cadáver resucitado que quizás ande apenas unos cuantos pasos antes de desplomarse.


Segunda Contradicción. He hablado antes de revival, es decir, de una puesta al día de lo antiguo, de una modernización donde el alma, el sentido de lo modernizado se pierde irremediablemente. No es así. Para nosotros, los occidentales, la danza es ante todo placer corporal, ejercicio físico, consciencia de estar vivo. Eso es lo que cabría esperar de un revival del pensamiento oriental pasado por la turmix occidental, como ha ocurrido con el yoga, las artes marciales o el tantrismo. No es ese el caso.


Para las alumnas o, al menos, para las alumnas que no son extranjeras, el objetivo es orar a los dioses, rendirles alabanzas, ofreciéndoles ese mismo baile, la perfección que en él se alcance, como ofrenda (5). Esa distinción, entre los auténticos hindúes y los de fuera, puede parecernos una idea absurda, pero basta darse cuenta de las diferencias entre los alumnos de fuera de la India y los nacidos allí. Los movimientos de los primeros son torpes y desmañados, los de los otros son gráciles, precisos, perfectos, simplemente porque la forma tiene un contenido, está plena de significado.


Algo que, si repasásemos nuestra historia cultural no debería sorprendernos en lo más mínimo. Recuerdo haber oído, hace ya bastantes años, las más que sinceras palabras de un musicólogo, especializado en la música medieval, sobre el canto Gregoriano. Nunca podremos superar a los monjes, decía. Por mucha técnica, por mucho estudio, por mucha arqueología musical que empleemos, nos faltará siempre algo. Para ellos, ese canto es su vida, impregna cada momento de su existencia, mientras que para nosotros es algo aparte, una afición, un hobby.


Así ocurre con estas bailarinas, y es en este momento cuando llegamos a la tercera contradicción. Malle es un director perteneciente a ese difuso movimiento cinematográfico que hemos dado en llamar La Nouvelle Vague (6), y que sólo se caracteriza por poner en cuestión el cine que les había precedido. Para Malle, para esos directores afines, el objetivo del arte es la experimentación, la transformación constante, la búsqueda continua. Todo lo contrario de estas danzarinas. Para ellas, su arte, su danza, ya es perfecta de por sí, es imposible mejorarla; a lo más que puede aspirar un danzarín es a remedar las cimas ya alcanzadas, a volver a reproducirlas en la forma exacta en que ya fueron, en el espíritu preciso en que se concibieron. Y, como Malle, es imposible evitar el pensamiento, el temor de que quizás seamos nosotros los equivocados, que sean ellas las que tienen razón. Que no queda otra salida que retirarse, admitir que su ideal artístico es mejor, más noble que el nuestro, abandonar esa academia con el regusto amargo de saber que nuestra mera presencia lo estaba ensuciando.


L'Inde fantôme

Religio


Vamos a dar vueltas a su alrededor con la cámara. El continúa andando, pasa una sola vez, no nos dedica una sola mirada. Sigue su camino, los ojos fijos delante de él. En otro mundo. (7)


Llegamos al tercer capítulo, los hindúes y lo sagrado y, de nuevo, Malle nos enfrenta con nosotros mismos. Simplemente, porque los occidentales nos hemos olvidado de en qué consiste la religión, mejor dicho, en qué consiste vivir una religión, algo que, en estos tiempos de globalización, multiculturalismo y migraciones masivas, nos hace estar en clara desventaja cuando se trata de relacionarlos con el resto de civilizaciones... y con nuestro propio pasado.


En efecto, si algo de europeo encontramos en la India que visitó Malle, es que en ella nos topamos con lo que debían experimentar nuestros antepasados medievales. Gentes cuya vida entera giraba alrededor de la religión; mejor dicho, personas en cuya vida cotidiana la religión se manifestaba hasta en los más mínimos aspectos. ¿Y qué significa esto? Simplemente que se encomendaban a Dios, pedían la protección de la divinidad antes de realizar cualquier acción, ya fuera guerrear o parlamentar, ya fuera comerciar o repartir limosna, ya fuera conseguir a la mujer que se deseaba o desear la desgracia de los enemigos. Un mundo donde dios estaba siempre presente, al lado de los hombres, involucrado en sus victorias, responsable de sus derrotas. Ese es precisamente el mundo con el que Malle se topa.


El capítulo se abre con la inmensas ciudades/templo del sur de la India, Madurai, Kanchipuram, Shirangan... cuyas estructuras son visibles desde kilómetros de distancia, más que las propias ciudades que las albergan, y cuya extensión y complejidad, de laberinto infinito, es propia de ciudades y no de recintos de culto. Unos lugares de culto que, al contrario que las catedrales europeas que todos conocimos, son recintos vivos, que todo habitante de la ciudad acaba por visitar en algún momento del día. Unos recintos que son constantemente restaurados, reparados, remozados, al gusto presente de fieles y sacerdotes, en un kitsch colosal que poco tiene que ver con cualquier ideal historicista de belleza.


Ese es quizás el punto que quiere resaltar Malle, aquello que más nos choca a nosotros, los occidentales, de ese Oriente que pensamos único pero que es esencialmente multiforme. Para nosotros, la religión, el culto y el clero que lo oficia son conceptos que nuestra sociedad ha apartado de su centro hace ya mucho tiempo, relegado a un lugar secundario, algo que está ahí, pero que al mismo tiempo ya no está ahí. Para el hindú del sur de la India, por el contrario, la religión forma parte indisoluble de la vida social. Más aún, es la propia vida social, sin la cual no tendría sentido.


La razón es simple y se reduce a que esos sacerdotes hindúes son una fuerza económica. A pesar de su pobreza, de su aparente renuncia a los bienes de este mundo, esos templos atraen un flujo constante y continuo de dinero que se redistribuye a continuación, y que permite vivir, sobrevivir, a una parte importante de la población. Todo culto exige unos requisitos, unas condiciones, sin las cuales la plegaria del creyente no será escuchada por la divinidad. Unos complementos del culto que son suministrados por la pléyade de comercios, talleres, mediadores, intérpretes que rodean al templo... una cuasi industria del entretenimiento, podríamos decir, si intentásemos aplicar un concepto occidental contemporáneo.


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Sin embargo, como muy bien nos avisa Malle, haríamos mal en aplicar una visión demasiado cartesiana a este fenómeno, reducirlo a un simple fenómeno económico. Cualquiera que se pierda por uno de estos templos, como hace el director y su cámara, podrá observar que la piedad de las gentes es sincera, todo lo contrario de la reproducción folclórica, orientada al turismo, de actos de significado casi olvidado que es propia de nuestras latitudes. La cámara nos muestra una y otra vez a personas ensimismadas en rituales, en gestos estereotipados que nos parecerían ridículos si no fuera porque es perfectamente apreciable la emoción que les embarga (8), que realmente creen estar en comunión con la divinidad que adoran, que la repetición exacta, sincera, de esos ritos habrá de concederles lo que piden o, al menos, otorgarles las ilusiones y las esperanzas necesarias para seguir viviendo. Algo inimaginable, incompresible, para nosotros, los hijos de la ciencia y la técnica.


Podríamos dejarlo aquí. Pensar que con el tiempo, con la modernización, la mejora de las condiciones de vida, la expansión de nuevas ideas, ese pensamiento religioso llegará a ser un elemento decorativo, folclórico, como entre nosotros. No obstante, hay otro aspecto más que, a menos que se sea un integrista de nuestra superioridad ideológica, no puede por menos forzarnos a reconocer lo lejos que estamos aún de nuestros ideales.


Se trata del fenómeno de los ascetas, de los Sadhúes, de todos aquellos que voluntariamente se han excluido de la sociedad, han renunciado a las riquezas, a su rango, a su familia, y vagan mendigando por la India, pero que, a pesar de eso, son respetados, temidos, reverenciados, como gentes que están un paso más allá que el resto de los mortales, más cerca de ese concepto indefinible de lo divino.


Malle entrevista a algunos de ellos, los que aún no han hecho voto de renunciar a la palabra, e indefectiblemente encontramos que todos responden al mismo patrón. Individuos que, en un momento determinado, se han dado cuenta de que ya no podían soportar el peso de la vida, de que esta ya no tenía ningún significado ni les ofrecía aliciente alguno.


Todos conocemos a este tipo de personas en este mundo moderno. Los Hikkikomoris japoneses. Los mendigos alienados que pueblan nuestras esquinas y subterráneos, aquellos a quien nadie quiere ver, en quien nadie quiere pensar. Sólo aquí, en esta cultura, se les ofrece un medio de no estar en la sociedad y, al mismo tiempo, seguir perteneciendo a ella. De ser útiles, en definitiva, de mantener su dignidad, que es lo que realmente importa.


L'Inde fantôme

Revolutio


Las jóvenes esperan a la entrada de la población... Aguardan a un ministro que ha prometido asistir (a un festival religioso). Un comunista. Llega tarde. Aldeanas de miradas fijas. ¿Qué es lo que esperáis en realidad? Aún no lo he entendido. (9).


Hablé antes de aquello que he dado en llamar colonialismo inverso, por muy equívoca que sea esa expresión. Para el colonialista clásico, el resto de civilizaciones son inferiores por naturaleza y deben ser educadas, civilizadas, por la única que merece la pena, la nuestra. Para el colonialista inverso, la situación es la contraria, somos nosotros los que nos hemos perdido, vendido y prostituido, y debemos recuperar la pureza soñada.


Ambas visiones están equivocadas, puesto que ambas cometen el mismo error. Un error que consiste en hablar de nosotros y de los otros, y de considerar a esos otros como un magma confuso sobre el que se proyectan unas ideas prefabricadas, que poco o nada tienen que ver con la realidad de esas gentes.


En cierta manera, esa es también la mentalidad del turismo. La idea de que el tercer mundo no es sino un parque temático construido para el disfrute de occidentales hastiados y aburridos, donde los naturales no son sino empleados a nuestro servicio, sin otros problemas o motivaciones fuera de satisfacer nuestro capricho (piénsese sólo en el turismo sexual, tan de moda ahora). Un espacio imaginario, donde las diferencias entre culturas se reducen a comidas exóticas, vestiduras coloridas y costumbres incompresibles que imitar  burdamente frente a los amigos, una vez de vuelta en casa, sin saber en realidad qué significan... lo que se podría llamar exotismo de cuarto de estar.


Obviamente, la responsabilidad del auténtico viajero, del auténtico documentalista es huir del travelogue enumerador de los hitos que hay que visitar y los que no, acompañado de estrellitas que permitan gestionar el escaso tiempo del que se dispone. Romper esas barreras que nos separan de esos otros, intentar llegar a los seres humanos que están detrás de esas imágenes exóticas, cautivadores y sugerentes, que sólo sirven para distraernos... aunque, como ya nos señala Malle en este capítulo, Sueño y Realidad, se convierta una auténtica misión imposible.


Porque, ¿qué es lo que descubre el viajero que se toma el tiempo de mirar? Si dejamos atrás religión, espiritualidad, trascendencia, inocencia, pureza encontraremos siempre la vieja historia que se repite una y otra vez en todos los lugares del mundo, la explotación de unos seres humanos por otros, la injusticia de una vida en la que unos pocos tienen todo lo que se les antoja, acompañada del poder necesario para mantener ese status, mientras que para otros, para la mayoría, cada día es un peligro caminar en la estrecha línea que separa la supervivencia de la destrucción, sumidos en un trabajo embrutecedor y aniquilador, sin posibilidad alguna de escape.


En ese sentido, es ejemplar el caso de los pescadores de Kerala. No ya como turista, sino como artista, como el Malle esteta, verlos trabajar es un goce para los sentidos. Sus redes son artilugios sorprendentes por su complejidad e ingenio. El lugar donde pescan es de una belleza abrumadora, inusitada. Con ese material, otro cineasta, Flaherty, por ejemplo, habría construido un canto al esfuerzo humano, al espíritu inquebrantable de los hombres, a todas aquellas virtudes que nosotros, los hijos de la abundancia, hemos perdido.


Malle no puede engañarse, sin embargo. Su cámara se fija en las redes. Una y otra veces surgen vacías del agua, con apenas unos cuantos peces en sus mallas, unas capturas que las aves marinas les disputan. Con ello apenas tendrán para sobrevivir hasta el día siguiente, siempre y cuando consigan un buen trato con los intermediarios, siempre dispuestos a engañarles, pero cuyas trampas hay que tolerar y aceptar, porque  siempre pueden jugar al “me voy a otro lado”, seguros de encontrar alguien en peor situación, dispuesto a malvender lo que ha conseguido.


Y es que Kerala, a pesar de un exotismo evidente que Malle no trata de ocultarnos, es un estado de la India con gravísimos problemas... o, al menos, lo era en ese tiempo. Densidades de población mayores a mil personas por kilómetro cuadrado, antropoformización brutal del entorno, que ha llevado a esquilmar sus recursos naturales, obligando en consecuencia a importar la comida que su población creciente necesita. Una región con un paro elevado y sin control, que unido a él trae el endeudamiento y la semiservidumbre de la mayoría de los campesinos y trabajadores, obligados a aceptar cualquier trabajo que se les ofrezca, sin importar salario ni condiciones. Todas esas condiciones que los liberales llaman requisitos necesarios para la pronta venida de su ideal económico y que, en realidad, no son más que los prerrequisitos de un estallido social y el fundamento de la explotación.


No debería extrañarnos, por tanto, saber que Kerala tiene (o tenía en aquel tiempo) un gobierno comunista, pero, pasada la primera sorpresa, deberíamos recordar que estamos en la India, donde todo es diferente a lo que ya conocemos, y plagado de contradicciones internas que nosotros vemos pero que para los naturales no ven.


De manera excepcional, ese gobierno comunista ha llegado al gobierno por la fuerza de los votos, algo que en aquel tiempo (e incluso en este) era excepcional y contrario a la doctrina tanto de izquierdas y derechas. No es el único elemento discordante. Ese gobierno comunista se mantiene con el apoyo de partidos de casi extrema derecha, partidos nacionalistas y religiosos, que no tienen miedo de proclamar ante la cámara su aversión por la ideología Marxista. Una colaboración que se mantiene por la existencia de un enemigo común, el Partido del Congreso Nacional Indio, el de Gandhi y la dinastía Nehru, que condujo a la India a su independencia, y que con los años se ha convertido en ejemplo de desorganización, corrupción e inmovilismo. Un movimiento comunista, por último, dividido en dos ramas antagónicas, izquierda y derecha, que no tienen reparos en perseguirse la una a la otra.


La postura de Malle ante estos comunistas hindúes llegados al gobierno es profundamente pesimista. No puede evitar darse cuenta de que esos intelectuales de ciudad son fundamentalmente distintos de los campesinos que forman la inmensa mayoría de la población. Unos están fuertemente occidentalizados, los otros viven inmersos en su mundo tradicional. No hablan el mismo lenguaje, no tienen los mismos objetivos, y en caso de conflicto, se encontrarían en bandos opuestos. De hecho, como nos narra Malle con clara amargura, el también gobierno comunista de Bengala no tuvo reparos en enviar al ejército a sofocar un levantamiento campesino, también comunista, solo que de confesión distinta.


Con esto volvemos a la imagen que abría este capítulo. ¿Qué esperan esas muchachas? En sí, el festival no debe haber cambiado en siglos, el dios y los ritos que le acompañan siempre han sido los mismos, casi desde el inicio de los tiempos, solo se han modificado los poderosos que asisten, sultanes musulmanes, emperadores mongoles, rajás hindúes, virreyes británicos, presidentes comunistas, que, a pesar de su poder temporal, han tenido que renunciar a parte de sus convicciones, aquellas que les dictaban su prohibición, y tolerar esas festividades... en pública admisión de su propia debilidad.


Divisio


Un niño me preguntó, en un inglés titubeante, si yo era americano. Mi respuesta negativa le dejó preocupado, y me replicó. Entonces ¿De qué casta eres?... Ese niño ya sabía que las castas son barreras entre las personas (10).


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L'Inde fantôme

Una y otra vez he hablado de cómo tendemos a meter a todo Oriente en el mismo saco, de cómo nos dejamos engañar por el color local, proyectando sobre él nuestros sueños, nuestras convicciones, nuestras fobias, nuestros vicios. En este capítulo, Una mirada sobre las castas, Malle aborda un tema espinoso, el de las castas. Oficialmente abolidas por la constitución India de 1950, se han convertido en lo que podría llamarse la cuestión invisible, algo similar, como bien señala el cineasta en el propio documental, al régimen de quasi-apartheid existente en los estados del sur de los EE.UU. hasta ayer mismo. Un tema del que nadie habla, que todos aparentan no ver, pero que influye y se manifiesta en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana.


Aparentemente no es así. El turista de paso, el ingenuo creyente en los paraísos intocados por el progreso, que cruce por las aldeas hindúes afirmará que no es así. Todos visten igual. Todos comparten la misma pobreza. Viven en casas similares. Participan en las mismas ceremonias. Es una sociedad igualitaria, en la que se comparten recursos, miserias y dificultades. Malle, que ha vivido y convivido largo tiempo en una aldea hindú, sabe que eso no es cierto. De hecho, nosotros, si no estuviéramos tan habituados a la experiencia ciudadana, también deberíamos saberlo. Cualquiera que recuerde cómo era los pueblos y aldeas de de nuestros abuelos, sabrá de la división, perpetuada de generación en generación, entre las fuerzas vivas y los que solo servían para destripar terrones, entre aquellos que poseían la tierra y los que debían cultivársela. De los odios trasmitidos de padres a hijos, de las ofensas siempre recordadas, nunca suficientemente satisfechas, que convertían a vecinos en enemigos mortales. De los estallidos repentinos de violencia, sin razón aparente, solo porque tu familia y la mía estaban enfrentadas de siempre.


Algo similar ocurre en esas aldeas hindúes. Una situación que nuestros abuelos reconocerían al instante, pero al mismo tiempo radicalmente distinta, que se nos va desvelando poco a poco. Así, por ejemplo, lo primero que puede llamarnos la atención es cómo en una aldea pequeña hay hasta diez pozos. Si miramos atentamente, veremos que a cada uno acuden mujeres distintas, siempre las mismas. La división en castas es tan tajante, que miembros de castas distintas no pueden beber del mismo pozo, por miedo a contaminarse. Un pánico a lo impuro que llega a extremos insospechados, como cuando el jefe del poblado y sus amigos, de castas afines, comparten una pipa de agua, y vemos cómo agarran la boquilla de forma que sus labios nunca la toquen, por miedo a la impureza, al descrédito social, por haber tolerado el contacto con inferiores, que de eso se derivaría.


Pero… ¿qué es una casta? Malle deja al descubierto nuestra ignorancia. La palabra casta no existe en las lenguas de la India. Las cuatro castas clásicas, más los intocables, que se enseñan en los libros, no existen en la realidad. No es sino un constructo mentalis de los extranjeros, de los occidentales, para explicar una sociedad cuya comprensión se les escapaba. No hay cuatro castas, sino que en una aldea tipo puede haber diez, doce distintas además a las de la provincia vecina. Un sistema fijo y determinado, pero al mismo tiempo cambiante y en evolución. Un sistema donde, y he ahí el secreto, el enigma, la pertenencia a una casta u otra lo que determina es el trabajo, heredado de padres a hijos, que una persona puede desempeñar, la tarea que debe desempeñar obligatoriamente. De esta manera, los trabajos más arduos, más humillantes y generalmente peor pagados, se destinan a las castas inferiores, a aquellas consideradas como impuras, cuyos componentes se verán destinados a ser explotados desde su nacimiento, sin posibilidad de remisión ni escape, excepto mediante la emigración a los ghettos y los barrios de chabolas de las ciudades.


Un sistema que se perpetúa de generación en generación, presa de esa obsesión por la pureza que es propia también del Judaísmo y del Islam. Una división en puros e impuros que separa a las personas con muros invisibles, pero no por ello menos infranqueables. Una pureza que no es posible alcanzar por medios propios, puesto que nadie puede salir de la casta en la que ha nacido, si no que se expresa de manera relativa, siendo más puro que aquel, menos impuro que aquel, evitando a los inferiores, buscando la compañía de los superiores. Una pureza que, paradójicamente, en otra de esas contradicciones tan típicas de la India, separa en celdas incomunicables a la sociedad, pero evita que el hombre se sienta solo, esa enfermedad endémica de Occidente, puesto que, pase lo que pase, hasta el día de tu muerte perteneces a un grupo definido. Un grupo donde siempre podrás refugiarte. Donde te acogerán seguro.


¿Podrá cambiar ese sistema en el futuro? De nuevo, la conclusión de Malle es negativa, pesimista. Los encargados de la educación de los niños pertenecen a las castas superiores; son, por tanto, los más interesados en mantenerlas, puesto que ellas aseguran sus privilegios. De ahí que estos maestros premeditadamente inculquen a los niños desde su más tierna edad la idea de que el sistema de castas es justo. De ahí también que los oprimidos por ese sistema sean los primeros en defenderlo, puesto que no han conocido otro... Algo que en estos tiempos de ideologías confusas y relativas siempre hay que recordar, ergo, que el que los humillados digan aceptar voluntariamente la humillación a la que se ven sometidos no es un argumento válido para defender un sistema social.


Ni siquiera la acción política directa, las medidas promovidas por gobierno y legislación, parecen haber mellado el sistema. Según la ley, en cada asamblea de una aldea deben estar presentes una mujer y un intocable. En las reuniones que Malle presencia, aparentemente ejemplos de democracia directa, ambas personas siempre están enfermos o ausentes. Según la ley, en esas asambleas se deben resolver los conflictos de acuerdo a justicia, en realidad, son sólo una tertulia de amigos, de las fuerzas vivas que decíamos, en las cuales se reparten los recursos de la aldea y eliminan a quien quiera oponérseles. Las castas se convierten en clases sociales, es la cita de Marx que Malle utiliza en ese preciso instante. Hay que desconfiar de los análisis demasiado simples, se responde a sí mismo a continuación.


L'Inde fantôme

Barbari


La tristeza en muchos de esos rostros me golpeó. La vida parece extremadamente dura, extremadamente difícil. La miseria está en todas partes de la India, pero entre estos pueblos olvidados, que desaparecen lentamente, se convierte en patética (11).


Desde nuestra visión restringida, aún presa de las trampas del colonialismo, tendemos a ver los problemas del mundo como un conflicto entre un Occidente prepotente y un Oriente anclado en el pasado, siempre igual a sí mismo. Una visión restringida que se aplica de manera igual a todos los lugares del mundo, independientemente de las sociedades y las culturas objeto de estudio. Este capítulo, En los bordes de la sociedad hindú, pudiera servir para hacer temblar, solo un poquito, los fundamentos de nuestras creencias.


Olvidamos que toda civilización se considera el centro del mundo y que, desde esa atalaya, realiza una descripción jerárquica del mundo, desde los imperios que considera iguales al suyo, frecuentemente los enemigos cuyo poder es tan grande que le es  imposible derrotarlos y de los que no conviene despertar su ira, a los bárbaros que deben ser exterminados, aquellos con los que la guerra es semejante a una expedición de caza, cuyos peligros son, por tanto, mínimos, mientras que la diversión está asegurada.


Por ello, no debería sorprendernos saber que cuando las embajadas europeas se presentaban ante los emperadores Manchúes, en el siglo XVIII, estos agradecían a los embajadores su buen juicio al acudir a las fuentes de la civilización para instruirse… un ejemplo de orgullo suicida que se convertiría en propio de nuestra cultura durante el XIX y el XX, como tampoco que la sociedad hindú haya producido invariablemente sus propios bárbaros, aquellos que no encajan ni en la minoría instruida, fuertemente occidentalizada, ni en la mayoría empobrecida, anclada en la tradición y en la religión.


Unas gentes con las que no se sabe qué hacer, y para las que ya se ha decidido un destino, la extinción, previo encierro en unas reservas semejantes a las de los indios americanos de la praderas, o quizás semejantes también a los parques nacionales del África presente, donde se guarda un mínimo de la vida animal de antaño, para que el turista aburrido recuerde cómo era todo allá en los supuestos tiempos felices.


Quizás, como bien dice Malle, este sea el capítulo más triste de toda la serie. Se inicia con la visión de una estas tribus, los Bondo, una de estas culturas olvidadas. Lo primero que nos sorprende es que por un momento parece que nos hallemos en mitad de África, no en el corazón de la India. Todo lo que vemos, y así lo recalca Malle, es distinto, el color de ébano de los habitantes, el estilo de construcción de las casas, las vestimentas, los medios de vida, que parecen sacados de otros documentales de la misma época, de esos que marchaban en busca de tribus míticas de África como los Nubas del Sudán.


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Esas gentes que vemos son supervivientes del tiempo, de todos los conquistadores de la India. Estaban allí antes que los invasores que vendrían después, los arios, los musulmanes, los ingleses, para los cuales invariablemente representaban las gentes sin civilización, sin moral, aquellos a quienes había que combatir y extinguir. De todos ellos escaparon, adentrándose cada vez en las montañas, en las tierras que nadie quería, allí donde la supervivencia era un diario caminar por el alambre, donde el más mínimo error era mortal.


No han cambiado las cosas con la independencia de la India. Para el gobierno del país, para la mayoría de los hindúes, esas gentes son una molestia. No cuadran con el ideal de progreso al que aspiran las élites, no encajan en el mundo tradicional en el que vive la mayoría de la población. Son los bárbaros de los que hablábamos al principio, aquellos con los que solo se trata de tres maneras posibles. Como funcionario del gobierno, para dictarles leyes ajenas a su forma de vida y castigarles si no les cumplen. Como recaudador de tributos, que les arrebata el producto de su trabajo sin que este dinero se reinvierta luego en ellos. Como intermediario comercial, que se aprovecha de su ignorancia y su pobreza, para venderles lo que no necesitan a precios exorbitantes. Una triple presión que obliga a unos a huir de su tierra natal y dejar de ser, deviniendo mano de obra barata, sin raíces ni derechos, mientras que los que se quedan esperan la extinción, confinados en una reserva cada vez más estrecha.


Hay otras gentes fuera de la sociedad hindú. Otras gentes como los Ashram, que no encajan en el doble modelo progreso/tradición que parece la norma de la sociedad hindú. No hay que preocuparse mucho de ellos, nos insinúa Malle, puesto que son gentes pertenecientes a la élite, que han inventado su propio paraíso, su propio ideal de perfección, el único válido y posible según sus afirmaciones, y que tratan de llevarlo a cabo en este mundo.


Unos ideales que, si nos precipitáramos, podríamos calificar de nobles, elevados, imbuidos de espiritualidad, contrarios al materialismo, la codicia y el egoísmo del mundo actual, pero que no dejan de tener un cierto regusto a  trampa y a falsedad. En efecto, a pesar de los estrictos requisitos morales que los fieles se imponen a sí mismos, han creado dispensas para que parte de los creyentes vivan en el mundo, como el resto de los hombres, sin cuestionar su estructura en absoluto, amasando riquezas por cualquier medio, para que el resto de los elegidos pueda vivir acorde con sus ideales. Una sección, esta central del capítulo, en la que casi podemos sentir nosotros mismos el desprecio que Malle siente ante esos juegos de niños ricos, esos ejercicios de trapecio con arnés y red.


Imbuido por los sueños de los años sesenta, esos que acabarían siendo traicionados por sus propios proponentes en cuanto llegasen las vacaciones escolares y la playa, el documental termina con otro de esos pueblos a punto de extinguirse, los Toda, una cultura donde los ideales soñados de esa época parecían haber tomado realidad en este mundo, como prueba viviente de que la utopía, la sociedad sin guerras, de igualdad absoluta entre las personas y de libertad sexual no menos absoluta, era posible. Pero es solo un breve instante, de ilusión o de esperanza, como queramos decirlo. El mundo moderno o, mejor dicho, los otros, los que crean bárbaros para procurar luego combatirlos, ya están ahí, acechando, planeando la destrucción de los que no encajan en su modelo social. Casi en los últimos instantes, nos enteramos de que las tierras seculares de este pueblo, aquellas que aseguran su supervivencia cultural, van a ser expropiadas por el gobierno para usarlas en cultivos supuestamente más beneficiosos para el país. Todo por el bien común, obviamente.


El documental termina con los aldeanos bailando alrededor del camión que servirá de consultorio médico ambulante. Una danza alegre, optimista, confiada, que no sabemos, que Malle no sabe atribuir si a la inconsciencia de los aldeanos, que desconocen que es el primer anuncio del mundo exterior que acabará con ellos, o un intento desesperado de exorcizar ese mundo ajeno que ya le ha condenado y dictado sentencia.


L'Inde fantôme

Urbs


Es imposible acostumbrarse a la pobreza que hay en la India, aunque se llevé allí cuatro meses. Golpea especialmente en las ciudades, donde muestra su peor cara (12).


Durante la mayoría de los capítulos, Malle se ha centrado en el mundo rural y tradicional, aquel en que vive la inmensa mayoría de los hindúes. En este, Bombay, va a adentrarse en el rostro moderno de la India, no menos cargado de contradicciones.


En efecto, ahora mismo el nombre de Bombay, o Mumbai, en su nueva grafía, despierta en el espectador occidental la idea de centro industrial del país, de locomotora económica, de corazón del sentimiento nacional... unas ideas que el documental de Malle desmonta una tras otra. En efecto, dejando aparte lo que ya sabemos por el documental, que la India es un amasijo de lenguas y gentes, Bombay es una ciudad prácticamente nueva, sin pasado ni tradición. De hecho, como Calcuta, es un ciudad fundada por el conquistador inglés, que debería servir como puerta occidental de la India, y cuyo trazado, utilidad y función estaban subordinados a los de la potencia colonizadora, es decir, puerto de salida para las materias primas producidas en el subcontinente, y puerto de entrada de los productos elaborados con esas mismas materias primas por la naciente industria británica. El sueño de un conquistador, completamente ajeno a los deseos de los pueblos sometidos, pero que, por otra de esas contradicciones tan propias de la India, se ha convertido en el escaparate que esos mismos pueblos colonizados muestran al mundo.


Una posición privilegiada que, por supuesto, convirtió casi inmediatamente a Bombay en un centro de atracción irresistible, donde toda la población sobrante del campo, aquella para la que no quedan tierras, acaba por confluir en los inmensos barrios de chabolas que rodean, casi sitian, la ciudad. Esa es precisamente la primera imagen que nos muestra Malle del corazón económico de la India, la del viajero que llega en tren a la ciudad y cruza, kilómetro tras kilómetro, interminables barrios de chabolas, donde la población se renueva constantemente, donde cada recién llegado sufre un proceso de aculturación, de perdida de sus raíces, incluso de su casta, esas castas centrales a la sociedad India, hasta convertirse simplemente en unas manos que deben desempeñar cualquier trabajo que se les ofrezca, por muy humillante, degradante o destructor que sea. Un destino sin posibilidad de mejora, simplemente porque el flujo de recién llegados es tan grande, tan continuo, que siempre habrá alguien más hambriento, más desperado que aceptará lo que otros se nieguen a hacer.


Una situación que puede parecernos lejana, propia de países atrasados que han perdido el tren de la modernidad, pero que es común a cualquier país afectado por movimientos migratorios, como somos nosotros ahora mismo. Simplemente, nosotros preferimos hacer como que no existe, miramos hacia otro lado, como los paseantes de la imagen, que no reparan en los hombres que tiran penosamente de las angarillas, convencidos de que eso es algo normal, que entra dentro del orden de las cosas, que siempre ha sido así y que siempre lo será. O, mucho peor, que todo evolucionará, en el futuro, hacia un estado mejor y que, por tanto, no es necesario preocuparse, pues es una situación transitoria que se resolverá por sí sola. Sin embargo, ya hemos comentado que la India afecta al viajero especialmente por sus contrastes. Bombay, por supuesto, no es una excepción. Como si en ella estuviera resumido el mundo entero, la cámara de Malle descubre regiones en la ciudad que podrían pertenecer a gentes separadas por miles de kilómetros, pero que, en realidad, en ese microcosmos que es Bombay, viven pegados pared con pared.


Como los musulmanes de la India, también fuera del sistema de castas, inferiores incluso a los intocables, pues estos al menos se nombran en el sistema. Gentes  sistemáticamente relegadas a los niveles más bajos de la sociedad, a pesar de las proclamas en sentido contrario del gobierno y de que, irónicamente, en población la India es el segundo país musulmán del mundo. Una situación, ambigua y paradójica, que se muestra gráficamente en las imágenes de una de las mezquitas de Bombay, situada en una isla y aislada por la marea alta, por lo que los fieles tienen que llegar a ella literalmente caminando sobre las olas.


Como es el caso contrario de otras minorías, también fuera del sistema, como los parsis, pero que al contrario de los musulmanes, forman parte de la élite y participan en todos los círculos del poder. Un contraste que se deba, quizás, a que los musulmanes de la India son en su mayoría conversos descendientes de antiguos intocables que vieron en el Islam la salida a su opresión, unido a que, para la mayoría de los hindúes, el Islam es la religión de los conquistadores surgidos de las montañas de Afganistán, los cuales, una y otra vez, se hacían con control del subcontinente, imponían costumbres extrañas, cerraban los templos hindúes y perseguían a los verdaderos creyentes, mientras que los parsis eran refugiados que huían del enemigo común.


Como es el caso asimismo de las élites occidentalizadas, que se consideran, paradoja de las paradojas, como los últimos ingleses, puesto que ellos aún mantienen vivos los ideales kiplingnianos de orgullo, sacrificio y trabajo duro, que se han desvanecido en su tierra de origen. Unas élites que no pueden evitar hacer ostentación de su cultura y educación, la cuales les sirven para encontrar una explicación científica y racional a todos los problemas de su país. Unas gentes ante cuya presencia, según muestra la cámara de Malle, no es posible evitar una sensación de déjà vu, de personas que repiten lecciones aprendidas de memoria y que las aplican mecánicamente, sin pensarlo, a una realidad con la que no se corresponden.


O como es el caso, finalmente, de un festival religioso hindú, ante cuya visión es imposible no dejarse fascinar, presa de ese sentimiento tan embriagador para un occidental, que supone contemplar una religión viva, sentida hasta lo más hondo por sus creyentes, y no convertida en industria folclórica para turistas. Una visión que por unos momentos hace olvidar la inmensa pobreza, la explotación, la ignorancia, la discriminación que es la experiencia cotidiana de la inmensa mayoría de la población hindú. Porque las últimas imágenes del documental, las últimas imágenes que rodará Malle en la India, si damos crédito al director, son las de unos trabajadores en una salinas empujando inmensas vagonetas de sal, en un trabajo extenuante y destructor que les ocupa toda la jornada. Horrendo, repulsivo y al mismo tiempo admirable y fascinante. Como la propia India.


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(1) Occidental avec caméra, deux fois occidental. Las frases en cursiva son reflexiones de Malle en el propio documental, que reflejan su opinión sobre lo que ve. Excepto esta, del primer capítulo de la serie, las que siguen pertenecen a cada capítulo que se comenta.


(2) A Goa, sur une des immenses plages habités des colonies hippies, un italien naturiste nous a raconté son désenchantement.


(3) Soy muy consciente de las connotaciones de la expresión Colonialismo Inverso, y cómo se utiliza en ciertos ambientes para  justificar la ocupación y explotación de los países del tercer mundo por un primero, en general, y el cierre de las fronteras a la inmigración, en particular. Sin embargo, he sido incapaz de encontrar otra expresión para esa postura mental, de ribetes totalitarios, consistente en meter en un mismo saco todo lo que no es nuestra cultura y asociarles una bondad y una pureza que demasiadas veces sólo está en nuestra mente.


(4) Mais ici, nous sommes bien au-delà de la technique… Ces gestes sont une prière, une invocation, La dance, c’est un yoga, c’est à dire un moyen d’aller au-delà


(5) Resulta curioso notar como esa idea oriental se filtra en productos de entretenimiento contemporáneos, como el anime Simoun de 2006.


(6) Nunca he podido evitar sospechar que la etiqueta Nouvelle Vague, como ocurre con la mayoría de movimientos artísticos, no es más que un porteaumanteu conveniente para englobar una serie de personalidades muy distintas y diferentes, a veces completamente contrarias.


(7) Nous allons tourner autour de lui avec la caméra, Il continuas a marcher, Il passe un seule fois, il n’y a pas un regard pour nous.  Il suit sa route. Les yeux fixés devant lui. Ailleurs.


(8) Yo mismo fui testigo de una escena similar al visitar una mezquita chií en Siria en el año 1998.


(9) De jeunes villageoises se tiennent a l’entrée du chemin du town…  Elles attendent un ministre qui a promis d’assister à la cérémonie. Un ministre communiste. Il est trop tard. Jeunes paysannes au regard fixe. Qu’attendez-vous vraiment? Je n’ai toujours pas compris.


(10) Un des gamins m’a demandé dans un anglais hésitant, si j’étais américain. Ma réponse négative, l’a troublé et il m’a demandé : alors, vous appartenez à quel caste ? Ce petit enfant sait déjà que les castes son des barrières entre des hommes.


(11) Je suis frappé par la tristesse de beaucoup de ces visages, la vie parait ici extraordinairement dure, extraordinairement difficile. La misère est partout en Inde, mais ici, chez cette population qu’on ignore et qui disparaissent lentement, il devient pathétique.


(12) la pauvreté de L’Inde, on ne peut pas se habituer, même après quatre mois de séjour. Elle frappe sur tout sur les villes, où elle prendre un visage terrible.