La señora Dalloway: Instantes en suspensión | por Marta Rodríguez Iborra

Virginia Woolf | La señorita Dalloway

“The modern novel thus becomes the novel of fine consciousness; it escapes the conventions of fact-giving and story-telling; it desubstantiates the material world and puts it in its just place; it transcends the vulgar limitations and simplicities of realism, so as to serve a higher realism.”


The introverted novel, John Fletcher and Malcolm Bradbury



Londres, in medias res, un día cualquiera en el período de entreguerras. Clarissa Dalloway camina por las calles de su ciudad con el propósito de ultimar los preparativos de la fiesta que va a dar esa misma noche. En ese deambular tiene la sensación de que su tiempo es diferente, pues éste se condensa en una serie de momentos que congelan, transforman y trascienden los acontecimientos más externos y predecibles (el tiempo). 


“Y, mientras miraban, el mundo entero quedó en total silencio, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una, en cabeza, y después otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas sonaron doce veces, y el sonido fue muriendo entre las gaviotas.”


Virginia Woolf | La señorita Dalloway

Estamos ante una obra cuya estructura, lenguaje poético y técnica del contrapunto reflejan el alma de una nueva escritura despreocupada por la trama y la reproducción fiel del entorno. Esta obra cumbre del Modernism anglosajón se vale de la ficción para reflexionar y explorar territorios inhabitados en busca aquello -a menudo inexplicable- que se nos escapa y que mueve a los personajes desde dentro.


Aunque la novela está escrita en tercera persona, esa omnisciencia narrativa contiene la subjetividad y el intimismo de la primera persona, pues las voces que emanan del interior de los personajes reordenan y reinventan por completo la realidad dada hasta el punto que, a menudo, sentimos vértigo por encontrarnos de pleno en la conciencia más profunda de figuras tan complejas como Clarissa, Sally, Peter o Septimus.


La señora Dalloway, más allá de transformar el género narrativo gracias al experimento entre diferentes planos temporales y de conocimiento, se convierte en un gran homenaje a esa vida cotidiana que se pronuncia en un instante concreto bajo la apariencia de una simple bagatela. De ahí que la fiesta como acontecimiento social no sea más que una excusa o una tramposa tela de araña gracias a la cual ciertos personajes se encuentran o se re-encuentran para reflexionar sobre la manera de estar en el mundo. Lejos de dejarse arrastrar por una trama narrada en el orden convencional, cuando acabe de leer el libro, el lector tendrá la sensación de que nada ha sucedido. Y, lo cierto es que no habrá avanzado linealmente, como tampoco lo habrán hecho los personajes en la ficción, pero sí habrá vivido mundos diversos y fraccionados repletos de matices, contradicciones, dudas y conjeturas desde una especie de paréntesis (círculo abierto) dentro de la realidad más común. Y esa posición concreta no puede materializarse más que en la poética del detalle o en la adoración al momento.



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La circularidad o aparente inmovilidad en la obra de Virginia Woolf se traduce de manera simbólica en las circunferencias de humo que dibuja Peter cuando fuma. El humo se convierte en anillos que existen, luchan, vacilan y acaban desvaneciéndose como un reloj de arena. Lo circular es el momento y el momento es tan efímero como real. Tan real que captar esa transitoriedad tal vez sea la única prueba que tenemos de la existencia.  


“En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandadas de vientos; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida. Londres, este instante de junio.” 


Al observar la calle desde el interior de la floristería Mulberry, Clarissa ve pasar un coche suntuoso -podría ser el de la reina o el del Primer Ministro- que paraliza la escena urbana y provoca murmullos y corrientes de miradas curiosas. Las bicicletas se detienen, el tráfico más vulgar se da una tregua, los ojos y los dedos de los transeúntes y de los comerciantes se convierten en lanzas que perforan el automóvil. Es como si, a cámara lenta, hubiera pasado un ángel envuelto de conjetura y misterio; como si en el mundo se hubiera abierto un paréntesis a otro universo que se resiste a ser explicado o consensuado.  


No es de extrañar que Virginia Woolf aludiera al “espíritu de la religión” en ese pasaje concreto de la novela. La escena, que en la vida real podría durar a lo sumo unos diez segundos, ocupa más de siete páginas del libro. Siete maravillosas páginas que rompen el ritmo de la narración como esos instantes de incertidumbre rompen el transcurrir del tiempo más evidente.


Una vez finalizados los encargos, la señora Dalloway regresa a su casa y, justo después de atravesar el umbral, escucha el tecleo de una máquina de escribir, su vida, como ella misma indica. Ese tecleo recuerda a los latidos del corazón, al indicador de vida más subjetivo e interior y, en esa veneración espontánea aunque intensa de los aspectos más minúsculos e imprescindibles de la cotidianidad, de nuevo hace aparición el misterio -o Dios, aunque sea como negación.


“Momentos como aquel eran brotes del árbol de la vida, flores de las tinieblas, pensó (como si una hermosa rosa hubiera florecido solo para sus ojos). Y ni por un momento creyó en Dios, pero, pensó, levantando el bloc, precisamente por ello una debe recompensar en el vivir cotidiano a los domésticos, sí, a los perros y a los canarios, y sobre todo a Richard.”


En otras ocasiones Woolf describe esos destellos de vida como “iluminaciones”, donde una cerilla arde en una planta de azafrán, donde lo duro se suavizaba y lo exterior se dota de un significado interior. Esas iluminaciones fuera del tiempo o en un tiempo paralelo son como los latidos de un campanario menor de Londres que marca las horas con cierto retraso respecto al solemne Big Ben. Ese segundo reloj, que llama la atención de Clarissa pero que pasa inadvertido a la mayoría, marca sus propios momentos de vida suspendidos en el Tiempo más convencional y exterior.


Virginia Woolf | La señorita Dalloway

(  )


Mejor se queda ahí, entre paréntesis, mientras todo sigue en su habitual movimiento. Se queda ahí, en silencio, en un mundo propio, más acotado, un mundo dentro de otro mundo.


Se agarra a esos dos barrotes ligeramente arqueados y entre ellos alcanza una visión clara del justo momento. No mira hacia atrás, ni tampoco demasiado lejos.


Sólo desde el paréntesis puede entender qué ocurre. Lo entiende y le horroriza y, cuanto más entiende, más aprieta esos barrotes y más los arquea. Sin querer, ha abierto un espacio demasiado grande. ¡Salta! ¡Vuela! ¡Aléjate de esa jaula!


—¿Hacia dónde?



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