Las luces de Friday Night Lights | por Raphaël Nieuwjaer

La noche del sol azul


Ataviado con su nuevo uniforme verde, el entrenador Eric Taylor grita con determinación “Clear eyes, full hearts” sin que ninguno de sus jugadores sepa cómo continuar. Está lejos de Dillon, Texas. Da por concluido el entrenamiento y desea a todos una buena tarde. Tami, su esposa, se reúne con él en el campo. «¿Estás preparado para ir a casa? Sí, vámonos». Tras un plano rodado con cámara al hombro, un movimiento de grúa descubre, a medida que la cámara desciende y se aleja, los postes de un campo de fútbol americano. La pareja queda como una mancha cada vez más lejana sobre el verde tapiz de césped. Dos torres de luz, de una blancura absoluta, parecen colgar del cielo. ¿Van a perforar la oscuridad o acaso la divisan desde la distancia? Aquellos rayos azules, destellos blancos y vibraciones opalescentes que se inscriben sobre la imagen, continúan murmurando la historia que, durante cinco temporadas y 76 episodios, Friday Night Lights no ha dejado de contar: la de cómo la luz hace visible un lugar y la gente que lo habita, pues ayuda a crear, entre el cielo y la tierra, las nubes y el lodo, un espacio común. Las torres de luz se apagan. De ahora en adelante, Eric y Tami vivirán en Philadelphia, Pennsylvania. La serie acaba.


Este final sintoniza con la conclusión de la tercera temporada, cuando el futuro de Friday Night Lights era incierto. Al alba, la pareja descubría el terreno (baldío) del instituto de East Dillon. Tras el éxito alcanzado con los Panthers de West Dillon y su destitución promovida por el padre ambicioso de uno de los jugadores, Taylor se veía, una vez más, en la obligación de construir un equipo. Si DirecTV no hubiese permitido una continuación de la serie creada por Peter Berg, todo aquello podría haber quedado en fuera de campo, dejado a la imaginación de los espectadores. La cámara gira alrededor de Eric y el objetivo captura, poco a poco, los llamativos rayos, hexágonos o puntos de color que produce la luz, que confieren un tono amarillo pálido, casi blanco, a su rostro, antes de que recupere su color habitual. La pareja se abraza, inmóvil. A continuación, un movimiento ascendente de grúa desvela su soledad y, antes de que salga completamente el sol, deja que sus destellos extiendan sobre la pantalla una espesura dorada que dejará paso a una bruma difusa. Como una superviviente, la serie hará de este plano la conclusión de sus nuevos títulos de crédito. FNL se ha visto atravesada, de un extremo a otro, por transiciones entre el azul y el rojo, el rojo y el verde, por el mismo sentimiento de fragilidad, de fin inminente y gracia momentánea, que afecta a sus personajes. Solo la luz, con su evanescente insistencia, puede dar forma a ese sentimiento.


Friday Night Lights

Por encima de todo, son esas luces de largo alcance las que alumbran cada viernes noche el estadio de fútbol del instituto de un pequeño pueblo tejano. FNL despliega sus líneas sobre un campo donde se juega la vida de una comunidad, un deporte rudo donde los adolescentes se descubren a sí mismos, donde un entrenador y su esposa les ayudan a construirse. Sin embargo, la focalización sobre un espacio-tiempo limitado (un pueblo, los años de instituto) se revela como un principio narrativo de una extraña fuerza: el pueblo de Dillon está atravesado y reconfigurado por los puntos de anclaje o las líneas de fuga que siguen o emprenden los adolescentes protagonistas a medida que el tiempo avanza y se hace más presente la cuestión sobre su futuro. ¿Continuar o dejar el fútbol? ¿Encontrar un trabajo o seguir con los estudios? ¿Quedarse o marchar? Las luces de viernes noche son un cenit efímero local. Aunque paulatinamente enclaustrada en un mismo territorio, la serie avanza extendiendo su fuera de campo (a Texas, México o a cualquier otra población estadounidense). Tras abandonar el instituto o el pueblo, los personajes desaparecen pero continúan presentes como fuerzas dentro del relato.


El tratamiento de la luz descrito en ambos finales citados confirma la idea de un uso dramático, plástico y, en efecto, simbólico, que comprende tanto una «identidad visual», un pragmatismo, como una búsqueda estética. Como sucede con el uso del color verde en Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008 - Actualmente), los juegos de luces son recurrentes, ya desde los mismos créditos, donde las letras del título aparecen como reflectores de luz solar. Este trabajo de identidad visual es, además de consciente y elaborado, sin duda la parte más conceptual (en un sentido publicitario) de las series de televisión: una manera de distinguirse, dentro del flujo televisivo, a partir de sus principios «decorativos». La filmación continua con tres cámaras móviles -característica de la búsqueda de una sensación de directo que marcó los años 2000, aquello que Jean-Paul Fargier denominó el efecto teuve (1)- es, así, un sesgo de realización (al entrelazar identidad con pragmatismo). A fin de conceder libertad de movimientos a los actores, se ilumina -en lugar del plano-cuadro- un espacio amplio en el cual interactúan los intérpretes y los operadores. Así, la iluminación no tiene lugar fuera de campo sino, con frecuencia, en el mismo campo, en tanto que «punto-fuente» y/o «accidente». Situados a una distancia suficiente para que no parezcan focos de rodaje, los «puntos-fuente» no tienen, sin embargo, una justificación diegética (esta expresión marca la oscilación de nuestro punto de vista según si se establece en la imagen misma -el punto blanco- o en sus condiciones de producción -la fuente de iluminación). Así es por su uso dramático y plástico por lo que estas presencias alógenas encuentran, con frecuencia, su manera de integrarse en la imagen. En cuanto a los «accidentes», aquellos proceden de un grado intermedio. Sin entrar en una tipología, podríamos decir que son las consecuencias variadas de un modo de rodaje-iluminación que deja -en parte- a lo imprevisible la reunión entre óptica, luz e iluminación (aun siendo estas buscadas, pensadas y reflexionadas (2). La luz aparece así como rayos y emisiones tras su encuentro con la lente de la cámara (3). Sobre esta base, un estudio de tres secuencias nos permitirá acercarnos al trabajo sobre la luz en FNL.



Proyección (Temporada 1, episodio 21: Best Laid Plans)


Sin entrar en demasiados detalles, podemos describir esta escena como el momento en el que Jason Street, paralizado a consecuencia de un violento placaje (al final del primer episodio), es descubierto por su prometida, Lylah Garrity, mientras se besa con otra mujer, Suzy. Aunque la situación descrita sea arquetípica (los personajes enrollándose en el automóvil tras tener una cita), lo importante aquí consiste en la manera en que la luz reintroduce la idea y la experiencia de la proyección en el seno de las imágenes televisivas.


La secuencia se abre con un plano medio que encuadra lateralmente la camioneta de Suzy, aparcada junto a la casa de Jason. Ambos hablan de su velada en el restaurante mientras termina una canción. Acto seguido, un violento cambio de eje nos sitúa frente al vehículo. Recortado por la perspectiva trazada entre la cubierta del coche y el tendido eléctrico, el interior del vehículo, iluminado desde atrás, parece despegarse de las coordenadas del plano para funcionar como un cuadro autónomo. Desde ese momento, la escena se construirá a través de los efectos de pasaje entre interior y exterior, resultado a la vez de variaciones sobre el cuadro, la longitud focal y el eje. La puesta en escena es, de inicio, bastante simple: tras un racord en el eje que nos acerca a los personajes, la cámara frontal pasa de un rostro al otro en longitud focal (lo que hace desaparecer el parabrisas), y otras dos cámaras filman, por el hueco de los cristales de la camioneta, el campo y el contracampo.


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Este principio técnico, económico y estético de rodaje con varias cámaras es, posiblemente, el elemento constitutivo del efecto teuve -que tanto interés suscitó en cineastas experimentadores, como Jean Renoir, en busca de esa toma directa con los cuerpos de los actores, la situación y el lugar (4). Una escena o una secuencia no se construyen por corte, encuadre o montaje del plano (con toda la ambigüedad del término), sino a partir de la toma múltiple y simultánea, que identifica el espacio de juego constituyendo un aquí y un ahora. El efecto de directo se deriva de la sensación de que nada puede escapar a la cámara, situada en cualquier lugar (5). El montaje consiste, entonces, en la búsqueda de un ritmo, en adoptar el mejor punto de vista sobre la acción (esto es, el “más” visible), dadas las condiciones para «capturarla» (que no son necesariamente las más óptimas -la distancia, la cámara manejada en posiciones precarias, etc.). La impresión de directo es, de hecho, siempre doble: en la acción diegética, con sus intercambios verbales más o menos improvisados, sus momentos de pausa, con la dilatación y la aceleración de los momentos de acción; y en el propio rodaje, con sus «accidentes» (encuadres, flous, ángulos y movimientos abruptos de cámara, etc.) que no pueden reducirse o asimilarse a un trabajo de expresividad de la cámara. En efecto, esta parte no exprime a priori las posibilidades de la ficción, sino que manifiesta sus condiciones de rodaje. El dispositivo de rodaje (en lugar de la cámara, puesto que un referente único no existe más que a título imaginario) gana en autonomía aquello que la cámara pierde en «escenografía» (escritura de la escena), ya que no se dedica a componer planos indispensables, sino a abarcar porciones de espacio con el interés de conectarlas unas con otras. Aquello que desaparece es una cierta idea de punto de vista, reemplazada aquí por un «campo global» (6).


El espectador, cercano a los personajes, comparte su intimidad sin experimentar distancia visual o sonora alguna (el volumen especialmente bajo de su banda sonora, que hace casi imposible detectar su origen, refuerza ese sentimiento). Ante la escena del beso explicada anteriormente, un plano reintroduce una materialidad que se plasma en la pantalla: unas manchas grisáceas surcan la parte del parabrisas donde se encuentra Suzy. Ese rastro (de suciedad) resulta sorprendente. Detalle lejano e inasignable desde el primer plano frontal, desaparece durante el cambio de plano. ¿A qué se debe ese regreso? Podría tratarse de una manera de inscribir dos zonas en la imagen, cada una de ellas valorando a los personajes y funcionando como símbolo de la transgresión que lleva a cabo Jason sobre su compromiso con Lylah. Una separación que el beso, tras la cita y la declaración, abolirá. O, también, otra forma de cortocircuitar ese cliché mediante el cual la lluvia rebotando sobre el cristal del parabrisas evoca las lágrimas del personaje herido. Antes, por tanto, de buscar un significado deberíamos preguntarnos de dónde procede ese rastro y por qué abarca una sola parte del parabrisas. De hecho, resulta indisociable de otra aparición, un punto-fuente ubicado en el ángulo superior derecho de la imagen. Ese rastro parece, con toda seguridad, la proyección sobre el parabrisas de las salpicaduras de tierra reseca que recubren el cristal trasero. Una reminiscencia de aquello que Jacques Aumont definió como «imagen en bruto»: «Algo de la luz proyectada se oculta en cada fotograma, que juega el papel de pequeña pantalla filtrante dejando pasar por grados una parte de la cantidad de luz y una parte del espectro luminoso […] La luz de la sala es modelada, puesta en forma (informada) instantáneamente por la película en tanto que filtra la luz. Así es como la imagen en bruto se liga con la luz» (7). Cuando Jason se inclina para besar a Suzy, no pone solamente en peligro su relación con Lylah. También libera la potencia de la luz, hasta entonces contenida tras su cabeza.


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La potencia de la luz es, según la escena primitiva de las imágenes contemporáneas, la proyección cinematográfica. El cine no se limita a tratar la televisión como un reducto temático o referencial (cultural), sino también como un dispositivo de imagen. Así, el coche deviene «plano cinematográfico» incrustado dentro del plano televisivo, y la proyección se lleva a cabo contra, o más bien, sobre la pantalla redoblada de la televisión (la nuestra, real, y aquella que hace de pantalla), desde el fondo originario de la imagen. Así, el cine-proyección planta cara a la televisión-superficie de inscripción. El efecto de directo, tal como lo hemos descrito, aparece capturado entre la incrustación de lo cinematográfico en lo televisivo (plano, único, que abre la escena tras un plano de transición) y la representación del dispositivo de proyección imaginado como origen de las imágenes y regreso al pasado en el presente de la tele. A partir de ese instante en el que coinciden el beso y la proyección luminosa, el campo global (el directo, la continuidad), se desgarra en campos parciales, en planos desgarrados y  estratificados. Mientras que lo televisivo se construye sobre el fantasma de una captura sin pérdida, lo cinematográfico reintroduce el hueco, el vacío, la intermitencia -la imagen rota y  vuelta a pegar.


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De pronto, Lylah llega, y la «ficción de imagen» (8) que hemos esbozado sobre las relaciones cine/televisión adopta una nueva dimensión. La proyección se invierte, una vez más, al pasar de una superficie interna (la proyección sobre el parabrisas de la camioneta deviene pantalla «comprendida» en la tele) a la propia. Una inversión que afecta totalmente a la imagen. Cortes luminosos, cuadros vacíos de personajes, esas son las manifestaciones (breves, pero sorprendentes) que perjudican al dispositivo televisivo, que debe «cubrir» la acción en su desconcierto, al revelar aquello que la constituye: los fotogramas móviles. Origen imaginario, si queremos, pero también efectivo, puesto que antes de su conversión en señal televisiva la serie se filmaba en super-16. Por recuperar las palabras de Nicole Brenez utilizadas en un contexto diferente: estos fenómenos visuales permiten «restituir el intervalo técnico que funda la posibilidad misma del filme, pero sobre todo representar la manera mediante la cual la imagen siempre se arranca de la nada y queda una emergencia continua» (9).


Así, la camioneta se reconfigura gracias al trabajo de la imagen en un espacio televisivo o cinematográfico según si la materialidad de sus cortes espaciales (el parabrisas, el hueco del cristal) se actualiza o no -distinguiendo así dos regímenes de imágenes fundados uno sobre la transparencia directa y el continuo y el otro sobre la proyección diferida y lo discontinuo. Entre los dos, Lylah funciona como catalizador, como instancia crítica. La imagen se fractura, redobla su profundidad (una figura borrosa, como una imagen mental, aparece entre Jason y Suzy), divide su superficie (entre el coche y el exterior donde se encuentra Lylah) y se consume en la luz del «proyector».


Lo que nos encontramos aquí es el presente de la televisión y la presencia del cine. Surgido del pasado, toma forma y cuerpo por la proyección, mientras recuerda su naturaleza luminosa e intermitente. ¿El cine, un amor dedicado y vilipendiado, resurge de las profundidades de la imagen? Esta es una ficción -que pasa por el cuerpo de una actriz, de una imagen y su fusión conjunta- que, sin embargo, puede servirnos para definir nuestra relación con las imágenes, donde el cine y la televisión cruzan sus fuerzas y dialogan sin preocuparse por jerarquías o categorías.



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Encarnación (Temporada 1, episodio 22: State)


Los elementos de análisis propuestos hasta el momento pueden parecer alejados de los temas que anidan en la serie, y sin duda poco representativos de la iconología que podríamos formular de su tratamiento de la luz. Si hay algo del cine que perdura en la imagen televisiva en su dispositivo o en su materia misma, más allá de una objetivación temática, ese algo no responde a la manera de un símbolo o un referente, sino en tanto que fuerza, poder de desgarro de la imagen-directa por la imagen-proyección. Esta emergencia no es del orden del motivo (“el proyector”), sino, tal vez, de la representación (“la proyección”). La luz corta la imagen, la resquebraja, antes de que aparezca como eso que, precisamente por la proyección, da forma a lo informe y figura a un material en bruto. Su ambivalencia fundamental procede, sin duda, de que su acción no es ni «progresiva» ni unidireccional (informar, hacer aparecer); oscila, reacia a dejarse amaestrar (convirtiéndose en iluminación), entre su potencia de figuración y desfiguración, de aparición y desaparición.


La secuencia en la que se encuentra esta cuestión es bastante «típica» de la serie -donde, sin embargo, se extienden las cuestiones planteadas anteriormente. Situada hacia el final del último episodio de la primera temporada, la escena muestra el vestuario de los Panthers en el descanso de la final del campeonato de institutos de Texas. El equipo, preocupado por la noticia del fichaje de su entrenador por una Universidad, se encuentra aplastado en el marcador. Así, una vez más, Eric Taylor debe encontrar las palabras de aliento mientras FNL explora su eficacia a la hora de componer el rompecabezas del lugar entre palabra y acción. ¿Cuál es la acción propia del lenguaje? ¿Cuándo puede ser performativa la lengua? Estas cuestiones, nos parece, están ligadas con la de la luz -se inscriben así en la historia de las imágenes cristianas. Verbo, luz, cuerpo: en definitiva, el misterio central del cristianismo, la encarnación. ¿En qué puede consistir la visibilidad? ¿Cómo concretar la encarnación -de la carne en lugar del cuerpo, y en este caso de una «carne común»?


El primer plano se abre con un fenómeno luminoso en apariencia similar a aquel que sucedía al final de la secuencia estudiada anteriormente. Una luz, proyectada desde arriba, oculta por unos instantes el rostro y el cuerpo del entrenador. Puesto que desconocemos los detalles dramáticos de la historia (10), hay algo aún más intrigante en esa ocultación. Ciertamente, el impacto se mitiga a medida que la luz desciende y se «difumina» en el plano. Sin embargo, es en esencia de una densidad cegadora, sin siquiera dibujar una silueta o los contornos de un rostro. Sin forma, la luz quema la figura al mismo tiempo que la constituye. El vínculo con el cristianismo no consiste en buscar un valor moral que la luz vendría a simbolizar a priori por la gracia de distinguir a los elegidos del resto, sino por buscar un “trabajo”, una “operación”, que comenzaría con la desfiguración de un cuerpo y la presentación de una luz “pura”, conectada directamente con la imagen. Por decirlo con otras palabras, la luz no es aquí un símbolo dispuesto para apoyar un discurso cristiano, sino el síntoma de una economía cristiana de la imagen (11).


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Así, no es sino poniendo el acento sobre esos instantes donde la representación es suprimida por la acción misma de aquello que la hace posible (la luz que modifica la superficie química de la película a través del dispositivo óptico) que podemos entender las relaciones entre el Verbo, la carne y la luz más allá del simbolismo de un arte religioso convencional -con el que la serie, por otro lado, no duda en jugar. Permítasenos citar la siguiente reflexión de Georges Didi-Huberman: «La encarnación del verbo, así accedió lo divino a la visibilidad de un cuerpo, esa fue la apertura al mundo de la imitación clásica, la posibilidad de poner en juego a los cuerpos en las imágenes del arte religioso. Pero también fue una economía sacrificial y amenazadora para alcanzar a los cuerpos, por lo tanto, una apertura en el mundo de la imitación, una apertura de la carne llevada a cabo en el envoltorio o en la masa de los cuerpos. Esa sería la dialéctica elemental puesta en acto con la invención cristiana del motivo de la encarnación: aquello que, en cierto sentido, dobla el gran tejido de la imitación clásica por el que desfilan las imágenes; aquello que, en otro sentido, rasgaría el centro mismo del tejido» (12).


En este caso, al tratarse de imágenes no mecánicas, no podemos evitar que resuene aquello que André Bazin definió como la «ontología de la imagen fotográfica», que el cine (o la televisión) animaba (al referirse Bazin, más que cualquier otro autor, a la etimología latina, “anima”, “alma”). El propio Bazin llevó a cabo un célebre acercamiento entre la fotografía y el santo sudario de Turín (13). Si continuamos su argumentación, aunque él no utilizaría estas palabras, esto produciría unas imágenes aquiropoetas (no hechas por la mano del hombre) que «disfrutarían de una transfusión de realidad de la cosa sobre su reproducción» (14). Según una expresión que puede sorprender, Bazin califica la fotografía de «imagen natural del mundo» (15), antes de continuar señalando que: «la existencia del objeto fotografiado participa […] de la existencia del modelo como una huella digital.»


Tanto en lo que escribe como en lo que omite, André Bazin parece ofrecer una versión contemporánea de las leyendas cristianas concerniente a la imagen. «La imagen no producida por la mano del hombre mantiene los rasgos de Cristo en virtud del efecto de una producción espontánea, directa o indirecta, llevada a cabo sin agente […].» (16) ¿Cuál es la relación con la luz? Ninguna, pues justamente es su ausencia lo que nos resulta revelador. En su comparación con la pintura, Bazin se mantendrá siempre en el nivel de la representación, sin evocar las causas materiales de la imagen: el pigmento del color, la luz (17). En ese sentido, la fotografía es como la imagen de Edesa. Atrapado en una cueva con una lámpara, un paño impregnado con el rostro de Cristo fue redescubierto años después. «La lámpara estuvo siempre encendida frente a ella. La imagen no solo estaba intacta, sino que quedó impresa sobre la cara interna de la baldosa que la cobijaba.» (18) El hecho de que la lámpara no se apagase parece indicar que no se trataba de un simple objeto material, causa de una «vulgar» transferencia. Como la imagen de Camulia (un paño con el rostro de Cristo encontrado seco en el interior de una fuente), esas imágenes son milagrosas en tanto que resuelven una contradicción directa (cuerpo/imagen) y la presencia de un «intermediario», de un agente (agua, luz), al concederle una presencia no eficiente. Así,  el hecho de que la luz y el agua estén presentes y, sin embargo, no produzcan efecto alguno da fe del milagro. Para Bazin, el cine es ese milagro secularizado donde lo divino, lo real, se transfiere por sí mismo a la película. 


Este «a imagen y semejanza» idílico (como Adán ante el pecado original, a imagen de Dios) soporta tanto mejor que la imagen se vuelva «borrosa, deformada, descolorida» (19) que no considera el drama de la carne y el término de la encarnación, la Pasión. Por tanto, «las artes visuales del cristianismo han buscado la imitación del cuerpo crístico […] al imitar, a través de los aspectos del cuerpo, el proceso o la «virtud» de apertura practicada en la carne del verbo divino.» (20) Así, debe considerarse la imagen cinematográfica en ese corte fundamental, en el vínculo profundo que la liga con una carne magullada y abierta. La «vocación» mimética de la imagen mecánica podría así invertirse: ante todo representa un chorro de material (fotones, etc.), a través de un dispositivo óptico, sobre una superficie sensible, lanzado mediante su desarrollo y proyección. Así, es esta materia violenta, ardiente e inestable la que encarna hasta en la desfiguración.


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Otro cuerpo, el de Becky, desfigurado por la luz (atravesado en tanto la atraviesa),
en el momento en el que va a revelar su embarazo a su madre


Así comienza, pues, esta escena en la que el objetivo no es producir un «cuerpo colectivo», total, organizado y cerrado, sino una carne común, magullada y abierta, viva. La palabra del entrenador Taylor no glorifica siquiera el cuerpo deportivo (21). A partir de la carne herida de Jason Street -joven promesa del deporte que queda parapléjico tras un choque en mitad del partido- evoca el sentimiento de unión entre los jugadores, entre ellos y sus familias. Así, la fuerza de encarnación de la voz evoca la imagen y la carne de un hermano, de una madre, para que el equipo pueda recuperarse de esa herida fundamental (el accidente se produce en el primer episodio y el jugador no podrá recuperar la movilidad de sus piernas). Es, precisamente, en esa herida abierta donde se produce la encarnación. La herida nunca se cierra: ella es la que genera esa unión, aquello que no se puede compartir pero que motiva todo sentimiento de pertenencia. Y el discurso nace de esa herida.


Insistimos, pues conviene decirlo: es, precisamente, esa dimensión trágica de la carne en una serie que tiene como sujeto al deporte, la adolescencia y la vida en un pequeño pueblo, lo que hace de FNL, en todos los sentidos de la palabra, una obra apasionante. Esta «carne común» se rasga, se abre al Otro, sin caer en el mito de la identidad. Si la eficacia deportiva es, sin duda, la consecuencia de una “incorporación” globalizante, la serie se construye sobre la tensión permanente entre carne y cuerpo, apertura y totalidad -lo que genera también un vínculo “político”. Así, el equipo deberá afrontar -por cifrar aquellos temas generales- el racismo y el sexismo, mientras que el pueblo deberá lidiar con la separación impuesta por la junta escolar, que fomentará una división según criterios de competencia deportiva, clase y raza. Las dos secuencias que cierran esta temporada no son si no un desfile de despedida -en el momento de mayor cohesión- del equipo a su entrenador (22). “Texas Forever”, sí, pero con el mismo sentido con que los obreros que regresan de Vietnam cantan el “Dios bendiga América” al final de El cazador (Michael Cimino, 1978) (23).


El fenómeno luminoso deriva en ecos menos preocupantes, más localizables, donde aparece como el principio del que proceden los rayos, esferas u otros “puntos-fuente” que atraviesan este final de temporada. Un sendero luminoso queda trazado desde la brutalidad de la luz (artificial) hasta los rayos (solares) que golpean al objetivo en el momento de la victoria. En esta última imagen, tal vez, podemos ver la verdadera manifestación divina, el verdadero milagro. Dios, sin duda, prefiere el sol antes que cualquier alógeno (24). Así pues, no volveremos a ver con tanta claridad en la serie cómo se tejen lo sagrado y lo profano, la luz natural y la artificial, lo sublime y lo trivial de un deporte que es el lugar común de Dillon, Texas.



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Fantasmas (Temporada 5, episodio 12: Texas Whatever)


¿Acaso no son esas heridas, cortes y desgarros de los que hablábamos los síntomas visuales de los efectos dramáticos o narrativos que, como máquina de consumo, relanza periódicamente la televisión? ¿Qué hay mejor, en efecto, que una ruptura amorosa o la marcha de un personaje para producir un pico de atención en un relato que debe aprender a manejar sus efectos, a construirse a largo plazo? Fiel a los principios del relato definidos por Aristóteles, que privilegiaba el mythos (la racionalidad de la intriga) por encima de la opsis (el efecto sensible del espectáculo) (25), la serie encontrará así las maneras de atar y desligar los múltiples hilos que constituyen su trama global -el trabajo de iluminación ilustrará un momento de intensidad. A este respecto, hay dos posibles respuestas: centrándonos en la propia serie (en su manera de definir narración e imagen) o concibiéndola como un objeto de atención y estudio.


Este segundo aspecto está relacionado con la perspectiva. ¿Tiene lugar según un orden trascendente, que regula las diferencias (narrativas, figurativas, etc.) para ajustarlas a un propósito, a una resolución final; o según un orden inmanente que interroga a esas diferencias y acoge el efecto sensible por sí mismo? De un lado, se produciría una especie de burla (entre el episodio y la temporada, y viceversa); del otro, la apertura a un juego de ecos, de resonancias contrarias y de rupturas, de fenómenos. Por decirlo de otra manera, tendríamos un arco (narrativo) y unas flechas -sin olvidar la carne en la que se clavarían. Esta distinción no es, sin embargo, evidente y, frente a una anamorfosis, parece moverse en una oscilación permanente. El final de la quinta temporada, la última de la serie, ofrece el lugar ideal para considerar esta dialéctica.


La conclusión de la tercera temporada, que los creadores de la serie no sabían si sería temporal o definitiva, estaba marcada por un corte topográfico. Tal y como señalábamos, una reconfiguración del mapa escolar de Dillon producía las condiciones para la emergencia de un nuevo equipo de fútbol (que abordarían las temporadas 4 y 5). Así, el pueblo se reinventaba al dividirse entre oeste y este, acentuando de esta manera los aspectos sociales, económicos y raciales. Este gesto fue, sin duda, su gran apuesta. ¿Cómo podía una serie mantener su coherencia tras cambiar de espacio y personajes? ¿No eran esas, más allá de consideraciones formales (26), sus señas de identidad? Ese cambio por razones económicas, al mismo tiempo, permitió a los nuevos espectadores subirse al tren en marcha, sin por ello perder al público fidelizado (27). Por nuestra parte, este cambio nos parece inscrito de manera esencial en el camino de FNL, en el que su dinámica podría definirse como la tensión entre incorporación y encarnación a partir de una herida original. La cuestión es existencial y política, si queremos, incluso metafísica: se trata de las relaciones entre el Yo y el grupo, entre el individuo y el colectivo, lo particular y lo común, lo uno y lo múltiple (sin perder de vista la dimensión histórica de tales nociones).


¿Puede la luz que desgarró la imagen hasta abrirle una herida convertirse en fuente de una posible reconciliación? Nos parece que esa cuestión está trabajada, dentro de la imagen misma, a partir de las metamorfosis de un motivo geométrico, una esfera luminosa azulada (28). Al contrario de lo que señala Nicole Brenez en su análisis del “escudo cósmico”, el color de ese fenómeno luminoso nos interesa menos que su forma. El azul permite, sin embargo, considerar una continuidad entre sus diversas manifestaciones -sus ecos-, dando cuerpo a la luz. En efecto, la consistencia de las esferas varía según la intensidad del color, pues se desprende de la fuente y se convierte en un “objeto” -el paradójico sol de una noche donde se experimenta la tentación del cierre definitivo de la ficción.


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La noche del sol azul. A causa de una serie de recortes presupuestarios en educación, solo habrá financiación suficiente para un programa deportivo en Dillon. Así, la cuestión está clara: uno de los dos equipos desaparecerá. Tras una campaña de presión intensiva, los Panthers son declarados vencedores por las autoridades locales, a pesar de que los Lions han alcanzado la final del campeonato. La decisión estaba tomada. Eric y Buddy Garrity (Brad Leland) se encuentran en medio del campo de los Panthers mientras a lo lejos escuchamos el clamor de bocinas y gentío. Buddy, dueño del concesionario de coches, apoyo financiero de los Panthers, más adelante de los Lions, y apasionado del fútbol, juega su papel favorito; intenta persuadir. Si ganan la final (que tendrá lugar en el siguiente episodio, el último), le ofrecerán a Eric el puesto de entrenador de ese super-equipo que combinará el dinero y la equipación de los Panthers con el valor deportivo de los Lions. Nada, entonces, podrá impedirle conseguir su tercer título en cinco años. Así, cumplirá el sueño de todo entrenador, entrará en la historia y se tomará su revancha. Eres un hijo de puta… Buddy sonríe.


La pista de una síntesis final, de un cierre narrativo definitivo que permita resolver todos los conflictos, queda aquí claramente expuesta. El círculo, figura geométrica considerada perfecta, podría ser su símbolo. La luz se regula, deja de desfigurar la imagen para formar una figura propia. Eric rechazará la proposición. Tami y él se moverán, lejos de Texas, a fin de que ella pueda responder a la oferta que le ha sido realizada de un nuevo empleo. La posibilidad de un consenso es, de nuevo, contradicha por la emergencia de un disenso que pone en tela de juicio los lugares atribuidos a cada uno, aquí según el sexo y el género. Tami se emancipa de su posición de “mujer del entrenador” y gana su independencia tras confrontar a Eric con sus prejuicios. Pero decir esto no es suficiente para comprender el poder de esa aparición. En los dos planos de conjunto en los que está presente el sol azul, al comienzo y a la conclusión de la escena, la luz parece conectada directamente, tanto por su brillo como por su posición en el plano, con el deseo de los personajes. Si la cámara es la causa material (y, en ese sentido, solo existe para el espectador), también parece visible para los personajes. Ella misma es, suponemos, el fruto de su proyección fantasmática. 


Este sería, así, el opuesto de esa luz desfigurante que fundaba la encarnación: una luz-figura, “síntoma extraordinario” (29) de un deseo de incorporación, que no muestra sino que se muestra y absorbe a aquellos que lo contemplan, amenazándoles con engullirlos en su interior. Ese sol al que parece imposible mirar atentamente deviene, negativamente, objeto de la mirada. Es, al mismo tiempo, simple y molesto. Dos tipos, en mitad de la noche, inventan un destino, soñando más allá de las palabras con algo cuya grandeza afecta tanto a la imagen como a la realidad. Un delirio cósmico, o el fruto de ese instante donde nos creemos dioses -como Prometeo robando el fuego para dárselo a los hombres. Una falsa gloria y un deseo de totalidad que no son más que una ilusión destructiva. No es posible contemplar ese sol como tampoco lo es observar el rostro de Dios -y si lo parece es por obra del diablo (un diablo en su forma “humano, demasiado humano”, ese es Buddy). Así, este gesto no parece cosa del azar, pues en el episodio precedente un halo azul “sacrílego” surgía mientras Billy Riggins pasaba de negar la explosión del núcleo familiar al delirio de su recomposición gracias a su propio sacrificio. Billy no hacía las veces de Cristo ni tampoco su hermano -que acepta ingresar en prisión para que Billy esté presente durante el nacimiento de su hija y pueda formar una familia (30)-, y solo podía imitar su postura. El círculo luminoso, un capullo o una aureola que se situará momentáneamente encima de su cabeza, aparece de nuevo como un fantasma de totalidad que recorre también la imagen: es el lugar de una identificación pura de y consigo mismo. O, lo que es lo mismo, “toda imagen es imagen de un otro, incluso un autorretrato”. Como escribió Marie-José Mondzian “la imagen es en el fondo irreal, ahí es donde reside su fuerza, en su rebelión contra toda sustancialización de su contenido. Encarnar es dar carne, no así cuerpo. Es operar en ausencia de las cosas. La imagen hace carne, es decir encarna y visibiliza, a una ausencia, en una brecha infranqueable con aquello a lo que designa”. (31)


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Al tomar color (encarnación) y forma, la luz juega con el deseo de los hombres y les hace contemplar el espejismo de una reconciliación completa, de un mundo sin brechas donde cada uno encuentra su lugar, incluso en el sacrificio -un mundo tras el juicio final, liberado de toda historia. En suma, la luz eucarística contra la luz de la encarnación. La escena siguiente a la discusión entre Eric y Buddy se desarrolla en el terreno de juego de los Lions. Esa misma noche, algunos jugadores se reúnen en el campo. Beben unas cervezas, ensayan algunos pases y recuerda todo aquello por lo que han pasado y lo que les espera -el partido final, la conclusión de la serie. A continuación, arrancan algunos trozos del césped del estadio -es suyo, se lo han ganado: una parte de ese lugar común que no se cierra, que permanecerá abierto. El sol azul que aparecía en el cielo de los adultos se metamorfosea en el de los adolescentes: las esferas proliferan, ocultan los rostros, se funden en la carne, se desfiguran mientras dejan surgir una herida luminosa. El sol azul explota de un plano al siguiente, y vuelve a formarse en el último mediante un zoom -mientras los jugadores invocan su espíritu de victoria-, como un horizonte rápidamente disuelto, apenas formado -un fantasma, en efecto. Ellos lo saben, lo sienten, pero no significa que sea una ilusión.


Friday Night Lights

Esta no es, pues, una de las bellezas menores de una serie que ha hecho de la luz un fenómeno sensible, una cuestión a pensar. Una serie que llegó a su conclusión con una frase que no era ni un eslogan ni un grito de guerra, sino una promesa siempre renovada:


“Clear eyes, full hearts…”




Traducción de Óscar Brox. Publicado originalmente en Débordements. Agradecemos la autorización de su autor.


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(1) FARGIER Jean-Paul, Ciné et TV vont en vidéo: Avis de tempête, De l’incidence, 2010. A este respecto, nos encontramos con un ejemplo emblemático en la franquicia de Jason Bourne. Esta idea del “efecto teuve” permite distinguir entre la televisión como media y la “teuve” como estética. Una serie como Mad Men (Matthew Weiner, 2007- actualmente) huye de eso como de la peste. Ian Ellis, operador de FNL, comenta: “It was just “Roll Camera.” We wouldn’t cut. The actors would just go to the beginning of the scene and we’d keep shooting.” Michael Waxman, productor y realizador: “We took the three-camera style, which Pete used on the pilot, and we shot it with cameras that were relatively small and mobile. It allowed us to shoot a scene many times with multiple cameras shooting different directions.” En MAYS Robert, "Clear Eyes, Full Hearts, Couldn’t Lose : An oral history of Friday Night Lights", Grantland, 13 julio de 2011.


(2) O amplificadas digitalmente, como se puede suponer por la escena final de la tercera temporada.


(3) En esto consiste el «lens flare», según la expresión técnica. No es necesario describir sus factores técnicos, sino analizarlos como aspectos figurativos. Así, nos permitimos utilizar un vocabulario tal vez menos específico que, esperamos, será más útil de cara a explicar aquello que sentimos y vemos como espectadores. Nombrar es, así, una manera de describir e interpretar -de la misma forma en que las capturas de pantalla no son solo unos cortes neutros en el tejido fílmico, sino una manera de (de)mostrar.


(4) Cf. Le Testament du Docteur Cordelier, o Le Déjeuner sur l’herbe, rodadas ambas en 1959. Léase RENOIR Jean, Ecrits (1926-1971), p. 389-397, Ramsay, Paris, 2006.


(5) Los movimientos filmados desde muros u objetos pueden conferir a ciertos «planos» una impresión de voyeurismo, como si el operador tuviese que esconderse para filmarlos. De hecho, como explica Matt Lauria, que interpreta a Luke Cafferty:  “It’s miraculous what these little camera ninjas were accomplishing because half of the time, you didn’t even know where the camera was. It was hidden somewhere between a trash can and a bush, and then another cameraman is sitting in the backseat of a pickup.” En MAYS Robert, artículo citado. Un cineasta como John Cassavetes ha buscado esa sensación de directo, pero sin cerrar la escena en un presente “único” de la acción. En especial, para el montaje y el juego con falsos racords creó un presente agujerado, intermitente, descomponiendo la continuidad del resultado para sacar provecho de una presencia siempre misteriosa.


(6) En The Office (2001-2003), serie británica de Ricky Gervais y Stephen Merchant construida como si se tratase de un reportaje documental, lo cómico nace, en parte, de esos momentos donde una toma se suspende y los personajes se quedan mirando a cámara sin saber qué decir o se cuela algún técnico que estaba fuera de campo. Es en esa clase de puesta en escena, en esos momentos que no pueden controlarse, donde se producen los instantes más divertidos -que relativizan, una vez más, la pretendida transparencia del “directo”.


(7) AUMONT Jacques, Matière d’images, redux, p. 22-23, Editions de la Différence, Paris, 2009.


(8) Según el concepto acuñado por Emmanuel Siety en su ensayo Fictions d’images. Essai sur l’attribution de propriétés fictives aux images de films, PUR, Rennes, 2009.


(9) BRENEZ Nicole, De la Figure en général et du Corps en particulier. Essai sur l’invention figurative au cinéma, p. 317-318, De Boeck, Bruxelles, 1998.


(10) De ello se desprende el momento programado para un corte publicitario. El espectador se queda con las ganas de recabar más información sobre lo que ha descubierto. 


(11) “El síntoma es un acontecimiento crítico, una singularidad, una intrusión, y al mismo tiempo una puesta en práctica de una estructura significante, un sistema que el acontecimiento se ha encargado de hacer surgir, aunque parcial y contradictoriamente, de manera que el sentido ocurre como enigma o fenómeno-índice, no como un conjunto estable de significaciones […] El síntoma es, entonces, una entidad semiótica con doble cara: entre el brillo y la ocultación, entre el accidente y la soberanía, entre el acontecimiento y la estructura. Es por eso que se presenta principalmente como “signo incomprensible”, como dijera Freud […] mientras su existencia visual se impone con tanta intensidad, evidencia e, incluso, violencia.” DIDI-HUBERMAN Georges, Devant l’image, p. 307-308, Éditions de Minuit, Paris, 1999.


(12) DIDI-HUBERMAN Georges, obra citada, p. 222.


(13)  BAZIN André, « Ontologie de l’image photographique », Qu’est-ce que le cinéma?, p. 9-17, Le Cerf, Paris, 2002.


(14) Obra citada, p. 14.


(15) Parece referir muy directamente al hijo, imagen natural del Padre. Sin embargo, preferimos dejarlo en suspenso ante las implicaciones tan complejas que suscita.


(16) MICHAUD Philippe-Alain, Le peuple des images, p. 19, Desclée de Brouwer, Paris, 2002.


(17) Si hablamos de objetivo es para insistir en su neutralidad, en su “objetividad” -como si la óptica no jugase papel alguno en la producción de las imágenes.


(18) Para más precisiones, obra citada, p. 16-19.


(19) BAZIN André, obra citada, p. 14.


(20) DIDI-HUBERMAN Georges, obra citada, p. 222.


(21) En un Texas profundamente impregnado y estructurado por las religiones, no resulta atrevido trazar un paralelismo entre el discurso del sacerdote y el del entrenador, entre la palabra sagrada y la profana -no tanto por el fondo del discurso, sino por la alocución, por su ritualización. Por eso no resulta extraño, sobre todo en la quinta temporada, que las oraciones antes del partido acaben invitando a “patear el culo” de los rivales. Tami Taylor es otro personaje interesante a este respecto por su papel (consejera y directora adjunta del Instituto, esposa del entrenador y madre), puesto que representa el punto de tensión entre lo público y lo privado, entre el consejo «social» y la empatía (véase en relación al tema del aborto en la serie). 


(22) En los vestuarios, lo que no puede dejar de considerarse como un reflejo de la secuencia analizada.


(23) Entre el episodio piloto y el último capítulo, la entonación de Tim Riggins, uno de los jugadores y protagonistas principales, suena menos afirmativa. El “Forever” casi parece más un “a pesar de todo”. Además, FNL nunca olvidará la Guerra de Irak, incluso aunque se haya declarado la paz.


(24) Jacques Aumont habla de una “larga coagulación metafísica, en Occidente, alrededor de la metáfora de la luz solar como luz divina”. AUMONT Jacques, L’attrait de la lumière, p. 25, Yellow Now, Crisnée, 2010.


(25) Cf. RANCIERE Jacques, La Fable cinématographique, p.8, Le Seuil, Paris, 2001.


(26) A pesar del interés que suscitan desde hace unos años, las series siguen discutiéndose a partir de sus temas e historias -y del placer del espectador nacido de la intimidad prolongada con los personajes. The Wire (2002-2008) constituye un referente en su apuesta por el cambio, ya que cada temporada ha alternado un foco diferente.


(27) Aunque FNL nunca conoció un éxito real. De ahí que, en un momento determinado, pasase de la NBC a DirecTV.


(28) Redirigimos a aquello que escribiera Nicole Brenez a propósito de otras esferas luminosas, en este caso rojas, aunque dicho filtro no se utilice en FNL: “La violenta esfera de color rojo que acompaña a Cosmo [en El asesinato de un corredor de apuestas chino] es, en principio, el producto de un fenómeno óptico que la cinematografía había formalizado parcialmente, la difracción. Técnicamente, consiste en un foco invisible cuya luz golpea en el objetivo de la cámara, objetivo equipado con un filtro rojo que colorea el conjunto de la secuencia del night-club, dando lugar a la aparición de ese halo cuyo tamaño considerable y frontalidad ocultan su origen; el cono de luz blanca se transforma así en una esfera autónoma roja, flotando libremente en el espacio.” BRENEZ Nicole, "Couleur critique", en AUMONT Jacques (director), La couleur en cinéma, Paris/Milan, Cinémathèque française/Mazzotta, 1995.


(29) Por retomar una expresión de Nicole Brenez en el texto anteriormente citado.


(30) La familia, aquí, no se limita solo a los lazos de sangre, pues no son una razón suficiente. Esta es una dinámica hecha de acercamientos, de ayudas mutuas, de heridas, que encuentra su confirmación a través de la palabra: “You’re [part of the] family”.


(31) MONDZAIN Marie-José, L’image peut-elle tuer ?, p. 34 et 37, Bayard, Paris, 2002.