Madame Duras y el círculo vicioso | por Laia López Manrique

Marguerite Duras

 (i)



A través de una puerta entornada, en Troville o en Neauphe-le-Chateau, veo a una mujer menuda que escribe. Y su escritura es línea divisoria, fuga, traslación, punto de vértigo, toldo dislocado. Su escritura es úlcera que aleja, que divide. (La vida, desnuda, a un lado. Ella al otro. Y no hay canal posible. )


Quiere vivir las vidas que escribieron otros, y escribe las que otros tal vez podrán vivir. La soledad de los objetos, ese pálpito ínfimo, desesperado, le pertenece. Posee las imágenes y las sombras. Posee el simulacro y las deformaciones. Posee la mentira, el calco y la secreta dicha de haber sido, en pasado imperfecto, otra.


Esa mujer escribe por infelicidad o por delirio. Por infidelidad al verbo, que es lo mismo que la fidelidad a nada. Por fidelidad al dolor, al juego, al alcohol, al fantasma, a la utopía y a los desengaños. Mientras otros viven, siempre.


Cuando escribe, la mujer no siente apego por las cosas. Incluso a veces las desprecia. Para poder nombrar algo hay que ser capaz de odiarlo, tanto como se fue capaz de amarlo alguna vez. La escritura fermenta en esa habilidad para el desprecio, para la disección que instaura la posibilidad del nombre. El privilegio de nombrar el mundo, aunque la lengua tiemble. Es distinto a la común moneda de vivirlo. Mientras se vive no existe el nombre. Existe un balbuceo informe, parecido al aleteo de un pez que está a punto de ser atrapado en una red de pesca. El balbuceo del placer o del dolor, de lo neutro, lo primario, lo que aún no es escritura.


Cuando escribe, la mujer quisiera vivir, y cuando vive, lo hace como si cada paso suyo fuera auscultado por el torpe oído de un escriba. La escritura late en el envés de cada aspereza, de cada fibra, de cada espejo. Y la soledad es el envés de la escritura, el perímetro abierto de su prisión.



(ii)


 Empezaré haciendo una afirmación que no ha sido más que vislumbrada, intuida. La gran pregunta que vibra en la obra de Marguerite Duras no es, como suele creerse,  la pregunta por el diálogo, por la posibilidad de hablar o de comunicarse: es la pregunta por la diferencia, de la cual la pregunta por la comunicación sería apenas una línea derivada. En primer lugar, la diferencia entre los sexos, como aparece en Moderato cantabile, en Los ojos azules pelo negro y, más profundamente, en El mal de la muerte. La pregunta por el deseo (el masculino, asociado a la muerte, y el femenino, vinculado al cuerpo como reducto de privilegiada distancia donde, a pesar de ello, todo, especialmente el Otro, sucede).


 Imaginemos la escena desplegada en El mal de la muerte. Un hombre anónimo contrata a una mujer para que se entregue a los vaivenes de su tortura interna: precisamente, la imposibilidad de amar, la imposibilidad de desear un cuerpo femenino. La mujer cede. La mujer es pagada por ello. Hacen una pausa en sus vidas, las suspenden y se ocultan a la mirada pública, como en uno de esos pactos ficcionales de los personajes de Sacher-Masoch. Se encierran en una habitación. En esa comunidad artificial e imposible*, el hombre, desde su separación,  puede disponer del cuerpo de la mujer, puede disponer de su miedo al amor, se acerca a ella alejándose de sí, experimenta en ella todos los estados, desea su muerte, la acaricia.  El narrador acusa al hombre, lo sitúa, y seguidamente ya solo pasa a explorar sus movimientos, los movimientos de su conciencia, sus (como hubiera dicho Nathalie Sarraute) tropismos. Esa mujer, que es una y es a la vez muchas mujeres (la narración se abre así: “Debiera no conocerla, haberla encontrado en todas partes a la vez, en un hotel, en una calle, en un bar, en un libro, en una película, en usted mismo, en usted, en ti) y el hombre que sí es uno, única y completamente uno, entablan una relación enfermiza e inquietante, hasta el momento en que ella se marcha.


Marguerite Duras No es posible (no es, creo, en absoluto posible) decir, como se ha pretendido algunas veces, que El mal de la muerte sea una novela sobre la homosexualidad masculina. Sería una mala simplificación de un texto que no se presta nunca a ser simplificado. No es sobre ello que se habla en el libro. Solo tangencialmente aparece el deseo homosexual (un deseo que se apunta sin deseo en la novela) insinuado, más como una pulsión de orden espiritual que como un hecho físico. En nada aparece como una forma de amor. El mal de la muerte en la novela de Duras es otro: es un misterio que se manifiesta en la imposibilidad de acercarse, de vivir, de tocar al otro en su proximidad, en lo que tiene de irreductible. La imposibilidad de mirarlo sin el filtro dañado de las relaciones de poder y sumisión, sin el desprecio por su desemejanza. Se trataría más bien de una ramificación, podríamos pensar, de lo mismo que Luce Irigaray, la psicoanalista y pensadora feminista de origen belga, calificó como l’hommosexualité, para diferenciarlo del deseo sexual entre hombres (homosexualité). La m intermedia importa. L’hommosexualité es el concepto que designaría la lógica del intercambio patriarcal que excluye y niega la feminidad, desplazándola hacia una posición subordinada, y se opone a la homosexualité, relación que sí es subversiva para la economía masculina dominante, en tanto que revela al cuerpo como espacio de goce y al falo no como instrumento de poder sino de placer. L’hommosexualité es el nombre que, en Irigaray, adquiere el intercambio, que es tanto económico como de bienes simbólicos, que relega a la mujer al sometimiento, al lugar del objeto.


 En su radicalidad, el concepto de hommosexualité aparece en la obra de Duras teatralizado bajo su aspecto más visceral (en el aislamiento buscado, en el hombre que llora ante el choque, en el intercambio de dinero, en la relación del cuerpo ante el cuerpo, ante ya no la mera carnalidad sino ante todos sus sentidos asociados por la tradición y por la historia, en el deseo del hombre de poseer el monopolio sobre la mirada- el hombre se horroriza de que la mujer le mire- y sobre todo en la frase: mira esta forma, descubre a la vez en ella su poder infernal, la abominable fragilidad, la fuerza invencible de la debilidad sin par). El cuerpo de la mujer es el objeto y, sin embargo, en el objeto se alza como una marca acechante el máximo peligro. La fragilidad es peligrosa por ser tan fuerte en su amenaza, en su disimetría: cuando usted lloró, fue solo por usted y no por la admirable imposibilidad de alcanzarla a través de la diferencia que les separa.”



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Marguerite Duras

(iii)


 En Marguerite Duras la acotación (al lado de la novela, en el guión, en el teatro) cobra el estatuto de literatura, y la literatura es siempre un rito de paso hacia otra cosa. ¿Qué otra cosa? Ella misma lo apunta en el breve texto que antecede al cuerpo de El dolor: “El dolor es una de las cosas más importantes de mi vida. La palabra “escrito” no resulta adecuada. Me he encontrado ante páginas regularmente llenas de una letra pequeña extraordinariamente regular y serena. Me he encontrado ante un desorden fenomenal de pensamientos y sentimientos que no me he atrevido a tocar y comparado con el cual la literatura me ha avergonzado”.


 Si la literatura avergüenza es, entonces, preciso encontrar otro orden. En el texto narrativo aparecerá el espectro del teatro y en el teatro el espectro de la sangre ahíta del cuerpo, y en el texto cinematográfico, el espectro de la narración ralentizada (India song), vuelta hacia sí misma hasta el pasmo. En Duras, siempre una especie de destrucción de los límites, una especie de vivencia desbordada de los límites, unida a un lenguaje preciso y reiterativo y a la imposición de una distancia.


 Marguerite Duras se empeña en subrayar el hiato entre el cuerpo del actor y el texto, entre el cuerpo del personaje narrativo y el posible cuerpo actoral (ella querrá que no lo represente, sino que más bien lo anuncie y lo vulnere), entre la voz actuante y la voz ejecutante (por ejemplo, a través de la necesidad de lo recitativo casi inhumano en la voz de Emmanuelle Riva durante los primeros minutos de Hiroshima, mon amour), entre el movimiento de la imagen y la narración de la historia (las voces perplejas de India Song, la misma voz rotunda de la autora al final de la película). La necesidad de lo roto, de lo disyunto, abierto así, sin ser para nada un ejercicio intelectual, sino algo súbitamente adentrado, comprensible rápidamente para el lector-espectador. Una cierta clase de violencia, por qué no, pero una violencia que no hay que pensar largamente, que se rescata de inmediato. 



(iv)


 En el texto de El hombre atlántico, que sería llevado al cine por Duras con el protagonismo de Yann Andréa Steiner, pareja de la escritora en los últimos años de su vida,la conciencia de la diferencia supera la esfera de relación entre los sexos para pasar a abordar la relación entre las cosas. El hombre atlántico representa, en cierto modo, la voluntad de un mirada absoluta (y absolutamente delimitadora, hacedora de escisiones) operada a través de una voz narrativa que se dirige al actor mudo que se mueve, mira el paisaje, desaparece, mira la cámara. Dice Duras: “Usted mirará lo que usted ve. Pero usted lo mirará plenamente. Usted intentará mirar hasta la extinción de la mirada, hasta su propia ceguedad y a través de esta deberá intentar aún mirar. Hasta el final.” Aquí aparece una vez más la voz narrativa, como una suerte de placenta arrancada que opera en el sentido de marcar, una vez más, la separación (entre texto visual y texto narrativo) a la par que crear, intervenir en lo visual. Esa mujer que habla (a las imágenes, a los cuerpos) introduce así un espejo, la reflexividad del texto fílmico sobre sí mismo.


 El hombre atlántico significa, además, una cierta conciencia de la impotencia del cine a la hora de mostrar la diferencia entre las cosas. Una cierta conciencia de la paradoja que, en el cine, va desde la representación al aplanamiento. De algún modo, parece decir Duras, la imagen, agotada ya, no basta. De ahí, tal vez, la necesidad de la voz en off contra un cuerpo mudo, que apenas se mueve. Se pide que el actor no hable y no interprete más que las órdenes (no autoritarias, enunciadas con una especie de dulzura desesperada) de una voz externa, que como una aguja incide, perfila, las estaciones de su desplazamiento.


 Sin embargo, hay en el texto de El hombre atlántico, también, de algún modo, la conciencia de que la palabra, la voz, nada puede, a pesar de su presencia, de su tacto. La cámara aparece a su vez consignada como un instrumento de muerte: “Al final del viaje habrá sido la cámara la que habrá decidido lo que ha mirado usted. Mire. La cámara no mentirá. Pero mírela como al objeto predilecto escogido por usted, esperado por usted desde siempre, como si hubiera decidido usted hacerle frente, entablar con ella una lucha entre la vida y la muerte. Haga como si hubiera comprendido en este momento, cuando la mantenía usted en la mirada, que había sido ella, la cámara, la primera en quererle matar.”


 Cine, por tanto, como mostración de la frontera, vértigo o rotación del texto sobre la imagen y de la imagen sobre el texto, El hombre atlántico vendría a hablar de la preeminencia de lo vivo frente a la huella de la escritura y de la propia narración fílmica. Lo vivo, el cuerpo del actor y lo manifiesto para la mirada del actor que la cámara no puede recoger, y que es precisamente “la diferencia irreductible que nos separa, que separa a los hombres de los perros, los perros del cine, la arena del mar”, de algún modo vendría a coincidir con lo irrepresentable. El esfuerzo de hacer una película, pues, no sería más que una tentativa, tal vez abocada a la pérdida: un palimpsesto.



(v)


Marguerite Duras El lugar, o uno de los lugares, a los que se arroja la obra durasiana es el personaje magnificiente de Anne-Marie Stretter. En el cine, Anne-Marie Stretter/Anna Maria Guardi aparece interpretada por Delphine Seyrig: se trata de la mujer-foco, la veneciana casada con el embajador francés en Calcuta, la de los muchos amantes, la bailarina de piel radiante y sonrisa concesiva (es también a través del baile cómo roba a Lol V.Stein su prometido, Michael Richardson), vestida con el batín negro, traje blanco o vestido rojo, de India song.


 Anne-Marie Stretter fue la obsesión de Marguerite Duras a través de varias de sus obras. Resplandece en El Vicecónsul, en El arrebato de Lol V.Stein, en El amante de la China del Norte. Siempre de paso, casi fugada, su presencia deja sin embargo un poso duradero. Inspirada en un personaje real que transitó de lejos la infancia de Marguerite en Indochina, Anne-Marie Stretter es casi un mito vaporoso al que ella sustanció en la escritura.


¿Quién es Anne-Marie Stretter? ¿Por qué atraviesa toda la obra de Duras como un punto de fuga ineludible? ¿Qué representa esta mujer relativamente distante, amable en el sentido literal de la palabra, casi ensoñada? Contrariamente a otras muchas de las mujeres de Duras, Anne-Marie Stretter resignifica con su evocación y su figura, en cierto modo, la felicidad liviana en el núcleo de la desgracia, el rostro-máscara que viste la enfermedad interior (“la lepra del corazón”) de modo grácil. Es una mujer viva, de una pieza, de una solidez incómoda, armoniosa, apenas lastrada en silencio. Usando mal el adjetivo nietzscheano, Anne-Marie Stretter parece remitir a lo apolíneo (forma, claridad, individuación) en contraste con aquellas otras mujeres durasianas (pienso en Anne Desbaresdes, la protagonista de Moderato cantabile, y en Lol V.Stein, la más mujer-agujero de los agujeros de Duras, puro retorcimiento y pura grieta), fascinadas por el extravío, que presentan siempre contornos más borrosos.   


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Para entrar en Anne-Marie Stretter, en su ligera indolencia, hay que ver India song muchas veces, escucharla muchas veces, sanearse y crecer en el tono de las voces que narran la historia. Ver India song con los ojos cerrados. Escuchar el canto de la mendiga, sus palabras ininteligibles, caerse en los ojos llorosos del vicecónsul, sentirse perseguida por su grito. Porque Anne-Marie Stretter es, de algún modo, una existencia que está más allá de lo real, de lo imaginable. El vicecónsul le dice: “No sabía que existiera usted.” Su existencia es un exceso y su amor imposible hace aullar al vicecónsul, doblemente caído en desgracia. Incluso en la pantalla, con su serenidad y su ausencia, Anne-Marie Stretter da la impresión de estar en otro lado. La encarnación de Delphine Seyrig (tan distinta que parece otra), su extraña cadencia, su forma de desaparecer.



(vi)


 Interrogada por la revista Artsept acerca de su visión del amor en los personajes que había interpretado en el cine, Jeanne Moreau se refiere al personaje de Anne Desbaresdes,  protagonista de Moderato cantabile, de la siguiente manera: Elle souffre comme une bête”. Con una simplicidad asombrosa, Moreau (quien interpretaría a la propia Duras después de su muerte en la película Cet amour-là) consigue sentenciar el rasgo principal de esa Madame Bovary contemporánea que, a diferencia del personaje de Flaubert, no consuma su deseo más que en el modo del fantasma. A través de la proyección hacia la vivencia de otros (la pareja adúltera del bar) y del relato que de esa vivencia hace y reconstruye con Chauvin como si fuera la propia, Anne Desbaresdes acaricia la brecha que se abre entre el deseo y el peligro sin acabar de traspasarla, o entregándose a ella con la más pura violencia de lo no-realizado.


Marguerite DurasEn la novela (como sucederá, de otro modo, en la adaptación cinematográfica de Peter Brooks, con Moureau y Belmondo como protagonistas) cada uno de los personajes habla una historia y en el silencio se produce su encuentro, la unión amorosa que no deviene física. En Moderato cantabile, así como en El arrebato de Lol V. Stein, es donde se muestra la maestría de Duras a la hora de sitiar a los personajes y mostrar, en ese estado de sitio, el tenso arco de sus relaciones, el lapso que pasa entre ellos, su densidad invisible. Pues parece cierto que Duras prestó una atención desaforada al fenómeno del silencio, la cesura donde todo es puesto en cuestión y todo puede ser, también, armado o revelado. Creó diálogos exentos, drenados, donde se hace manifiesta la verdadera isolación de los hablantes. En Moderato cantabile y en el guión de Hiroshima mon amour, donde el amor vuelve a mostrarse como una especie de remisión a un espacio desconvocado por imposible, las secuencias dialógicas adquieren un peso enorme porque en ellas parece no haber, en el fondo, auténtica escucha. El diálogo  en Duras es un artefacto teatral que, lejos de ir hacia la agilidad y el movimiento del “turno de réplica”, parece sumir a los hablantes en una estupefacción fundamental. En el habla del otro (así sucede tanto en Moderato cantabile como, creo, en Hiroshima) no sucede otra cosa sino el espejismo del propio deseo, la escucha de ese deseo anonadado. Como si todo tendiera o debiera tender a una furiosa detención.



Marguerite Duras

(ix)


Marguerite Duras es intensidad, mirada hipnótica. Escritura calada. Frío. Voz ronca, austeridad, alcohol. En el panorama de una ausencia. Lo intermitente de la ausencia es la escritura que trama, confabula su reaparición.



Quzás sea posible entender a Marguerite Duras a través de una sola llave, una palabra satinada, abierta. La palabra francesa “ravissement”, que podemos traducir por “arrebato”.  El espacio ciego, el minuto cero donde todo queda suspendido, del cual penden los recuerdos, como alfileres girados. Por eso, quizás, la escritura, en cuanto regreso y asunción de lo desconocido. Por eso, quizás, ese cine hecho de connivencias con la palabra, de largos silencios, de regurgitaciones.


“Por qué no hacer una película, en lugar de escribir”. En cada caso, cuando escribe y cuando hace cine,  Marguerite Duras se pregunta cómo tallar las cosas. Cómo tallar los cuerpos: lo primero es ver, mirar, cómo estos se deslizan ante nosotros. Después pensar cómo nombrarlos. Y hacerlos en el mismo acto de  nombrarlos, como una suerte de Prometeo exhausto. Hablar del sonido y del extravío, acariciándolos, a veces, con violencia. Hablar del color, haciéndolo, provocándolo en los ojos a la vez que se nombra. Si Marguerite hubiera pintado, imagino que sus cuadros habrían sido grandes paneles de colores cálidos: sombras recortadas, rollizas, como exhalados del cuerpo de mujeres perdidas.


“Por qué no hacer una película, en lugar de escribir”. Necesidad de la forma en dos sentidos distintos. Por qué no jugar al juego inverso. Por qué no hilar la ceguera de lo irrecuperable a la imagen, el acontecimiento a su evocación. Vincular, separándolos, la textura mullida y resuelta de los cuerpos y la memoria de sus actos.


Y, sin embargo, al fondo de toda la obra de Duras, queda una rémora: el mar alejado e inconsistente. Lo que no podemos asir y nos precede, nos determina, nos dimensiona. De algún modo, Marguerite nos dice: nos sabemos pequeños como insectos ante el mar sin contornos. Solo podemos hablar del mar, solo podemos entrar en su inacabamiento. Hemos de mirar el mar con todas nuestras fuerzas, como el personaje de El hombre atlántico. Entrar en la perspectiva del mar como se entra en el abandono, como la abertura pavorosa de un ojo en mitad de la devastación.



Marguerite Duras
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