JLG/AK. Retrato de diciembre | por Paula Pérez

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El cine ha pasado todos sus años de existencia persiguiendo a la vida, intentando atraparla en una carrera exhaustiva mientras esta parecía escurrirse. En los años 60 parecía estar sin aliento, fatigado del viejo Oeste, de tipos duros que saben siempre dónde apuntar, de perfección estilística. El cine quería ensuciarse las manos y ser libre, rebelarse contra todo. Pero también quería sentarse a descansar, tomarse un tiempo para mirar, aprender a filmar simplemente el cielo. Saber verlo y no limitarse a mirarlo.


En este contexto apareció Jean-Luc Godard, que tenía ojos y se puso a filmar con ellos. Fue él mismo quien supo darle la importancia al acto de ver, diferenciándolo de la mirada: “Hay dos tipos de cineastas. Los que caminan por la calle con la mirada en el suelo y los que lo hacen con la cabeza alta. Los primeros, para ver lo que ocurre a su alrededor, está obligados a levantar la cabeza a menudo y de repente, y a girarla tanto a la derecha como a la izquierda, abarcando con varios vistazos el campo que se ofrece ante ellos. Ellos ven. Los segundos no ven nada, miran, fijando su atención en el punto preciso que les interesa” (1).


Al otro lado de la retina, y por un tiempo, se encontró Anna Karina. Juntos protagonizaron una historia de amor, o de odio, que empezó en blanco y negro y terminó en color. Los protagonistas son Jean-Luc y sus chicas. Veronica, Angela, Nana, Odile, Paula, Natacha y Marianne. La piel pertenecía a Anna, que intentó ser todas las mujeres del mundo, y que a la vez era solo una con distintos vestidos, con distintos peinados.


JLG/AKA veces pienso en Anna. Pienso en su perpetua sonrisa triste y en sus ojos tan pintados. Anna no crece. Es eternamente azul, eternamente suave, eternamente dulce. Se sentó en el suelo de los 60. No espera nada. Pienso en ella porque creo conocerla, haber compartido algo. Porque sé a la perfección cómo se arruga su boca cuando hace una mueca, sé cómo llora y por qué, y sé qué forma toma su pelo por las mañanas aunque nunca la he visto despertarse. Sé, por lo tanto, que Anna no piensa en mí y que Jean-Luc tampoco lo hace. Sin embargo, fuimos todos testigos del nacimiento de una nación explosiva, un país tan breve como intenso, un trozo de una historia que no nos pertenece y a la vez es solo para nosotros. Anna Karina y Jean-Luc Godard fueron Francia años 60. Robaron un Alfa Romeo, cogieron el dinero y corrieron, se besaron a quemarropa, y se dispararon en el plano final. Nunca más se supo de ellos.


Godard manifestó una vez que fue el cine el que le enseñó la vida, el que le hizo saber cómo acercarse a ella. El proceso nace a través de la mirada, y solo así puede establecerse el contacto con lo real, que se encuentra agazapado tras el objetivo. De igual modo que Thomas, el protagonista desencantado y ávido de pulsión escópica de Blow-Up, Jean-Luc, el personaje protagonista de esta historia, tampoco sabía enfrentar y asimilar esta realidad si no era a través de una cámara; una distancia prudencial donde él elegía la luz, el grano de la película, qué ver y ante qué estar cegado. Una realidad artificial. Una vez más en palabras del autor, “este doble movimiento que nos proyecta hacia otro ser al mismo tiempo que nos conduce al fondo de nosotros mismos, define físicamente el cine” (2). No podemos olvidar que Jean-Luc supo de la existencia de Anna a través de la imagen, un anuncio de jabones. Mientras que Jean-Luc, ávido de imágenes, deambulaba por el Barrio Latino, por cineclubes o por la Cinémathèque de Henri Langlois, mientras escribía sobre cine entre dos países. Anna Karina pertenecía al mundo real antes de ser vista por Jean-Luc. Probablemente ningún otro autor ha sabido nunca mirarla de igual modo y a través de la misma lente.


Las figuras públicas son siempre objeto de la exposición de su vida privada. Lo sabemos todo. Hemos leído, visto entrevistas, hemos escuchado a Anne Wiazemsky contarnos cómo durante el rodaje de La Chinoise podía tener una discusión con Jean-Luc en su dormitorio y a la mañana siguiente se veía obligada a rodar una escena que sucedía en esa misma habitación, repitiendo las mismas frases que ella había dicho la noche anterior. Palabra por palabra. Es por ello que esta historia, privada, nos pertenece.


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JLG/AK: retrato en 3 pasos


1961. Une femme est une femme o el matrimonio


Es la primera vez que Jean-Luc consigue tener a su musa tras la cámara y, paralelamente, su matrimonio tiene lugar. Quiso tenerla antes y desnuda para Al final de la escapada, Anna replicó que ella no se desnudaba y Jean-Luc le contestó que en el anuncio de jabones ya estaba desnuda en la bañera. Anna estaba completamente cubierta de espuma y vestida bajo el agua, pero cualquiera se atreve a negar lo que Godard pudo ver con sus ojos en aquellas imágenes de apenas 22 segundos.


En la película hay ya cierta hipnosis por esta mujer que quiere tener un niño de inmediato aunque también podría haber querido irse a Marsella o comprarse un vestido de cien mil francos o una barra de chocolate y haber preferido la muerte de no ser así. Es un poco caprichosa, un poco volátil e infantil, una mujer infame. Sin embargo, a pesar de este encanto retratado por medio del cual las mujeres siempre acaban obteniendo lo que desean, apenas hay primeros planos que nos enseñan cómo es Anna de cerca. La vemos cantando, bailando, corriendo, jugando, pero Jean-Luc no sabe todavía cómo acercarse a ella, cómo franquear esa distancia. Apenas hay un momento íntimo entre Anna y Jean-Luc, mientras ella canta Je suis très belle en el cabaret, y este movimiento de acercamiento no es iniciado por la cámara, sino que sentimos que es ella quien nos aborda dirigiéndose inexorablemente hacia nosotros, quien decide estar ahí, tan cerca. Como si Jean-Luc permaneciera mudo y maniatado mientras la observaba por primera vez. Todavía no existe aquí la química arrolladora entre estas dos personas que más adelante fue capaz de sobrepasar e imponerse a todo el entramado cinematográfico.


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1962. Vivre sa vie o el amor terrible


Entre Vivir su vida y Una mujer es una mujer hay un océano. Anna ya no es Angela, ahora es Nana, más ella, más triste, rotunda y profunda, un anagrama de sí misma. Jean-Luc tampoco es el mismo. Ahora agarra con fuerza la cámara y se dispone a rodar una historia triste y, a la vez, una declaración de amor. No vemos en Vivir su vida ningún dispositivo fílmico evidente que nos descubra que esto no es una historia de ficción: ninguna cámara, ningún pertiguista, ninguna vía de travelling. Sin embargo, la presencia del autor y de su mirada incesante es algo tan palpable, que no es necesario hacerlo tangible.


JLG/AKEs aquí cuando el amor se manifiesta con tanta fuerza que deja al espectador exhausto, rendido y desarmado. Estamos ante la más pura devoción por una persona jamás rodada. A veces se impone la sensación de que Jean-Luc intentaba hacer una película sobre la prostitución, pero era completamente incapaz de arrancar sus ojos del rostro de Nana. Como resultado nos ofrece una película de amor, o más bien sobre el amor, o más bien nos ofrece el amor mismo sobre el celuloide, simplemente su esencia. Jean-Luc hace un terrible esfuerzo por separarse de ella, por negarle los primeros planos, pero no es capaz. En la imagen solo está ella, enclaustrada para siempre entre los márgenes del encuadre y desde todos los ángulos posibles. Vivir su vida es un ejercicio exploratorio y exhaustivo sobre la persona.


Bresson dijo en su Notas sobre el cinematógrafo: “Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas”. Es exactamente eso lo que ocurre entre Jean-Luc y Nana en esta película: ambos se olvidan del mundo y miran sus miradas, y todo el equipo, y la película, enmudece; solo existen ellos y nosotros nos sentimos voyeurs invitados a una fiesta en la que sobramos. Queremos arrebatarles ese ballet de ojos, hacer nuestra esa fascinación. Godard se enamora en ese preciso instante detrás de nuestros ojos, como si la declaración de amor debiera escribirse en la ficción antes de tener la posibilidad de existir en la vida.


A pesar de esto, el amor ha de morir y la tragedia ha de imponerse. Nana muere, lejana, en el plano final.


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1963. Le mépris o la carta de desamor más cara de la historia


JLG/AKAl establecer el final de su relación en El desprecio me estoy olvidando de Natacha von Braun, de Paula Nelson, de Odile, de Veronica Dreyer, y de la más difícil de ignorar, Marianne Renoir. Sin embargo, por muy perfectas que sean cualquiera de esas películas, considero que ya no hay en ellas Jean-Luc y Anna, sino un director y su obra.


El tema de El desprecio son las personas que se miran y se juzgan, que después son miradas y juzgadas por el cine. Es también una historia fatal, un momento de dolor en el que Jean-Luc abandona a su musa y la cambia por la voluptuosidad de Brigitte Bardot, que es prácticamente una antítesis de Anna Karina. A pesar de ello, hay cierta crueldad en sustituir a tu mujer por otra mujer que la interprete. Porque es Anna la que está detrás de Camille, o quizás es Nana, la mujer que más amó Jean-Luc, con su mismo peinado y sus mismas frases. Una vez más, palabra por palabra.


Conozco algunas historias de desprecio. Hace muchos años leí en un libro una historia que no he sido capaz de olvidar. La contaba Anna Karina en primera persona, y decía que durante una crisis en su relación, localizada allá por 1963, Jean-Luc era cruel y mezquino con ella. La abandonaba constantemente, durante periodos de tiempo muy largos, sin darle explicaciones. Él se iba lejos, ella se quedaba sola. Una noche fueron a una fiesta, no recuerdo si fueron juntos o, lo que es peor, se encontraron allí. Él, como de costumbre, empezó a ignorarla y se fue con otras personas, y Anna, como buena mujer que es, se le ocurrió que podría ponerse a bailar con otro chico para así despertar los celos de su marido. Así lo hizo. Jean-Luc, al ver a Anna con otro hombre que no era él, se acercó a ella y le dio una bofetada en medio de la pista de baile. Anna, lejos de sentirse una víctima, llorar o correr, reconocía haberse sentido feliz, muy feliz porque, por primera vez en mucho tiempo, Jean-Luc parecía volver a quererla para él.


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El desprecio es desgarradora, y es también la elegante manera que tiene Jean-Luc de decir adiós a esa chica que quiso dejar escapar tan fugazmente, que intentó cambiar de vestido, de peinado, de nombre, pero que acabó aburriéndole porque todas las personas son agotables y tienen un fin y un fondo. Los personajes, el cine, no lo tienen.


Jean-Luc Godard y Anna Karina pasaron 20 años sin verse y en 1987 les reunieron en un programa de televisión italiano. Él aparece fuerte y despiadado, ella parece rompible y afectada. El presentador les preguntaba que cómo era eso de pasarse el día rodando con alguien y luego volver a casa por la noche y encontrarte a la actriz en tu cama. Él responde que quería lo que todos esos directores que él admiraba tenían. De igual modo que Orson Welles tenía a Rita Hayworth, Sternberg a Marlene Dietrich, Renoir a Catherine Lesserine… Él quería un prototipo que le permitiera hacer películas. Este prototipo servía para filmar determinadas obras pero luego dificultaba volver a la vida real, por lo que no funcionó. Anna Karina rompe a llorar y se va del plató, aludiendo a que es muy emocional, o que está muy emocionada, que viene a ser lo mismo. Todos sabemos lo que acaba de pasar aquí porque ya hemos presenciado esta escena en 1965. Podemos olvidar esta cruel reinterpretación que es dolorosa porque pertenece a la vida, protegernos de esta dosis de realidad volviendo, una vez más, sobre la ficción:


JLG: ¿Por qué estás triste?
AK: Porque me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos.
JLG: Imposible hablar contigo. No tienes ideas, solo sentimientos.
AK: En los sentimientos hay ideas.
JLG: Tratemos de hablar en serio. Dime lo que te gusta, lo que deseas, y yo haré lo mismo. Empieza.
AK: Las flores. Los animales. El azul del cielo. El ruido de la música, qué sé yo... todo... ¿y tú?
JLG: La ambición. La esperanza. El movimiento de las cosas. Los accidentes. ¿Qué más? No sé, todo…
AK: ¿Ves? Hace 5 años yo tenía razón. No nos comprendemos.


La Anna que todos conocimos y robamos para nosotros murió en 1966. Probablemente, el Jean-Luc que nos enseñó que filmar a una mujer y amar a una mujer son el mismo verbo tampoco volvió a ser nunca el mismo. Dijo que el tiempo de la acción se había terminado y que llegaba el tiempo de la reflexión.


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(1) Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard. Cahiers du Cinéma, n.º 85, julio de 1958.


(2) Jean-Luc Godard: un posible cuaderno de viaje. Dossier Cineteca Nacional, 1966.