Vivir su vida y Doble suicidio: la tragedia y su representación existencial | por Álvaro Peña

Vivir su vida | Jean-Luc Godard

Sin concretar ideologías, credos o éticas particulares, nada nos diferencia a cada uno de nosotros del resto como la manera de pensar en la muerte. Ninguna convicción escapa de ser violentada por el hecho absoluto, ningún ideal resuelve en nuestro fuero interno una disonancia cognitiva que ya a los veinte, a los treinta, a los sesenta, reconocemos permanente. Tampoco contamos ya con el andamiaje cultural que, del animismo primitivo a la trascendencia utilitarista de L. Ron Hubbard, ha venido aliviando tan onerosa carga de nuestra conciencia, enajenado a cada minuto por un proxy mediático que discrimina y poda el corpus filosófico heredado. Reflexionar sobre la muerte ahora equivale a sustraerse del huracán de imágenes que conforma la dimensión pública de nuestra existencia, un lujo exclusivo de aquellos capaces de construirse un sólido refugio mental, sin grietas desde las que atisbar la performance que llamamos mundo exterior. Y ¿quién quiere abandonarse a la aventura del ermitaño, a sabiendas de que se trata de un camino que termina en Bergman (1) o en el Timothy Treadwell de Grizzly Man (Werner Herzog, 2005)?


La inhibición generalizada frente a tales riesgos se refleja en la crisis de aquellos géneros sustentados en una mirada fértil sobre la desgracia humana; esto es, la comedia y la tragedia. En cuanto a la primera, la crítica parece resignarse a celebrar su creciente nihilismo artístico, una opción vetada a la otra por el diferente contrato con su público objetivo. Mientras que el mecanismo de la comedia se fundamenta en romper sus expectativas, el de la tragedia obliga a llevarlas hasta el extremo según el modelo shakesperiano imperante en nuestra tradición dramática. Esta se orienta a la representación de un sufrimiento de resonancia cosmológica inabarcable desde una mera lectura ética de las acciones del protagonista, el cual no puede categorizarse como héroe o villano. (2) Aunque el arquetipo parezca asumible en el contexto contemporáneo de relativismo moral, la divergencia es manifiesta en tanto no se constata una contrapartida vinculada a ominosas cargas existenciales, sino a un devenir colectivo que dispersa el drama personal en una expresión poliédrica y disonante.


Otra vía posible para la tragedia puede explorarse en torno a Chikamatsu Monzaemon. Si bien ha sido comparado con su coetáneo inglés por sus obras de ningyô jôruri, (3) aquellas historias no se centraban en nobles o aspirantes a grandes fortunas, abordando en su lugar las vidas malogradas de la casta más baja de la era Edo, formada por los mercaderes y demás habitantes del ukiyo. En el “mundo flotante” la pasión y el dolor no hallan correlato con visiones holísticas del ser, puesto que nacen de las interacciones concretas y habituales en un marco social carcelario.


Si acudimos a su texto de mayor renombre, tal es la situación de Los amantes suicidas de Amijima. (4) Jihei y Koharu, un modesto comerciante de papel y una prostituta del barrio de placer, (5) no pueden dar rienda suelta a su amor debido, por un lado, a las obligaciones de esposo y padre de familia de él, y por otro, a la deuda contraída con el burdel por ella, que deja su suerte al capricho de un ricachón. Mediante el doble suicidio (shinjû) que ambos pactan se escenifica su rebelión contra el destino, lo cual ya se aleja de los designios de la fatalidad característicos de Shakespeare. De hecho, sin necesidad de extrapolar en exceso, su cruenta liberación de lo mundano nos remite al escapismo virtual con que suplimos nuestra incapacidad de transformar el entorno.


En sintonía con esta noción de funesta libertad, la actitud de Chikamatsu hacia el triste final de los enamorados acusa la entonces extendida tendencia al embellecimiento, propiciada por la paz duradera que trajo a Japón el shogunato de los Tokugawa. Paralelamente al desarrollo de una escolástica del guerrero centrada en la muerte, esta asimismo cargaba de connotaciones idealistas las representaciones dramáticas del pueblo llano, como el kabuki Soga no taimen o la celebérrima pieza de bunraku sobre los 47 rônin de Chûshingura. No obstante, la espiritualidad con que el autor ennoblece la determinación de los jóvenes atañe incluso a la estructura, ya que, al igual que en otros trabajos suyos de temática similar, el núcleo del drama se localiza al final del tercer acto, en un pasaje conocido como michiyuki  o “camino de los amantes”.


Este fragmento describe la desesperada huida de la pareja hacia su sino, inapelable a esas alturas, expresando «la tensión dramática entre la tragedia inevitable de la muerte y la esperanza de renacer en el Paraíso de la Tierra Pura». (6) La salvación budista se evoca con fuerza al cabo de tortuosos andares, después de esparcir recuerdos y lamentos en un solitario paisaje atravesado por varios puentes. Cruzarlos conlleva un doloroso proceso de abandono de los vínculos con el mundo material, explicitándose gráficamente en el corte de moño con que Jihei se despide de las obligaciones hacia sus seres queridos. Las reiterativas alusiones al Más Allá, directas -la colocación del cuerpo de Koharu obedeciendo la tradición funeraria- o metafóricas -el sonido de campanas, la flor efímera del cerezo-, así como la lírica descriptiva que predomina sobre la narración en este pasaje, sugieren una mística de sacrificio que se opone a la fuerza invisible del destino. (7) El mismo narrador certifica la conmoción social que provoca la historia como un primer paso hacia la trascendencia de los amantes, convocando finalmente la justicia ultraterrena que a su juicio merecen.


Doble suicidio | Masahiro Shinoda

Vivir su vida, existir en la nuestra


Sin tener a Chikamatsu en mente (que sepamos), Jean-Luc Godard expuso en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) su propia tragedia de los débiles a través de las andanzas de Nana (Anna Karina), una aspirante a actriz que se ve arrastrada al submundo de la prostitución. Anticipando cierta simpatía entre el filme de Godard y el comentado jôruri, y sin sacarse de la chistera fantasmagóricas influencias comunes, merece la pena amparar un diálogo entre ambos en tanto que representaciones convergentes de un ideal trágico.


El cineasta nos presenta un retablo de las desventuras de la protagonista en pos de un sueño en fuga, dividido en doce segmentos débilmente interconectados. Como hemos adelantado, la estructura in crescendo en que se desgranan tales desdichas nos remite a un tono trágico, puntuado mediante recursos tan clásicos como las repeticiones del leitmotiv de la banda sonora -cuyo éxito refrendaría en El desprecio (Le mépris, 1963)- o los rótulos que anuncian el contenido de cada episodio. Su apresurado comienzo, un in medias res dramático en el que Nana abandona a su pareja para buscarse un futuro alternativo, desemboca en una espiral descendente tan vertiginosa que a mitad del metraje ya no hay cabida para la catarsis shakesperiana.  


Su lugar lo ocupa una suerte de michiyuki, un tránsito por la tierra de condenados en que Godard transmuta el París de los sesenta. El escenario repercute en sus criaturas diversas tribulaciones originadas en lo económico, lo cual se debe menos a la conciencia política que veríamos desenvuelta en Todo va bien (Tout va bien, 1972) que a la asunción ¿inconsciente? de arquetipos del Naturalismo más reactivo, aquel que siguiendo la máxima de Zola de rehuir lo trágico (8) paradójicamente terminaba por cantar a la tragedia de la vida. El director se recrea en un fresco de chulos, clientes sin escrúpulos, policías y otros actores al servicio de un implacable laissez faire. Antes de reveses más serios, dan a entender el desapego de Nana hacia tal ambiente secuencias tempranas como la de la tienda de discos, con el punto de vista atrapado en una toma lateral que recorre de un lado a otro el mostrador hasta hallar una salida a la calle; o el rifirrafe con su casera, cuya dinámica coercitiva queda registrada en un gélido plano cenital.


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Vivir su vida | Jean-Luc Godard

Sin embargo, tanto este decorado parisino como el Edo de pasiones y burdeles que evoca Chikamatsu presentan un cariz marcadamente instrumental. Volviendo al autor nipón, antes que reflejar con exactitud cualesquiera penurias de la ascendente clase de los chônin (comerciantes y artesanos) que constituía el grueso de su público,  la realidad que esbozaba le permitía construir una expresión trascendente o suprarrealidad, cristalizada en el pasaje del michiyuki. La diferencia con una fantasía -o si se prefiere, una obra religiosa- es que dicha esfera no se manifiesta en el mismo plano de la ficción, sino que únicamente existe como categoría moral, un brindis que el dramaturgo propone al respetable por dos almas que merecen ser salvadas o, cuanto menos, comprendidas. El cielo literario se corresponde así no tanto con un reducto de justicia social (su potencial subversivo es muy discutible) como con un palacio del espíritu donde determinadas certezas éticas y filosóficas encuentran su lugar.


Es en esta cota artística más elevada donde conectamos los imaginarios trágicos de ambos autores. Sin perder de vista la hibridaciónsemiótica a la que acostumbra el franco-suizo, su gramática también remite a un espacio existencial recurrente dentro de su obra: el propio cine. La célebre alternancia entre el rostro de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928) y el de Nana contemplando su proyección en una sala va más allá de un destino compartido en clave naturalista, al validar una tragedia con la representación de otra. El montaje entre los dos fragmentos desplaza así la ontología del propuesto por Godard, desde su esencia de ficción subsidiaria de su tiempo -quisiera o no, convulsionado por la masacre de París de 1961- hacia un universo ordenado por la ética de la imagen del director. No hablamos de la moralina propugnada por Rivette en torno a un código teórico de rectitud visual (9), sino de creer en la trascendencia de unos personajes por encima de su formulación literaria, prolongada en un metadiscurso cinematográfico que haría aquí las veces de Tierra Pura budista.


Hay numerosas muestras de ese lenguaje que permite el salto de lo vital a lo existencial en Vivir su vida. El último tableaux lo enuncia explícitamente con una cita de El retrato oval de E.A. Poe, una descripción macabra de cómo una representación de la vida acaba absorbiendo a esta. Con las palabras del joven lector de fondo, vemos a Nana en primer plano ensimismada, fumando, pintándose los labios… Godard se apodera de su imagen y la lleva al olimpo fílmico en la siguiente escena, un abrazo entre los amantes repetido en jump cuts (10) mientras desfilan sobreimpresos rótulos con promesas recíprocas de amor y esperanza. Al integrarse el diálogo en el plano, desaparece el guión como ente separado (lo que precede al arte, es decir, la vida) y se funde con la expresión de un sentimiento (el arte en sí).


Similar idea es sometida a una cierta racionalización en una charla filosófica con un desconocido, con la que concluye el capítulo anterior. Los argumentos de dicha conversación  ponen de manifiesto dos planos diferentes de realidad, una cotidiana y otra más auténtica, ligada al pensamiento consciente. En un momento dado, Nana va más allá y defiende el amor como principio de ese estadio verdadero, instante en que irrumpe la banda sonora como si bendijera sus palabras. Asimismo en esta secuencia Anna Karina rompe la cuarta pared al mirar directamente a cámara, elevando las disquisiciones desde la ficción hasta el nivel de nuestra experiencia como espectadores. Todo apunta a que Nana goza de una existencia más allá de su vida desdichada, como también nosotros acaso podamos toparnos en el día a día con el amor del que nos hablan las películas.


Y por si no quedase clara la legitimación romántica de la tragedia, no podía faltar el baile con que Godard arropa a su protagonista en los pliegues del cálido tejido cinematográfico. A semejanza de John Ford o Béla Tarr, el autor aprovecha la naturaleza sensorial de este tipo de escenas para edificar un universo autónomo con mimbres casi exclusivos del séptimo arte. La subordinación de la cámara a la danza de la actriz afloja por unos segundos el nudo de lo real, prerrogativa que el autor volvería a concederse, por ejemplo, en la coreografía de los excéntricos granujas de Banda aparte (Bande à part, 1964), y que de nuevo nos remite a Chikamatsu.


Doble suicidio | Masahiro Shinoda

Y cuando caiga el telón…


En un contexto de dos Nuevas Olas casi coetáneas, la francesa y la japonesa, si respecto al mainstream Godard representa la diferencia, para Masahiro Shinoda nos sirve mejor el más matizado término de “contraste”, en virtud de la imbricación entre los géneros populares y la visión con que los aborda. Cineasta de formas clásicas, discurso moderno y aliento posmoderno, su filmografía participa de un paradigma contraintuitivo: el de la revolución continuista, tan opuesto a la ruptura radical con el legado anterior como entusiasta de su expansión hacia fronteras artísticas desconocidas. Su obra más famosa, Doble suicidio (Shinjû: Ten no Amijima, 1969), parte de esta concepción para ofrecernos un tratamiento de la tragedia diferente a los que hemos analizado, incluso en relación al modelo de Chikamatsu que adapta.


Sin duda cualquiera que conozca la película recordará su singular planteamiento. En lugar de limitarse a una traslación en imágenes del texto clásico, Shinoda revela su origen de pieza de jôruri  mostrando los engranajes de la representación teatral. Entre otros ejemplos, el prólogo sitúa en un trasfondo actual los preparativos de la función; durante esta, la cámara evidencia los decorados y otros trucajes sin disimulo; e incluso una misma actriz -Shima Iwashita, la musa del director- interpreta dos roles dispares, el de Koharu y el de Osan, la mujer de Jihei.


Lo más significativo, no obstante, es la continua intervención de los kuroko o tramoyistas propios del arte escénico para el que se compuso el texto original. En todo jôruri ejercen como marionetistas (hasta tres personas por muñeco a fin de manipularlos correctamente) o ayudantes de escenografía, moviendo o retirando el atrezzo según las necesidades del guión. A lo largo de Doble suicidio los vemos desempeñar labores semejantes, a veces compartiendo plano con los personajes como si fueran sus sombras. También alteran el entorno y “ayudan” a que la acción siga su curso previsto, acompañando con sus gestos y movimientos la narrativa de por sí establecida por la puesta en escena.


Del experimento sale reforzada la clásica idea de predestinación tan vinculada a nuestra noción de lo trágico, aun a costa de negar a los personajes una libertad que Godard o Chikamatsu sí les concedían. Ello motiva una tensión entre la tragedia de lo particular, que aún transpiran los fotogramas desde su base literaria, y aquel teatro de la vida shakesperiano al que aludíamos en la introducción, ahora invocado por la intrusión de códigos espurios al cine. La anomalía nos desconcierta. ¿Qué tiene que ver ese no-lugar dramático con la existencia humana?


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Vivir su vida | Jean-Luc Godard

Para contestar es necesario comprender la inversión de términos brutal que opera Shinoda sobre los mecanismos de representación del drama. El hecho de que los kuroko (literalmente, “ropa negra”) vistan de color oscuro de la cabeza a los pies obedece a una convención histórica del kabuki y el bunraku, la cual invitaba al espectador a sumergirse en el relato e ignorar a tales figuras accesorias, disimuladas en la penumbra del escenario por su atuendo. Aun considerando que el destinatario de la obra es un espectador japonés al tanto de estos usos, (11) su traslación literal al medio fílmico altera profundamente su función primigenia. Cabría aducir cierta independencia del sentido de realidad cinematográfica respecto a los artificios que la sustentan, según han demostrado cineastas desde Keisuke Kinoshita (La balada de Narayama [Narayama bushiko], 1958) a Lars von Trier (Dogville, 2003), por no mencionar casi toda la trayectoria de Godard. (12) Sin embargo, los ángulos de cámara y las elecciones de montaje de Shinoda confieren a los kuroko un valor diegético que va más allá del metalenguaje; en otras palabras, no se propone únicamente una reflexión sobre la obra artística en sí misma, sino que toman parte activa en su mensaje o discurso.


Y de nuevo encontramos en el michiyuki las claves más importantes para clarificar este significado. Hasta entonces, la trama se mantiene relativamente fiel al alma y la letra del original, con pocos asideros para una interpretación definitiva. Una vez emprenden la huida Jihei y Koharu, Shinoda nos sorprende desviando nuestra atención de la pareja al dedicarle una escena entera a un kuroko, quien declama parte de uno de los pasajes fundamentales de la obra: el hashizukushi o enumeración de los puentes que cruzan los amantes en su carrera hacia la muerte. Sin ceder a convenciones tales como una voz en off explicativa, quizá aceptable de pretender una adaptación literal, se nos muestra un recitador entre siniestro y pintoresco que usurpa el protagonismo a nuestros héroes. Lo que en un teatro encontraríamos normal, en el cine lo percibimos desconectado de los códigos lingüísticos del medio, derivando en una amputación de las connotaciones espirituales del fragmento. Naturalmente, no es posible constituir una gramática visual para expresarlas sobre una acción enajenada.


Tanto en este pasaje como en muchos otros del michiyuki y el resto de la obra, los anónimos artífices de su desarrollo disipan con su irrupción en pantalla la lírica que el texto atesora. La cuestión primordial no es si la suspensión de la incredulidad se rompe al poblar la ficción de elementos extraños a esta (sabemos que no tiene por qué); lo fascinante, en cambio, es el materialismo descarnado al que se aboca la representación de la tragedia al insertarlos. Sencillamente, lo que hace el director es negar la trascendencia de los protagonistas, al permitir que los kuroko ocupen el espacio existencial que Chikamatsu cedía al paraíso budista y Godard al imaginario fílmico.


Aunque directores como Ingmar Bergman o Bruno Dumont quizá suscribirían una hegemonía de la materia tal cual la hemos descrito, la óptica de Shinoda añade un elemento crucial. Relacionado con la opacidad del mundo más allá de nuestras propias vidas, el autor asume la existencia de un orden de naturaleza impenetrable y omnipresente, contra el cual batallamos hasta la inexorable rendición. Sin ánimo de exhaustividad, en su filmografía del mismo periodo que Doble suicidio dicho orden radica en la tradición cultural -contra la que se estrellan los misioneros jesuitas de Silencio (Chinmoku,1971)-, la condición femenina -la telaraña de afectos que atrapa al Haruo de El bosque petrificado (Kaseki no mori, 1973)- o las sumisiones emocionales -originarias de la deriva destructora de Keiko en Lo bello y lo triste (Utsukushisa to kanashimi to, 1965).


El discurso existencial de Doble suicidio nos sitúa asimismo ante un sistema explícito y novedosamente críptico, centrándose el interés en los conflictos que arbitra en su seno ante la imposibilidad de acceder a sus causas. Su exploración nos conducirá a la segunda anástrofe que el autor realiza de los preceptos del jôruri, a menudo ignorada por evidente, la cual consiste en reemplazar los muñecos por actores de carne y hueso.


La misma elección que juzgamos incuestionable en otra adaptación de una obra de Chikamatsu, la más realista Sonezaki shinjû (Yasuzo Masumura, 1978), conlleva matices inesperados en la de Shinoda por su contraste con los elementos teatrales mantenidos. La indiferencia y el mecanicismo del orden impuesto chocan con una humanidad que estalla en set pieces de honda carga emocional, tales como los apasionados encuentros sexuales entre los amantes o la desenfrenada reacción de Jihei cuando le arrebatan a su esposa Osan. La cámara lenta, los planos detalle, la violencia de algunos travellings y las desgarradas interpretaciones de los actores, entre otros recursos, (13) taladran el frío entramado al servicio de la tragedia con retazos de humanismo de posguerra, tan denostado por los realizadores de la Nueva Ola. El atroz final de la pareja, separados en un campo baldío al gris amanecer, adquiere una traza tan realista que nos hace difícil aceptar la imposibilidad ontológica de salvarse, transmitiéndonos esa conciencia del absurdo que a todos nos asalta en momentos de extrema flaqueza.


Doble suicidio | Masahiro Shinoda

Sería injusto acusar a Shinoda de crueldad frente a Godard, a la postre más frívolo asesino de personajes (no así en Vivir su vida, que lleva implícita una crítica al disfrute del dolor ajeno). El nihilismo que en ocasiones planea sobre sus historias -y que ya hacía de Pale flower (Kawaita hana,1964) una antecesora del jitsuroku eiga- siempre queda matizado por su admiración de la voluntad del ser humano, al margen de su desacierto a la hora de gobernar su destino. Este se ve cincelado por tribulaciones y estímulos ajenos a la verdadera identidad de los personajes, quienes yerran a su libre albedrío sin prever las reacciones de un mundo que no entienden.


En suma, nos hallamos ante dos modelos complementarios de lectura existencial de la tragedia. Godard asume un supuesto clásico (de ahí su mayor afinidad con Chikamatsu), la vocación trascendente de la desgracia, para el cual elabora un edén cinematográfico ad hoc capaz de albergar la existencia más allá de una vida infortunada. Shinoda parte de la premisa opuesta: las estructuras de la realidad carecen de ulterior significado, por lo que el concepto de vida humana debe construirse mediante la expresión artística, aunque su desnortada autonomía respecto a lo que la rodea implique condenarla a la tragedia. Ambos hallarían su lugar en la sociedad actual por mor de su distanciamiento de la cosmovisión shakesperiana, cada vez más extemporánea.


De momento, aún anidan entre nosotros las inquietudes de perpetuarnos (Vivir su vida) y de dar sentido a nuestro peregrinaje vital (Doble suicidio), en favor de las cuales nunca la oportunidad de integrarse en un imaginario colectivo ha estado tan al alcance de la mano. Retrotraerse a aquellos autores de los años sesenta es dar fe de una de las tareas incumplidas del relevo posmoderno, la cual estriba en llevar la promesa de eternidad a un presente continuo, de forma que la conciencia de la muerte no halle su expresión en el constructo psicosocial que nos hemos afanado en erigir. Ahora que hemos matado la comedia, le toca el turno a la tragedia.


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(1) Recomiendo la entrevista de Malou von Sivers al director sueco y su actor fetiche Erland Josephson, donde los entrevistados confiesan actitudes antagónicas respecto a la muerte (transcripción de la emisión de TV4 International Sweden, 5 de abril de 2000).


(2) Para A.C. Bradley, «[…] la tragedia shakesperiana demuestra la existencia de un poder supremo que reacciona con violencia frente al mal, pero misteriosa y contradictoriamente en el proceso destruye también lo que es bueno.» Mencionado en McALINDON, Tom. 2002. «What is a Shakespearean tragedy?». En: McEACHERN, Claire. 2002. The Cambridge Companion to Shakespearean Tragedy. University Press. Cambridge. p. 8.


(3) Teatro tradicional de muñecos, posteriormente conocido como bunraku.


(4) Para este artículo he tomado como principal referencia la traducción de Jaime Fernández de la editorial Trotta (2000), así como algunas de sus anotaciones.


(5) A veces aparece traducido como “cortesana” tanto en inglés como en español, lo cual da a entender incorrectamente un estatus de oiran o prostituta de lujo de la época, cuando se trata de una yûjo (“mujer de placer”) de baja categoría.


(6) HEINE, Steven. «Tragedy and Salvation in the Floating World: Chikamatsu's Double Suicide Drama as


Millenarian Discourse». En The Journal of Asian Studies, Vol. 53, No. 2. Mayo, 1994. Association for Asian Studies. Ann Arbor. p. 375.


 (7) Hasta el punto que algunos autores prefieren calificar la obra de “sentimental” antes que “trágica”. Véase SCANLON, Michael J. 2005. The rise of the Japanese Novel: Towards a neo-Darwinian approach to literary history. Meiji Gakuin University. pp. 286-288.


(8) «La tragedia debe desaparecer, su hora ha llegado; pues ya no era producto del entorno social [...]». ZOLA, Émile. 1893. The experimental novel and other essays. Traducción de Belle M. Sherman. The Cassell Publishing Co. Nueva York.


(9) Desmontado por SALGADO, Diego. De la abyección – Siglo XXI. Détour, nº 2. Marzo de 2011.


(10) Para entender el efecto podemos pensar en el cine de acción norteamericano, donde habitualmente se repite varias veces una misma explosión a fin de prolongar su espectacularidad. Igualmente, Godard regala un tiempo feliz a la pareja (y a nosotros) antes de que la realidad se lo arrebate.


(11) Conviene subrayar la abundancia de reflexiones acerca de la función del kuroko por críticos y espectadores de hoy en día, muy conscientes de la dualidad entre la estética del drama y los poderes que la articulan en la sombra.


(12) Slavoj Zizek da cuenta de estos procesos de deconstrucción cinematográfica en su ameno documental The Pervert’s Guide to Cinema (Sophie Fiennes, 2006).


 (13) Se ha señalado la desaparición o inactividad de los kuroko durante las escenas de sexo como indicios de lo Real más allá de un punto de vista prácticamente secuestrado. Ver CORNYETZ, Nina. 2007. The Ethics of Aesthetics in Japanese Cinema and Literature. Routledge, Nueva York. p. 172.

Vivir su vida | Doble suicidio
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