Europa toma las plazas. De las revueltas de cine al 15-M | por Faustino Sánchez

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La ciudad: territorio de lucha y reivindicación


“Eso significa algo muy claro, y es que la Francia de 1968 no es el Petrogrado de 1917. El nivel político es mayor y los medios de información de masas permiten vías de transmisión totalmente nuevas. Lenin no contaba con la radio ni con los reportajes en directo”. Con esta rotunda afirmación comienza la película de William Klein Grandes tardes, pequeñas mañanas (Grands soirs et petits matins, 1968), en la que el fotógrafo y cineasta estadounidense documentó los sucesos del Mayo del 68 parisino. Más de cuarenta años después, podríamos trazar una analogía con las revueltas españolas del movimiento 15-M, surgidas cuando la sociedad parecía más dormida, cuando creíamos que el compromiso colectivo había desaparecido como consecuencia de una filosofía del individualismo surgida de la economía neoliberal, y cuando pensábamos que, en plena era cibernética, tomar la ciudad, tomar el territorio urbano, era un anacronismo perdido para siempre. Lo que para los jóvenes parisinos eran la televisión y la radio, son para los jóvenes europeos de hoy Facebook y Twitter, herramientas para intervenir directamente en la comunicación sin necesidad de pertenecer a esferas de poder. El mundo jerarquizado se convierte así en un mundo de videojuego, en el que la interactividad empieza a llegar a todas las facetas de la vida de tal manera que resurge la ambigua ilusión de que cualquiera puede llegar a comunicar si lo que quiere transmitir es una información justa. La idea es problemática, porque normalmente el alcance no viene determinado por la justicia, sino por una serie de condicionantes sociales que cada vez son más imprevisibles. No obstante, la alianza de formas clásicas como el cine (aunque sea en su vertiente digital) con la conectividad e inmediatez que Internet y las redes sociales aportan, ha permitido que la ciudad dormida haya podido volver a convertirse en territorio de lucha, protesta y reivindicación. Sin estas herramientas, no hubiera sido posible, por ejemplo, que una represión policial acaecida una mañana en Barcelona hubiese tenido su respuesta social en forma de protesta colectiva en las calles de Madrid y del resto de España solo unas horas después, esa misma tarde. Las filmaciones con cámaras personales y la transmisión inmediata de las imágenes permiten algo que, en otros tiempos, hubiera sido considerado un milagro. Detrás de ese milagro: por un lado Internet, por otro el cine digital.


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En este sentido, quizás el digital pueda al fin significar el triunfo del cine en el sentido que Godard le dio cuando afirmó que el gran fracaso del cine fue no haber logrado transmitir al mundo una imagen del Holocausto en el momento en que se produjo. El cine digital ha colonizado las calles y las plazas, y ahora la imagen justa o la imagen manipulada pueden provenir de un cineasta consagrado, de un medio de comunicación de masas, de un intelectual, o de un trabajador que está en el lugar donde nadie más puede estar en ese momento preciso. La proliferación de contenidos hace aumentar los materiales abyectos, en el sentido rivettiano de la palabra, pero también los retratos honestos y responsables de la realidad.


Algo importante que el cine digital ha permitido ha sido hacernos evolucionar de la era del documento mítico a la era de la clasificación. Si antes el reto era capturar imágenes de las calles y de lo que sucedía en Mayo del 68 (uno de los primeros movimientos con testimonios audiovisuales recogidos en vivo y en primer plano), ahora se asume la multiplicidad de medios y materiales, la abundancia, la saturación, porque cualquiera tiene una cámara y graba, y el reto es poder absorberlo todo, clasificarlo, asimilarlo sin que pierda su valor.


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Esta proliferación de información, imágenes y vídeos, y su inmediata comunicación, se debe fundamentalmente a tres nuevos paradigmas tecnológicos: la digitalización de la imagen, la conectividad y la movilidad. Estos paradigmas han provocado que sea posible una horizontalidad del movimiento y una democratización de las asambleas y de los intercambios de ideas, que ya no son unidireccionales, pues no se trata de adoctrinar a las masas, sino de encontrar soluciones colectivas, vías de escape por las válvulas del consenso. Volviendo a la película de Klein, y contrastando con los sucesos y materiales derivados del 15-M, llama la atención una serie de diferencias que parecen dibujar una consecución efectiva de ciertas reivindicaciones del Mayo del 68. En la película de Klein las asambleas, los intercambios de ideas, las discusiones, tienen lugar en espacios cerrados, ya sean aulas o auditorios, y ya sea dentro de un grupo reducido de personas o de una aglomeración de gente. Además, se percibe claramente a los líderes del movimiento (como el omnipresente Daniel Cohn-Bendit), y las asambleas muchas veces se parecen demasiado a los mítines políticos que se intentaban criticar. De esta manera, los interiores eran los lugares de gestación intelectual, y las ideas se trasladaban a la calle, que se convertía en la palanca de acción, el territorio de lucha y reivindicación. En el 15-M, sin embargo, se ha visto que son las calles las protagonistas del diálogo, de la gestación intelectual, fundiendo así lo lógico y lo físico, algo que resulta fundamental porque, a diferencia de lo que ocurría en el 68, ahora el peligro está en quedarse encerrado en lo virtual, en la propia burbuja de un mundo de juguete.


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El status quo actual no solo provoca una tendencia a que esto ocurra, sino que lo promueve al ser el mundo digital un territorio clonable, donde pueden proliferar mundos paralelos de tal forma que no interfieran los unos en los otros. El peligro de permanecer únicamente en lo virtual es que la potencialidad de los movimientos puede hincharse como una burbuja que limitara otro tipo de acciones. Por esa razón, una de las claves del éxito y de la repercusión del 15-M ha estado en la combinación de la presencia física y la presencia virtual, de tal manera que Internet no es un sustituto de la revolución clásica, sino un sustituto de sus medios de difusión y una manera de democratizar y uniformizar las vías de actuación. La ocupación de la calle, las asambleas abiertas en las plazas y la sensación de las imágenes mostrando las potencialidades del espacio público han evitado que el movimiento se ancle en su propia virtualidad, de la misma manera que la nueva forma de relación pacífica con la ciudad ha atado de manos y dejado sin argumentos reales a muchos críticos del movimiento.


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Las imágenes de las calles parisinas de Mayo del 68 que filma William Klein, al igual que las que se aprecian en otras obras de capital importancia como Un film comme les autres (1968, Jean Luc Godard) muestran coches ardiendo, barricadas, escombros, y una agresividad simbolizada por la nueva arquitectura de unas calles casi convertidas en un campo de batalla. Por el contrario, la única violencia que se ha podido inmortalizar en el movimiento 15-M ha sido la procedente de cuerpos de seguridad intentando acabar con una concentración pacífica. Se han invertido las tornas, de tal manera que las ideas que entonces fluían en las asambleas de los interiores han pasado a las calles y, análogamente, la violencia física de las calles se ha virtualizado, de tal manera que los medios han sublimado la agresividad a través de declaraciones o imágenes que en ocasiones pueden ser auténticas y otras veces aparecen distorsionadas, herederas directas de un cierto tipo de cine dominante que no busca la imagen justa, sino la imagen epatante, que busca la manipulación o emoción forzada del espectador.


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Presagiando revoluciones


Pero el cine no solo es capaz de mostrar el espacio urbano como territorio de lucha y reivindicación, ni de documentar unos sucesos concretos que trasciendan el espíritu de las calles; en muchas ocasiones, el cine ha funcionado como un oráculo capaz de medir la temperatura social de tal manera que ha presagiado lo que iba a ocurrir, adelantando unos sucesos antes de que la gente saliera a la calle y embistiera contra las barricadas. Una rápida aproximación a dos de los movimientos populares más importantes de la segunda mitad del siglo XX, el Mayo del 68 y la Primavera de Praga, nos hacen ver que el cine fue capaz de detectarlos visionariamente a través de películas como La chinoise (1967, Jean Luc Godard), Las margaritas (Sedmikrasky, 1966, Vera Chytilová) o La mano (Ruka, 1965, Jirí Trnka). La grandeza de estas películas no está en su capacidad profética, ya que esta es consecuencia de esa grandeza, sino en que fueron capaces de captar la temperatura de la calle y calibrar lo que estaba sucediendo en los intersticios sociales. Porque la verdad social está en las calles, y los rostros que surcan las avenidas con rasgos inexpresivos o asépticos esconden un fuerte sentimiento de descontento, frustración o esperanza, que habitualmente queda reprimido en el interior de sus casas. La potencia de ciertos sentimientos queda velada ante una realidad que suele ser más tangible, aunque esta permanezca permanentemente empeñada; sin embargo, muchas veces la pregunta más simple y aparentemente más obvia puede hacer despertar a quien intentaba mantener sus emociones dormidas como forma de autoprotección. Jean Rouch y Jean Morin fueron conscientes de esto y, en 1961, recorrieron las calles de París mientras filmaban Crónica de un verano (Chronique d’un été) preguntando a los paseantes, simplemente, si eran felices. La diversidad de reacciones y de respuestas resulta estimulante porque permite comprender la variedad de sensibilidades que pueblan un mismo ecosistema, el de la realidad urbana, y el descontento palpado en las gentes por Rouch y Morin no fue más que un indicador más de lo que, siete años después, estallaría en el famoso Mayo del 68. La gran pregunta que queda es si el siglo XX convirtió las ciudades en un caldo de cultivo de insatisfacciones, lo que explicaría el hecho de que las revueltas que siglos anteriores, o incluso a principios del siglo XX, surgieron tanto en el entorno urbano como en el medio rural, empezaron a convertirse en material de ciudad. ¿Proviene el descontento de una cierta tipología urbana que el ser humano ha ido construyendo a lo largo de los siglos XX y XXI en las ciudades del mundo occidental? ¿Es la ciudad la que crea un clima de desazón y de hostigamiento perpetuos o se trata simplemente de una cuestión de estadística? Porque, actualmente, aproximadamente el 76,1 % de los habitantes de los países desarrollados viven en ciudades, de donde suelen surgir las revueltas contra el poder establecido (este porcentaje ha ido creciendo sin pausa durante las últimas décadas, ya que en 1950 era de solo el 52,5%). ¿De qué depende ese descontento? ¿Concentración de gente implica concentración de descontento? ¿La suma de eso con el aburguesamiento de la clase media provoca que las revoluciones se transformen en revueltas asépticas y limpias y no den lugar a auténticos cambios de poder? El cine es un medio magnífico para investigar todos estos temas, y así lo ha ido demostrando a lo largo de sus años de historia.


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De la catarsis íntima a la batalla colectiva


Todavía no sabemos qué consecuencias tendrá el movimiento 15-M en el cine del futuro, pero sí tenemos la perspectiva suficiente para analizar cómo el Mayo del 68 condicionó de manera decisiva buena parte de las ficciones más interesantes del cine francés posterior. Se han escrito ríos de tinta sobre ese desencanto que plasmó como nadie Jean Eustache en La mamá y la puta (La Maman et la Putain, 1973), y de ahí nació una línea que llevó esa sensación de desencanto a la idea emocional de catarsis íntima. Esa línea recorre el último tercio del siglo XX y buena parte de la carrera de ciertos cineastas, y encontró su culminación cuando Philippe Garrel filmó Los amantes habituales (Les amants réguliers, 2005), desgarrada respuesta a la aséptica Soñadores (The Dreamers, 2003) de Bertolucci, en la que da un giro a la perspectiva física y moral mostrada por el director italiano. Mientras la segunda limita prácticamente la vida en el exterior de un apartamento al final de la película, cuando los protagonistas se suman a las revueltas en una reivindicación política que parece muy poco comprometida, Garrel comienza su reflexión acerca del movimiento en las mismas calles de París, en la huída del protagonista a través de unos exteriores desangelados, limpios de retórica pero sucios de materia, para después enlazar el fracaso colectivo con la decepción sentimental de un joven que no es capaz  de encontrar la salida de sí mismo. Intenta afrontar el amor como salida a los fracasos políticos, y Garrel acierta totalmente al focalizar en esa idea los logros del Mayo del 68, que quizás no alcanzó los objetivos políticos que se propuso, pero creó una nueva conciencia íntima en torno a las relaciones sentimentales y a la forma de experimentar y comprender la emotividad. Una nueva vitalidad y una estructura mental más abierta inundó a la nueva generación, con unas consecuencia y unos logros que hoy día se siguen sintiendo, incluso por aquellos que continúan negándolos. El propio Nicolas Sarkozy afirmó en 2007, en la campaña electoral que le dio la presidencia de Francia, que era necesario enterrar de una vez el espíritu de Mayo del 68 y renegar absolutamente de su herencia. Más tarde, Daniel Cohn-Bendit le recordó que “sin Mayo del 68, ¡él no sería presidente de Francia!”, y no hay más que pensar en madame De Gaulle, quien “encarnaba aquella Francia de la hipocresía, doble moral, apariencia, fachada… Que hoy un presidente pueda serlo estando divorciado, y emparejado con una mujer con tantos ex amantes famosos, con hijos del uno y de la otra…, ¡se debe a que existió Mayo del 68!” (1). Como el propio Cohn-Bendit ha afirmado en más de una ocasión, Mayo del 68, además de ser la primera revolución no cruenta (abriendo la puerta a otras como la de los claveles o la del terciopelo), y aunque fracasara en lo político, triunfó en lo cultural y en lo social y se convirtió en una referencia.


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Más allá de las consecuencias o efectividad de lo que aquella revuelta supuso, resulta curioso comprobar que casi todos los materiales audiovisuales de Mayo del 68, ya sean documentales o de ficción, presentan líderes, cabezas visibles o, simplemente, protagonistas con identidades y motivaciones individuales.  Por esa razón, sorprende que en este sentido se pueda encontrar un reflejo más fiel del movimiento 15-M acudiendo a épocas más remotas y recurriendo a películas como las rodadas por Eisenstein sobre la Revolución Rusa de octubre de 1917. Películas como El acorazado Potempkin (Bronenosets Potyomkin, 1925) u Octubre (Oktyabr, 1928) presentan un pueblo amotinado como protagonista colectivo, en las que el cineasta ruso intenta desterrar los conceptos de individualidad por no resultar representativos de las ideas que la revolución de Lenin quería expandir. Estas ideas teóricas, tan bien aplicadas al cine por Eisenstein, no se correspondieron posteriormente con la realidad, ya que terminó imponiéndose una jerarquía rígida y autoritaria que provocó la aparición de numerosos cabecillas que actuaban como líderes creadores de opinión, los cuales, en muchas ocasiones, desvirtuaban las ideas generales de la revolución en busca de beneficios (materiales, morales o simplemente de ego) particulares. Por otro lado, desde la perspectiva audiovisual, ¿tenía sentido establecer un protagonismo ideológico colectivo en películas que iban firmadas por un realizador concreto y prestigioso que había vivido los sucesos como una aventura personal? La respuesta a esta idea de autor podemos encontrarla precisamente en las consecuencias del Mayo del 68, y en la incorporación de un cineasta tan personal como Jean Luc Godard a grupos de cineastas que camuflaban su autoría bajo una firma colectiva, como el grupo Dziga Vertov, en el que Godard, entre otros nombres importantes, disolvía su fuerte personalidad, aunque esta quedara inevitablemente patente en el resultado de las películas.


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(1) 16-VI-10, Víctor-M. Amela, lacontra/lavanguardia


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En cualquier caso, la mirada de Eisenstein sobre la Revolución Rusa contrasta con la de las superproducciones academicistas del cine occidental, con un estilo limpio y una narrativa más que estructurada, subrayada, en la que el héroe siempre está presente y funciona como enganche de identificación para el espectador, envuelto en una estructura comercial con sus motivaciones individuales. Esto es una característica común de películas que muestran la Revolución desde los bandos opuestos, como Doctor Zhivago (1965, David Lean) o Rojos (Reds, 1981, Warren Beatty). En Eisentein, sin embargo, es la ciudad, sus calles, edificios y escalinatas, lo que funciona como metáfora del pueblo entendido como ese colectivo cuyas reivindicaciones no deben ser eclipsadas por las motivaciones individuales.


¿Revolución real o revolución virtual?


El cine digital, antes de sacudir en sus formas la manera de captar el momento y de democratizar la mirada, introdujo ya desde el principio del siglo XXI cambios de perspectiva en el retrato de las antiguas revoluciones. Y así, fue un veterano como Eric Rohmer quien cambió la mirada sobre la revolución desde el punto de vista de la narración y desde el punto de vista de la forma, aunque ambas cosas vayan inevitablemente unidas, con su película La inglesa y el duque (L'Anglaise et le duc, 2001). Rohmer no se conformó con mostrar (directa o elípticamente, pero sutil hasta en sus escenas más crudas) el lado oscuro y habitualmente olvidado de una revolución casi siempre mitificada y el ambiente envenenado de unas calles recorridas por el odio y la sed de venganza (con el riesgo para su popularidad que este retrato supone), sino que monta un dispositivo de representación que sirve para que el espectador pueda analizar fríamente los conceptos y se aleje de cualquier intento de manipulación emocional. Siguiendo un camino que ya emprendiera varias décadas atrás en sus otros filmes históricos, La marquesa de O (La Marquise d´O, 1976) y Perceval le Gallois (1978), Rohmer dio un nuevo paso en 2001 al reconstruir pictóricamente los escenarios de la Revolución Francesa con la ayuda de las nuevas técnicas digitales. El punto de vista de la aristocracia víctima de la Revolución sirve en esta ocasión para poblar de contenido las pinturas románticas influidas por Corot que se utilizan como marco de la acción, con estimulantes resultados estéticos. Yuxtaponiendo su habitual precisión antropológica en la descripción de personajes, ideas y sensaciones con una escenificación artificiosa en cuanto a conceptual e hipertextual, Rohmer es capaz de transmitir cómo la tensión de unas calles descrita en unos pocos y enérgicos trazos traspasa las largas escenas de diálogos en interiores y colonizan, sin necesidad de estar presente, toda la película. Rohmer hace una película sobre una ciudad en revolución en la que lo que se oculta de las calles importa tanto como aquello que se muestra, y la consciente artificiosidad del retrato de París en armas contribuye a que el espectador sea consciente de la Historia y de la dificultad de aprehender todos sus matices.


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Rohmer convierte la ciudad en una trinchera laberíntica de la que es difícil escapar: el único refugio está fuera de ella. Sin embargo, en las revueltas del siglo XX mostradas por el cine (más pacíficas y con unas consecuencias sociales y políticas mucho más leves), una casa, una puerta cerrada, puede bastar como lugar de refugio. Las calles forman una especie de iconografía imaginaria de una revolución imaginaria. La cruel realidad de la Revolución Francesa se convierte en el espejismo de violencia que en Mayo del 68 mostró las barricadas y los coches ardiendo, y de ahí se ha pasado a un modelo de revuelta, el del 15-M, que ya no es imaginario sino virtual, y la imprescindible presencia física en las calles parece más una simulación que un auténtico propósito de intervención forzada. Quizás sea la responsabilidad individual basada en unos ciertos principios inmutables de no violencia los que impidan ir más allá, pero también los que hacen que la propuesta general sea más difícilmente cuestionable. La ciudad se multiplica en la era digital, y sus calles pueblan a la vez la realidad y sus vidas paralelas en las imágenes que recorren las pantallas, como si todos fuéramos fantasmas que pobláramos mundos imaginarios. Como si fuéramos personajes de las películas posmodernas de Assayas, en las que el exceso de detalle, la ultratecnificación y las conspiraciones empresariales transnacionales llevan a pensar que no poblamos una determinada realidad, sino la ficción que hemos ido creando a lo largo de la historia para dibujar nuestro mapa interactivo de deseos frustrados. El cine nos ha mostrado que la ciudad puede servir para muchas cosas, pero nos ha hecho ver que las calles resultan imprescindibles a la hora de manifestar una determinada sensibilidad social colectiva. Puede ser la ciudad un territorio de batalla y barricadas o un lugar de debate pacífico, pero también puede servir para expresar, a través de un colectivo, las emociones personales más íntimas, más difícilmente demostrables, y se puede convertir en ese espacio en el que se cruzan los anhelos forjados en las habitaciones más pequeñas o en los prados más amplios. Al final es necesario un punto de encuentro, un espacio de cohesión en el que todos quepamos y con el que todos nos sintamos identificados a la vez que refugiados; nuestras calles son ese lugar. Quizás la revolución no sea lo que nos haga despertar, ni el cine su medio de expresión, pero ambos juntos pueden ayudarnos a habitar el único mundo posible, un mundo virtual de tuits, flores rojas y miradas cargadas de futuro.


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