Richard Kelly la épica del fail | por Jordi Revert

Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Samuel Beckett



El relato en los márgenes, vanidoso y complaciente reservado para los llamados directores malditos no vale aquí. No hablamos del que ha alimentado su leyenda en los recovecos menos cómodos del proceso creativo, que es el primero en ganarse la simpatía del espectador con debilidad por los trayectos escarpados. Se trata más bien del choque de una sensibilidad disonante con la (a)normalidad oficial, un desencuentro violento que ni puede aspirar al guiño inadaptado ni a la excepción mainstream. En la discordancia sin remedio es donde se sitúa el cine de Richard Kelly, o el extraño ejemplo de un autor fulminado en su incompatibilidad con la realidad de su tiempo, con las crónicas dominantes que la corresponden desde la ficción. En su caso, lo breve no tiene tanto que ver con la caducidad que imponen los accidentes, sino con el compromiso del creador hacia la exploración que dicta su instinto, de entregar sus referentes y su bagaje a la causa de acariciar la expresión no materializada que ha nacido en él.


La obra que resulta, que es esa expresión, se presenta a menudo tan cohesionada y delimitada como él puede permitirse, y por tanto, como esa unidad artística cerrada que puede someterse sin dificultad al análisis. Pero no sucede así en la efímera filmografía de Kelly, compuesta de solo tres largometrajes —Donnie Darko (2000), Southland Tales y The Box (2009) — y un guion para un proyecto ajeno —el de Domino (Tony Scott, 2005)—. En sus incursiones puede leerse una hermosa historia de fracaso del individuo que quiere explorar lo que le señalan sus tripas, más allá de lo sensato, para luego trasladarlo a un colectivo al que llega esa visión tan abundante en pasión como farragosa y agotadora en sus constantes derivas. Cada una de ellas supone un pulso a un espectador educado en un cine acostumbradamente finito desde sus planteamientos a sus conclusiones, al círculo que se cierra al llegar a los créditos o incluso antes, a la hoja de ruta segura y sin posibilidad para el desvío. En el espíritu ingenuamente kamikaze de éstas, se halla la clave para entender a alguien que solo ha conocido triunfos en el culto ulterior a sus obras, y cuyos fracasos parecieran la revancha de una realidad empeñada en conspirar contra el creador después de que él conspirara contra ella.



Donnie Darko | Richard Kelly

2. Nacido en Newport, Virginia, en 1975, la trayectoria de Richard Kelly comenzó cuando le fue concedida una beca para estudiar en la University of Southern California. Antes de graduarse en 1997, ya había realizado dos cortometrajes: The Goodbye Place (1996) y Visceral Matter (1997) y cuatro años después, acometía su debut en el cine. Kelly rodó en 28 días Donnie Darko, que le convertiría en director de culto pese a su desafortunada carrera comercial. A sus 26 años,  proponía un debut insólito en planteamientos, una ficción a caballo entre universos paralelos que rezumaba entusiasmo referencial al tiempo que lo abrazaba desde una personalidad propia y difícil de delimitar. Escarbando en las imágenes de Donnie Darko, uno puede encontrar el cariño hacia la épica sentimental ochentera de John Hughes integrado en una relectura de la realidad que domestica el enrarecimiento lynchiano. En ellas, se agolpan la visceralidad pop —los pasajes musicales y slow motion con la música de The Church o Echo & The Bunnymen—  y la tragedia religiosa de un superhéroe terrenal —la intersección entre la filosofía del viaje temporal, según Roberta Sparrow,  y la posible intervención divina que guía a Donnie a cumplir su destino—, una concatenación improbable que determina la textura inestable y a la vez fascinante de la obra.


Pero sobre todo, resulta fundamental entre esa densidad referencial la incómoda idea del individuo que se abre paso en las entrañas de su realidad con la vocación de torcerla, subvertirla hacia la utopía de un aquí y ahora más justo y menos mezquino. Esa es la cruzada de su protagonista cuando desenmascara ante sus compañeros de instituto la falsedad del gurú de la autoayuda interpretado por Patrick Swayze, o la de la profesora a la que da vida Drew Barrymore, en su pulso por salirse de un programa oficial que adocena a sus alumnos. En el gesto de rebelión de ambos personajes aparece también la desolación de dos particulares impotentes ante la imposibilidad de cambiar un orden vulgar, que solo ellos y pocos más están llamados a cuestionarse. Como si nadie a su alrededor fuera ni quisiera ser consciente de lo líquido de su mundo, de su día a día, y no desearan salirse de unos cauces que hacen más cómodos el tránsito de una vida. En ese sentido, Donnie Darko está llena de escenas que manifiestan la fricción entre el individuo fatalmente consciente de la inestabilidad de cuanto le rodea y ese todo que tarde o temprano está abocado al colapso, al cual se dirige perpetuándose con impostados, a menudo perniciosos sistemas de valores. Como muestra, la secuencia en la que a la profesora Pomeroy (Barrymore) se le comunica que no seguirá con sus clases como consecuencia de haberse salido de su programa, aun si eso significa que sus alumnos realmente hayan aprendido algo. Acto seguido, y tras desahogarse gritando en el exterior, entra de nuevo en la escuela al tiempo que en megafonía se anuncia la selección del centro para un concurso de baile infantil. Lo que viene después es una de las manifestaciones más puras de la visión de Richard Kelly: la banda sonora de Michael Andrews, chirriante y turbadora, envuelve unas imágenes que quedan silenciadas a excepción de la música, y la profesora observa cómo se corrobora su derrota frente a la imposición de lo banal, vía adultos y niños que celebran la noticia con una felicidad que debería ser desasosegante, y que aquí lo es por el empeño atmosférico de la escena.


Donnie Darko | Richard Kelly

Y a esa impotencia, sucede el flirteo con la destrucción justificada como antídoto a los males de un universo al que no se puede vencer. En clase, la profesora de inglés pregunta por el sentido de Los destructores de Graham Greene, donde unos jóvenes destruyen una casa de dos siglos que sobrevivió a los bombardeos de la II Guerra Mundial de Alemania a Reino Unido. Donnie interviene para apuntar que sus protagonistas actúan de tal modo porque, en ellos, la idea misma de destruir significa una forma de crear, de cambiar las cosas. El comentario y el libro tienen su eco más tarde, cuando una de las profesoras insta a prohibir la obra de Greene alegando que fue la fuente de inspiración para los actos de vandalismo sufridos por el instituto. Se trata, otra vez, de las señales que se esfuerzan por interpretar lo inasible chocando frontalmente con lo que no ha de permitir tales interpretaciones, la semilla de la reflexión y el cambio. Es la base de un fracaso condenado a reiterarse, de la resignación subyugada a una lógica idiota pero mayoritaria, el discurso particular capacitado para reformular viéndose anulado por lo mucho de irreconciliable que tiene para con el general. Es decir, otra forma de fail, resultante del desacuerdo virulento con el contexto, que puede trasladarse al rendimiento comercial de la cinta: Donnie Darko se convertiría en una película de culto, pero en su estreno, pospuesto en el tiempo tras los ataques terroristas del 11-S, apenas consiguió cubrir lo que había costado. Kelly tardaría cuatro años en realizar su siguiente trabajo, una apuesta, en contra de los dictados de la lógica comercial, todavía menos sensata de lo que lo había sido su ópera prima.



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Southland Tales | Richard Kelly

3. Si la caída de las Torres Gemelas tuvo como una de sus consecuencias el retraso del estreno comercial de Donnie Darko, Southland Tales suponía una temeridad mayor desde el mismo momento en que desplegaba su sátira política sobre unos Estados Unidos que en un futuro cercano han sufrido un ataque nuclear y son gobernados por el republicanismo más grotesco —los vídeos publicitarios en contra de la proposición 69, en la línea del vídeo para el alistamiento que Paul Verhoeven incluía en Starship Stroopers (1997)—. En los primeros minutos, una videocámara doméstica recorre una casa en la que se festeja el 4 de julio. En un momento dado, un niño se entretiene aplastando globos y a través de las ventanas irrumpe el destello de una explosión. Acto seguido, la cámara sale al jardín y se une al grupo de gente que mira al horizonte, allá donde se erige un hongo nuclear. El perturbador inicio es un estallido literal en pantalla de los miedos post-11S, la forma del Apocalipsis intuida en la Guerra Fría reubicada a un escenario tanto o más frágil que aquel. A éste prólogo seguirá una aparatosa, confusa trama en la que participan células neo-marxistas, cazarrecompensas por cuenta propia, un traumatizado veterano de Iraq, un grupo independiente de científicos, republicanos conspiradores, una estrella del porno y, sobre todo, dos amnésicos personajes en los que se halla la clave de todo: el reaparecido actor al que interpreta Dwayne ‘The Rock’ Johnson y el policía al que incorpora Seann William Scott. Todo, integrado en una narración que es parte de una mayor —de hecho, la película comienza en el episodio IV— y que se complementa con las novelas gráficas que el propio Kelly escribió durante el rodaje y montaje.


Southland Tales es la expresión del fail hiperbolizado. La obra incontenida hasta que lo imprudente la erosiona en su sentido y forma. Por su condición más grande, más compleja y más ambiciosa que Donnie Darko, todavía es su identidad más líquida y su fracaso más rotundo, pero también más inasible. Es la mejor representación de la película ingobernable, un conglomerado imposible que se ríe de postulados ideológicos y de las dinámicas de la política estadounidense al tiempo que se toma muy en serio su Apocalipsis. Hay en ella algo de crónica terminal que amplifica ese sentimiento en nuestra relación con la Historia, un punto y aparte que había encontrado su iconografía propia en el ataque y destrucción del World Trade Center. La reverberación lírica de esa muerte registrada se halla en los últimos versos de The Hollow Men, el poema de T.S. Eliot que aquí es modificado a conveniencia: en Southland Tales, el mundo acaba con la explosión, no con el gemido. El otro pilar referencial aquí es The Road not Taken, de Robert Frost, que el propio Kelly señala como la mejor descripción del filme. Pueden hallarse en las líneas de Frost la misma melancolía y bipolaridad que en las cruzadas desnortadas de sus personajes, convertidos accidentalmente o no, más afortunadamente o menos, en avatares de las secuelas del colapso occidental. Precisamente, en la misma entrevista (1) en que reconocía la importancia del poema de Frost, el director definía su segunda obra como un tónico para la gente que se encontraba lidiando con la ansiedad post 11-S. Una vez más, y dejados atrás los 80 para dar paso a un contexto más crítico, se trata del individuo tratando de sobreponerse al insoportable y/o incomprensible escenario de su tiempo, apenas consciente de él como lo es Boxer Santaros (Johnson) en su amnésico trayecto a merced de bandos políticos reducidos a la caricatura —no sale bien parado el Partido Republicano, pero tampoco el liberalismo neo-marxista al que el director se declara afín—. De hecho, no es el único que representa esta posición: el personaje doble al que interpreta Seann William Scott —el oficial Roland Taverner y su gemelo Ronald Taverner, luego revelado como su literal doppelgänger— vagabundea sin rumbo y es utilizado del mismo modo antes de revelarse como la pieza clave que pondrá fin a todo. El reconocimiento del otro, que es el yo traumático, en el interior de un furgón volcado en medio de los disturbios, activa el final avanzado en los versos de Eliot. Mientras, a bordo de un mega zepelín, Kelly corresponde a ese punto de no retorno con una de las escenas más hermosas de su filmografía: el plano secuencia, a cámara lenta —un sello de identidad forjado en sus dos primeros trabajos—, de Santaros y Krysta Now (Sarah Michelle Gellar) entrando en lo que bien podría ser la celebración sin nostalgia de un fin del mundo entre cócteles y fotografías de hongos nucleares mientras suena Howl, de Black Rebel Motorcycle Club.



Southland Tales | Richard Kelly Southland Tales | Richard Kelly

4. Esa misma voluntad de sátira extrema, así como la intención de cuestionar el relato oficial, también era parte esencial de Domino (Tony Scott, 2005). El origen del proyecto se remonta a la primera mitad de los 90, cuando Tony Scott leyó un artículo de Sacha Gervasi en el periódico británico The Mail on Sunday sobre el caso real de Domino Harvey, cazarrecompensas profesional e hija del actor Laurence Harvey —recordado por protagonizar junto a Frank Sinatra El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, John Frankenheimer, 1962)—. Tras pasar por varios manos, y después de que Scott leyera el libreto de Southland Tales, Richard Kelly fue contratado para escribir una nueva versión del guion sin tener en cuenta las realizadas hasta entonces. En el resultado puede intuirse la conciliación del estilo febril y el barroquismo visual del director de Amor a quemarropa (True Romance, 1993) con el alocado sarcasmo socio-político que Kelly ya estaba volcando en su segundo trabajo. Así, las andaduras de Domino Harvey (Keira Knightley) y sus dos compañeros de caza (Mickey Rourke y Edgar Ramírez) son la principal excusa argumental a los márgenes de la cual se desarrolla mucho más: un retrato abiertamente excesivo y vertiginoso de miserias sociales, a través de un catálogo de personajes basura, esperpénticos hasta lo indecible —la abuela más joven de América, y otros seres de polígono— para evidenciar estridencias culturales. Y entretanto la narración central hurga con cinefilia desbocada y alevosía en la brecha abierta entre la ficción que debe conservar unas pautas y la auto-ficción que la sabotea —la repetición de esquemas respecto a otros filmes de Scott— para evidenciar el fracaso de una narrativa institucionalizada, cuya legitimidad es revocada desde la realidad misma, con la aparición final de la verdadera Domino para dar visto y conforme a la máxima inaugural: «Basada en hechos reales… Más o menos».



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The box | Richard Kelly

5. En el Festival de Cannes de 2006, Southland Tales concursaba en la Sección Oficial, con una versión más larga que el recortado segundo montaje que se distribuiría en cines. El pase fue un desastre y la cinta se llevó la reprobación mayoritaria de la crítica, algo que no mejoraría en su llegada a las salas: pese a que tuvo defensores aislados como J. Hoberman, de The Village Voice, en general las críticas fueron negativas y no ayudaron a lo que acabaría siendo un catastrófico paso por la taquilla —recaudó unos 273.000 dólares, cuando había costado aproximadamente 17 millones—. Para entonces, Kelly ya había puesto en marcha su tercer largometraje: The Box (2009) era la adaptación de un relato breve de Richard Matheson que ya había sido llevado a televisión en el episodio Button, button (1986) de The Twilight Zone. El primero, abordaba una metáfora de la incomunicación a través de un matrimonio al que le era ofrecida una gran suma de dinero a cambio de apretar un botón que haría que alguien que ellos no conocían muriera. Su versión televisiva, con la que Matheson manifestó su descontento, añadía poco más al texto que una frase final propia del malicioso chiste hitchcockiano. En su película, Kelly tomó dichos precedentes y extendió la cadena de dilemas morales y consecuencias de la pareja protagonista en dirección a terrenos conocidos: no solo hacia su habitual cinefilia movediza, pletórica de referentes en los que se cifra su fantaterror psicológico, sino también de la propia experiencia personal del cineasta, que ubica la acción en su Virginia natal en los años 70 y hace de su protagonista un ingeniero de la NASA, organismo gubernamental para la que había trabajado su padre en el programa Viking.


Así, The Box sería la tercera etapa en el itinerario de un cine que pareciera empeñado en viajar adelante y atrás en el tiempo para sabotear la imagen límpida que en cada momento ofrece la realidad, el reflejo impoluto de un espejo que pretende desmentir para ofrecer su verdadera distorsión, ya sea en los 80 de Donnie Darko, en el futuro próximo de Southland Tales o, aquí, en los 70. Es un viaje generalmente fastidioso para el integrado, para el cual el género siempre se ha ofrecido como campo de prácticas, pero que Kelly ha llevado a cabo con la insensatez desmedida de quien no ha de hallar límites en el ejercicio. Su tercer trabajo es la confirmación de que, ni siquiera templando esa necesidad de explorar lo intuido, las leyes del caos sobre las que pervive el orden imperante —en este caso, la terrible constatación de que solo una determinada disposición moral puede salvar a la humanidad de su instinto auto-destructivo—, ni siquiera inscribiéndose en postulados más comerciales y menos dados a la loca experimentación de su anterior obra, consigue el director que su particular sensibilidad se reafirme y sobreviva entre parámetros no tan molestos. Quizá sea por la aplastante atmósfera de moralismo, llevada hasta la asfixia en la elección final que debe llevar a cabo el matrimonio Lewis (Cameron Díaz y James Marsden). O quizá sea porque la de The Box se asemeja bastante a una narrativa a la deriva, divagando en direcciones inhóspitas que pocos espectadores están dispuestos a recorrer. El caso es que la película encontró otra mediocre acogida tanto desde la crítica como desde el público, si bien ni las reacciones fueron tan virulentas ni su descalabro en taquilla tan grande como en Southland Tales. Pero el tercer fracaso, aunque menos contundente, habla de la imposibilidad de un director de encajar en un estatus industrial, hasta el punto de que su inventiva queda relegada, tras tres intentos, a poco menos que el desahucio.



The box | Richard Kelly The box | Richard Kelly

6. Y por eso lo breve, la fulminación del autor que intenta abrir hueco a una perspectiva que cuestiona lo real y lo convierte en vaporoso, mientras se debe a una personalísima educación cinéfila y sentimental. En 2010, Richard Kelly estuvo presente en el Festival de Sitges con motivo de un homenaje a su carrera. En una de las entrevistas que concedió a los medios, el director expresaba un deseo acorde al sentimiento de frustración del creador olvidado:


A partir de ahora haré películas que serán más fáciles de entender y digerir. Nunca dejaré mi sensibilidad pero quiero dejar la ciencia ficción y hacer algo más... más con los pies en la tierra. Quiero centrarme en cosas que estén más en la realidad. He pasado por momentos muy feos y quiero cambiar. Si me dejan. Estoy preparado para hacer películas que la gente entienda. (2) 


Hay en la respuesta algo del lamento que sigue al error consciente. También, la súplica de una oportunidad más que pide enmendarlo. Desde entonces, el realizador ha sido noticia por el anuncio de un nuevo proyecto, Corpus Christi —sobre un soldado que vuelve de Iraq con un trastorno de estrés postraumático y que se alía con un industrial de Texas—, que finalmente ha sido dejado de lado para dar paso a Amicus, thriller criminal y judicial que protagonizará Nicolas Cage. Sin embargo, y más allá de dónde desemboquen esas nuevas derivas, es la épica del fail, la insistencia con que el autor llega a insistir en su credo e inquietudes como manera de llegar a los demás, la que hace triste la renuncia a seguir por ese camino y establece una forma de heroicidad condenada, las más de las veces, a no ser comprendida. El verdadero fracaso de Richard Kelly no es el de no encontrar con sus películas una aceptación mayoritaria, sino, recurriendo a las palabras de Beckett, el de renunciar a fracasar otra vez y fracasar mejor. Al fin y al cabo, es posible que las hendiduras de ese cine desubicado y resignado estén albergando las claves para acercarse a lo que subyace bajo lo aceptado, a lo siempre indescifrable.


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(1) The Southland Tales Interview with Richard Kelly


(2) Richard Kelly: "Ahora no tendría los huevos para hacer Donnie Darko". Entrevista en elpais.com