Sinfonía (animal) en la carpintería.
Tomado de los cuadernos de notas de Siótilis
| por Mauricio Álvarez-Mesa


“He visitado treinta y un planetas habitados del Universo, y he estudiado informes de otros cien. Sólo en la tierra se habla de «libre albedrío»”.


Kurt Vonnegut. Matadero cinco.



I.


¿Cómo empezar? Ese es siempre el primer problema.


Primero que todo (vamos a) aclarar quién habla. Contaré yo las historias de él. Yo soy su voz.


Él seguía siendo un deambulante. Buscaba, por decirlo en palabras de Reinaldo Arenas, “la puerta de salida”, o mejor aún, la puerta de emergencia. Él pensaba que había un gran enredo en “todo esto” y decía que la única manera de resolverlo era “abandonando el show”. Para eso necesitaba la puerta, para poder salir de nuevo al “aire libre” y ver las nubes blancas y el viento agitando los árboles.


¿Qué tiene que ver todo esto con el cine? Hay que reconocer que él, que otrora fue lo que algunos llaman un “cinéfilo comprometido”, estaba cada vez más alejado de las salas de cine, de las revistas de cine, de las discusiones sobre cine, de las teorías sobre las discusiones de cine y de “todo eso”. ¿Entonces? Según él mismo decía, no estaba lejos del “cine en sí” y llevaba mucho tiempo tras una pista importante, algo que revelaría una conexión, un mensaje que resultaría inteligible al unir varias piezas en apariencia inconexas. Esa era su especialidad: unir lo separado, fundir lo disímil, pero no en un acto de ciega arbitrariedad, sino uniendo las cosas por medio de encajes perfectos, pero aún no vistos.


Pero, ¿y el cine?


Todo empezó con unas películas de Andrei Takovski, El espejo principalmente; pero también Stalker, Nostalgia y Sacrificio. Allí él vio, por primera vez, al viento que agita los árboles, y no es que nunca hubiera visto tal cosa, sino que allí “lo entendió”, lo sintió, lo vivió como un gesto (¿de quién?) tremendamente humano y por eso mismo Universal. Pero no se trataba de una idea o un mensaje escondido. Hacía mucho tiempo que él había abandonado la interpretación en el cine, en la literatura... Era la imagen del viento agitando los árboles en sí misma la que se comunicaba directamente con su “espíritu”. Reconoció entonces que allí “había algo”. Un innombrable. Una imagen reveladora. Un aviso.


Apichatpong Weerasethakul

La segunda vez que vio esa señal fue en una película de Apichatpong Weerasethakul: Syndromes and a Century (Sang sattawat). Allí estaba, de nuevo, con total nitidez: el viento que agita las ramas de los árboles. Entonces entendió, con una comprensión instantánea, profunda y clara, que esas dos películas, y aún más allá, que esos dos directores estaban “hablando de lo mismo”. Aunque había visto esas películas varias veces, era eso (el viento que agita los árboles) lo único que recordaba con exactitud. Este hecho le reafirmaba la relevancia, podemos decir, la singularidad de tales escenas, que a ojos casuales carecían de vital importancia. Precisamente para él se trataba de eso: de un asunto de vital importancia.


Estas intuiciones se vieron reforzadas cuando fue al cine a ver Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives (Loong Boonmee raleuk chat) también de A. Weerasethakul. Allí no solo estaba el viento, los árboles, la noche del bosque, sino que estaban los gorilas de ojos rojos luminosos y la vaca que caminaba tranquila por la pradera. Todo aquello en un tono oscuro como si estuviera cubierto por una gran sombra. Uno de los personajes había huido al bosque y se había unido a las criaturas de ojos incandescentes. Desde la espesura del bosque tropical miraban a los demás, y aún más allá, miraban a los espectadores en la sala de cine como haciendo una gran pregunta “Y ustedes ¿qué?”. Ahí fue cuando él notó esas risitas que dejaban escapar un grupo de mujeres sentadas justo detrás suyo. Cuando la película se terminó esas mujeres cambiaron las risitas por risotadas, como diciendo “Y esta película ¿qué?”. Claramente, según él, se trataba de la misma reacción que habían tenido los primeros espectadores de El espejo. Relata Tarkovski, en su libro, lo que un espectador le había escrito en una carta: “Nosotros, los pobres espectadores, tenemos que ver películas buenas, malas, a menudo muy malas o mediocres, a veces también algunas muy originales. Pero todas ellas se entienden. Uno se puede entusiasmar o las puede rechazar. Pero, ¿esta? …”


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II.


Hay que reconocer, sin embargo, que todo esto él lo vio con claridad no al mismo tiempo que vio aquellas películas o al leer tales declaraciones. En esos momentos “todo eso” no era más que una sutil intuición. La claridad le llegó una noche que recibió una llamada de ninguna parte (como una orden secreta) para proponerle que fuera a un concierto. Era una sábado de finales de enero en la noche. El mensaje decía: “Neue Vocalsolisten, 21:00h”. Leyó el mensaje y salió de inmediato. Se decía a sí mismo que “tenía una cita”. Escuchó el concierto. Y fue allí, como si esa música desaforada destapara su mente y la liberara de un fuerte atasco, que vio todo con claridad, “todo” quiere decir: las relaciones, las señales: Tarkovski, Weerasethakul, Messiaen, Reinaldo Arenas. Por ahora “dejémoslo ahí”, dijo.


En la primera parte del concierto 6 voces e instrumentos variados transcurrían desenfrenados como si la música fuera conducida por alguien que apenas está aprendiendo a manejar un coche: acelerones intempestivos, frenazos en seco, amagues de avance, apagones, reversazos. Los instrumentos incluían llaveros llenos de llaves, hojas de papel que se rompían y arrugaban, cantantes que se tapaban la boca o se daban, literalmente, golpes de pecho. El contrabajo era tocado como si fuera un serrucho, un arco de violín se hacía vibrar contra unas tapas de olla. Todos los músicos leían atentamente, casi con desesperación, la partitura como si no pudieran creer lo que allí se decía: “Ahora llavero entra en caja de metal", “canta como si fuera un bostezo”, “contrabajo desesperado en modo serrucho”.


Después de un descanso y de una segunda pieza comenzó la obra central: “Matra”, de Oscar Bianchi. Una cantata para ensamble vocal, ensamble instrumental, trío concertante y electrónica, según el título del programa. Para él (nuestro personaje) se trataba mejor de una sinfonía (animal) en la carpintería. El ensamble vocal se comportaba, según el momento de la pieza, como una jauría de monos que quisieran dar un discurso, como felinos cansados de correr por el bosque o simplemente como humanos de otro tiempo que se comunicaban por gemidos.


En el ensamble instrumental había una mujer que tocaba un instrumento que parecía un híbrido de telescopio, microscopio y perchero. Tenía unas palancas que ella agitaba con sensualidad (como si estuviera tocando el cuerpo deseado, dijo él) y producía un sonido como de viento que agita los árboles en la montaña.


A veces los metales soplaban sin producir más sonido que el de un viento seco. El contrabajo seguía firme en su papel de serrucho destructor. En otras ocasiones todo quedaba en silencio por varios segundos y, a partir de allí, cada uno se escuchaba obligatoriamente a sí mismo. Cada uno quedaba con su ruido interno. El silencio lo rompía una especie de saxofón que era tocado como un globo inflable, no emitía notas sino “escapes de aire” como si el instrumento estuviera vivo ( y fuese un ¿animal?) y el músico apenas pudiera controlarlo. El resto de la obra siguió así sucesivamente.


III.


Fue escuchando esta bacanal sonora que él pudo clarificar un mapa de señales en su mente. No hay punto de partida, ni final, ni tampoco es una historia circular, ni una historia, ni mucho menos una no-historia. Quizá solo sean los ecos de una sinfonía animal (en la carpintería). Está Messiaen, por supuesto. De alguna manera podría decirse que todo esto comenzó con el Quatuor pour la fin du Temps y el Chronochromie. ¿Y cuál fue el origen, la “inspiración”, para las obras maestras de Messiaen sino el canto de los pájaros? ¿No fueron ellos los que lo “rescataron” en varias ocasiones? Cuando escribió y dirigió por primera vez el Quatuor, en un campo alemán de prisioneros de guerra, ¿no fueron los pájaros los que lo “elevaron” para poder componer una música que va más allá del apocalipsis, del terror, y de la caída en la nada absoluta, y que viaja por un tiempo nuevo, resucitado? ¿No fueron los pájaros quienes le enseñaron un camino para salir del atolladero en que se había convertido la música clásica en el Siglo XX, dictándole las notas como como lo hace un profesor con su alumno en una clase de ortografía? ¿No fueron, entonces, los pájaros quienes salvaron doblemente a la música, primero del horror y después de la autodestrucción?


¿Son entonces estos intérpretes de ahora herederos de tal tradición avícola? ¿Dan gracias a los pájaros? ¿Hablan con ellos? ¿Les escuchan? ¿Qué dicen los pájaros de hoy, los nietos o tataranietos de los que hablaron a Messiaen, sobre la música, sobre las amenazas que pesan sobre ella? ¿Dónde están el horror y la autodestrucción ahora? ¿En el ruido interminable que no deja escuchar ni siquiera el canto de los pájaros? Al menos está Einojuhani Rautavaara y su Cantus Arcticus, decía.


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Apichatpong Weerasethakul

IV.


Esa misma noche, en esa misma audición, pensó que quizá los animales tendrían un mensaje, sino unificado, al menos reconocible. Esa era la gran pista. Por supuesto que no se trataba de una idea original suya. Ya Reinaldo Arenas (o Lázaro Gómez Carriles) había indagado esos caminos. “La vida queridos amigos, no es más, pero tampoco es menos que un juego”,  decía el mono “en tono zumbón” en la asamblea de animales a la que asistía El Portero de Arenas. Para luego agregar:


He ahí otra diferencia entre nosotros y el hombre: nosotros no tenemos máscara, somos. Ellos para ser tienen que vivir en perpetua batalla demostrando que son. En ese juego que es la vida, ellos siempre pierden porque están contaminados de hiprocrecía, han infringido las reglas del gran carnaval. Ya no cometen travesuras sino mezquindades. No son joviales, nunca lo han sido, sino criminales, y lo que es peor, aguafiestas y cretinos y lo que es aún mucho peor, solemnes y enfautados”.


Él sugería que eso era lo mismo que dirían los simios de la película de Apichatpong. Que en su mirada está un reclamo implícito hacia nosotros por haber “roto las reglas del juego” y a la vez una invitación a retornar a “aquello” justo donde lo habíamos dejado. En la segunda parte de Tropical Malady los personajes vuelven al bosque y allí está de nuevo el viento que agita las ramas de los árboles, un mono que en su lenguaje puede advertir a los humanos de lo que pasa, un tigre, un fantasma, un ser que solo vive en los recuerdos de los demás, el espíritu de una vaca que regresa a la espesura, una cueva. Al final, casi derrotado, muerto de miedo, el hombre se enfrenta al tigre, a su memoria, a sus fantasmas.


V.


Pero él no no estaba preparado para entender todas esas señales. Esa segunda parte de Tropical Malady seguía siendo un misterio en su interior. Él tampoco buscaba desentrañarlo. Se satisfacía en contemplar. En vivir.


Llevaba varios días intentando dar fin a estas palabras, como si fueran un discurso a ser pronunciado en una asamblea, y no encontraba un hilo, una lógica que pudiera conducirlo a una salida digna. ¿Qué tipo de discurso es este? ¿A quién va dirigido? ¿Quién lo escribe? Pensó que al menos podría ser sincero, si eso vale de algo ahora mismo. Llevaba varios días escuchando en su interior la música del Aria (Cantinela) de la Bachiana Brasileira  No 1 de Heitor Villa-Lobos. Esa música no lo abandonaba, él decía que era su única compañía, el alimento de su alma. La voz de Victoria de los Angeles era un bálsamo para su espíritu. Quizá Villa-Lobos era la clave que le faltaba, era el puente que uniría definitivamente a Apichatong Weerasethakul con Andrei Tarkovski. La música de la selva en forma de un Aria. Brasil como un puente entre Rusia y Tailandia. Cualquier lugar perdido del alma humana. No era necesario un largo ensayo, no había que derramar más palabras, no era necesario contradecir tantas voces técnicas y heladas sobre la música y el cine. Ya no había tiempo para eso. ¿Acaso debía excusarse por terminar así estas palabras?, él había dado su palabra de indagar en la obra de A. Weerasethakul, y aquí había venido a cumplir. Pero parece que se encontró con otra cosa. Se encontró en un sueño con los gorilas de Apichatpong, vio también al tigre, siguió a la vaca por la pradera oscura. Siguió unas huellas dejadas por seres de otro tiempo. Ellos lo llevaron junto a la gran marcha de los animales de Reinaldo Arenas mientras seguía escuchando a Victoria de los Ángeles cantar en su interior una música llena de pájaros, mientras Heitor Villa-Lobos viajaba a París, a Manaos, la selva, el trópico, y se encontraba con Satie y Milhaud, los árboles, el viento, perros, cuervos en los tejados helados, un árbol enorme sin hojas en medio de edificios, sus ramas movidas por el viento, el aire frío, acceder por allí a otra lógica: Reinaldo Arenas hablando a su oído con un dulce acento, las Bachianas brasileiras como una música infinita, Tropical Malady como un misterio sin resolver, El espejo como una película inacabable, siempre abierta. Al final, una retirada al silencio, la Luange à l’Éternité de Jésus de Messiean sonando fuera del tiempo.


Noche silenciosa, 1:00 am, 10 de marzo de 2012. Berlín.


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Apichatpong Weerasethakul
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