Harry Potter. El fin de la magia | por Víctor de la Torre

Harry Potter and the prisoner of Azkaban | Alfonso Cuarón

Las últimas imágenes de Harry Potter y las reliquias de la Muerte parte II (Harry Potter and the Deathly Hallows Part II. David Yates, 2011), a las que volveré más adelante, pusieron fin el pasado 15 de Julio a la longeva serie cinematográfica que, durante una década, ha llevado a la gran pantalla el ciclo de novelas dedicado por la escritora J.K. Rowling a un personaje convertido ya, desde su encarnación propiamente literaria, en carne de mito posmoderno. Si bien habría mucho que decir acerca de la calidad media de las películas resultantes y/o la pertinencia de llevar adelante un proyecto que ni pretende ni consigue separarse del original que le otorga pleno sentido; sí que hay un elemento definitorio en el que conviene detenerse, pese a lo poco que uno ha escuchado/leído al respecto tanto a los defensores como a los detractores a ultranza de la saga: la exquisita consistencia interna alcanzada merced ante todo al esfuerzo de sus productores, de la que la fidelización del extenso reparto de intérpretes británicos de renombre -algunos de ellos con roles ciertamente menores- resulta el elemento más destacado, si bien no el único.


Harry Potter and the prisoner of Azkaban | Alfonso CuarónPorque el universo Hogwarts recreado resulta tan coherente con el literario como, título tras título, con el imaginario cinematográfico acumulado. De las bellísimas abadías medievales utilizadas como decorado en las primeras entregas a los simulacros virtuales de las últimas, de esos callejones dickensianos, lóbregos y tenebrosos, a los monumentos más reconocibles del Gran Londres pasados por el filtro cromático de la oscuridad y el desasosiego, todo en la saga Harry Potter remite con acierto a una unidad de estilo conseguida con el esfuerzo de todos los responsables, artísticos y técnicos, puesta al servicio de una historia tan vieja como la humanidad misma. Hablamos, por supuesto, del tránsito de la luz a la oscuridad, del descubrimiento de una mágica tierra de promisión que espera, al final de la vía del tren, a un sufrido outsider de once años. ¿Cómo no arriesgarlo todo para salvarla cuando se materialice la cruenta amenaza del pasado?


Una temática -la epopeya- y un arquetipo -el héroe vs. antihéroe- que se actualiza generación tras generación, inserto como está a sangre y fuego en nuestro inconsciente colectivo. Esta necesidad de lo heroico deviene, lógicamente, en una receptividad masiva hacia sus diversas concreciones, de la que se han aprovechado el cine y la literatura de masas, necesitadas como están de llegar a cuantos más millones de consumidores, mejor. Y quede claro que, por más que en el análisis cultural se imponga muchas veces lo micro, resulta una temeridad no prestar la debida atención a lo macro, que guste o no es lo que realmente nos conecta con el zeitgeist imperante. Parece claro que, ante la progresiva infantilización del gran público, con un demográfico masivo fundamentalmente adolescente, una serie de novelas/películas que toman como tema raíz el complejo tránsito que lleva del final de la infancia al comienzo de la madurez estaban condenadas a tener una legión de seguidores.


Y es que si hay un aspecto donde Harry Potter marca distancias con Luke Skywalker o Frodo Baggins, aparte del hecho de transitar  un universo ficcional tan sólo sutilmente diferente al real, es por su niñez de inicio, lo que condiciona de manera irreversible el tono de las dos primeras obras, que es ante todo mágico y fabulador. Centrándonos en las adaptaciones cinematográficas, el concurso de uno de los alumnos aventajados de la factoría Spielberg, que al igual que en la reciente Super 8 (id. J.J. Abrams, 2011) se diría que dirige ambas películas por persona interpuesta, redunda en la adopción del punto de vista alucinado de un chaval que descubre algo inesperado allá donde dirige la mirada, convenientemente guiado por sus dos fieles escuderos -Ron Weasley y Hermione Granger- alumnos aventajados en el abc de Hogwarts por su inserción temprana en esa otra realidad vedada hasta entonces al propio protagonista. Tanto Harry Potter y la Piedra Filosofal (Harry Potter and the Sorcerer´s Stone, 2001) como, en menor medida, Harry Potter y la Cámara de los Secretos (Harry Potter and the Chamber of Secrets, 2002) renuncian, se diría que voluntariamente, a la primacía de su liviano argumento en beneficio de la concreción visual de unos escenarios y personajes trufados de sense of wonder.


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Si el díptico de Chris Columbus erige un auténtico contexto de descubrimiento tanto para nuestro pequeño héroe como para el propio espectador, la aportación de Alfonso Cuarón contribuye a dotarlo de espesor dramático, iniciando un viaje a las tinieblas que tiene mucho, muchísimo, de correlato metafórico de la madurez. Acorde con las tonalidades oscuras que se enseñorean de Harry Potter y el prisionero de Azkaban (Harry Potter and the Prisoner of Azkaban, 2004), la preadolescencia de Harry deviene convulsa, marcada por las inseguridades lógicas de aquel que se sabe diferente a los demás y, muy a su pesar, destaca sobre sus iguales en un momento vital en que no hay peor lacra. En una película donde las zozobras del pasado restan significancia a las maravillas del presente, y la necesidad de referentes al disfrute desprejuiciado, los momentos de confraternización con el grupo resultan balsámicos: los compañeros de habitación hacen corro para jugar tomando golosinas que les permiten simular sonidos de animales, mostrándose como los niños que están dejando de ser, aunque aún no sean plenamente conscientes.


Una intimidad tan mágica, a fin de cuentas, como la que se deriva de la temprana afirmación del yo, ya sea cabalgando un Hipogrifo mecido por el viento o salvándose a sí mismo del vacío eterno al que condenan los temibles Dementores inundándolo todo de luz. La riqueza temática y estética de esta entrega convierte en prescindible a la siguiente -Harry Potter y el Cáliz de Fuego (Harry Potter and the Goblet of Fire, 2005)-, que debería haber filmado el propio Alfonso Cuarón pero que finalmente recayó en las poco habilidosas manos de Mike Newell, limitándose a concatenar con nula convicción la sucesión de escaramuzas aventureras y experiencias primerizas que median entre el desasosegante arranque y el tremebundo clímax final, que marca el punto de no retorno: el aún inexperto aprendiz de mago batiéndose, varita en mano, con su némesis del lado oscuro -renacido a partir del aporte de su propia sangre- en encarnizado combate del que saldrá, milagrosamente, vivo, si bien con una herida psicológica imposible de cicatrizar: la primera de las muertes que tendrá que cargar su conciencia.


Este hito supone el comienzo de un desenlace servido en cuatro películas, que condensan tres extensas novelas priorizando el enfrentamiento arquetípico con sus múltiples resonancias y reduciendo a la mínima expresión la descripción del contexto donde este se desarrolla, que se da por conocido y asimilado. Pese a que nuestro héroe va pasando durante los tres años que abarca la narración por todos y cada uno de los ritos de iniciación propios de la adolescencia -de los besos bajo el muérdago a la pérdida consecutiva de sus dos referentes paternales postizos- y que sus guionistas intentan, casi siempre con calzador, recordar a los espectadores la cualidad mágica del mundo retratado, lo realmente importante y a la postre definitorio de Harry Potter y la Orden del Fenix (Harry Potter and the Order of Phoenix, 2007), Harry Potter y el misterio del Príncipe (Harry Potter and the Half-Blood Prince, 2009) y Harry Potter y las reliquias de la muerte Parte I y Parte II (Harry Potter and the Deathly Hallows Part I and Part II, 2010-11) es su atmósfera progresivamente más enrarecida, tan lóbrega como finalmente deprimente, a la que otorga una continuidad estética un ocasionalmente inspirado David Yates, aplicado artesano que es capaz de aunar la más aséptica funcionalidad narrativa con momentos de una intensidad visual portentosa, rayana en lo operístico.


El énfasis en la oscuridad, más y más impenetrable conforme se acerque la inevitable batalla final, anuncia el fin de la magia, que es el de la inocencia. Y se concreta en una temible maldición: “¡Avada Kedabra!”; ante la constatación de que las palabras matan, arrebatándonos a nuestros seres queridos, ya nada será igual. Ni los dulces que cambian de color nuestra piel ni los coches que vuelan pueden ser más que un añorado recuerdo, ni los ciclópeos muros de Hogwarts -antaño protectores contra todo mal- lograrán ahora preservarnos de las amenazas que pululan allende sus límites, deseando entrar. ¿Y que decir de la desazón ante la pérdida, que nos acompaña allá donde vayamos? Con Harry, Ron y Hermione transitando esa vía de sentido único que es la (primera) madurez, transcurridos varios años de verles desarrollarse juntos, no resulta difícil empatizar con sus temores e inseguridades: la bellísima secuencia en que Harry y Hermione se despiden de su pasado muggle, borrando en el caso de la joven bruja todo rastro de su vida real, concreta admirablemente lo que de renuncia a una parte de nosotros mismos tiene el hecho de crecer. Y de sacrificio.


Harry Potter and the Deathly Hallows: Part 1 | David YatesUna vez lograda la victoria en el combate definitivo, estos jóvenes pueden al fin descansar. Y a este lado de la pantalla Daniel Radcliffe, Rupert Grint y Enma Watson, que concluyen su participación en la serie firmemente instalados en la veintena; al igual que muchos de los seguidores de sus aventuras, que han cometido travesuras, se han enamorado por primera vez o han perdido a algún familiar mientras nuestro héroe y sus infatigables compañeros combatían contra los malvados, experimentando las mismas vivencias que sus semejantes en el interín. Si dejamos de lado los maniqueísmos inherentes a la consabida dialéctica Bien-Mal, lo que lega la saga Harry Potter para la posteridad es el exhaustivo desarrollo de un ciclo heroico donde las constantes de producción han posibilitado la exquisita identificación del espectador con un universo ficcional interesante incluso para los muchos no incluidos en el demográfico diana, cuyos millones y millones de integrantes son los que a fin de cuentas ya han situado estas películas -y las novelas precedentes- como gran referente generacional, y para quienes su finalización viene inevitablemente revestida de un sentimiento de vacío, de nostalgia por algo maravilloso que ya no volverá. Tal vez despedirse de unos (mal) envejecidos Harry Potter, Ron Weasley y Hermione Granger en el anden donde espera el tren que conducirá a sus hijos a vivir las mismas experiencias que sus padres contribuya, siquiera en parte, a paliar el malestar: ¿Será que, a fin de cuentas, esa definitiva inserción en el mundo adulto que es la paternidad no deja de ser otra forma, diferente pero no menos estimulante, de magia?


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Harry Potter and the Deathly Hallows: Part 1 | David Yates