Jay y Mark Duplass. Fuera de lugar | por Paula Arantzazu Ruiz

Hay algo ciertamente irritante en el cine de los hermanos Duplass. Un componente de autosuficiencia del que uno recela, es mi caso, pero también una querencia constante por la desubicación. El cine de Jay y Mark Duplass es difícilmente clasificable. O, a la inversa, puede ser definido de mil maneras. La ambigüedad, sumada a la jactancia de aquel que puede o sabe serlo, podría verse, así pues, como una señal de la que desconfiar.


Cyrus | Jay y Mark DuplassLos Duplass se mueven de un género a otro, de la independencia hacia las majors, de la familia mumblecore al star system, de la ternura al desprecio, del buenismo al hondo nihilismo. El camino de uno a otro concepto, de una a otra emoción, de uno a otro personaje, se encuentra en el mismo interior de sus largometrajes. Hay algo ciertamente irritante en su cine, como se ha dicho, pero sobre todo porque en este vemos imágenes demasiado humanas, demasiado propias. Y son imágenes que basculan entre esa molesta autosuficiencia y una fragilidad inesperada. Como si fuéramos testigos de una pesada broma. O peor aún: los protagonistas.


Tanto en The Puffy Chair (2005), Baghead (2008) y Cyrus (2010), sus tres largometrajes a la espera de The Do-Deca-Pentathlon y Jeff Who Lives at Home (bajo el padrinazgo de Jason Reitman), y pasando de soslayo por su puñado de cortometrajes), el balanceo como idea sobre la que orbitar es constante. El espectador jamás sabe dónde situarse o a qué personaje anclarse ya que siempre uno u otros resultan molestos y adorables por igual. En los Duplass no cabe la idea del Indie relamido de colores pastel, lo afectado como ética y fórmula. Cyrus | Jay y Mark DuplassTodo lo contrario: en los Duplass se da la cara y la cruz, la proximidad y la lejanía, un movimiento de ida y vuelta que golpea y deja fuera de lugar. Ese movimiento es muy claro en The Puffy Chair. Ahí, el protagonista masculino, encarnado por Mark Duplass, balancea sus sentimientos, de la generosidad a la mezquindad máxima y sus bruscos vaivenes emocionales acompañan los movimientos bruscos del zoom, como si en ello quedara claro que jamás existe un plano fijo a la hora de pensar un personaje y sus sentimientos. El vaivén como la mejor mímesis posible. No está de más recordar en estas líneas el proceso por el cuál se filmaron las actuaciones en The Puffy Chair: con el fin de conseguir el máximo de espontaneidad posible, los Duplass decidieron 1) no habría ensayos previos; 2) tampoco se prepararía el set a nivel técnico; 3) las escenas se grabarían de una tirada; 4) los actores eran libres de improvisar al máximo; 5) tanto Jay como Mark seguirían al equipo como si se tratara de un trabajo documental. Todo un dogma del mumblecore.


Cyrus | Jay y Mark DuplassCondiciones de rodaje aparte, lo más interesante al respecto, allende el espíritu cassavetiano de la propuesta, es cómo la espontaneidad surge, paradójicamente, de esas rígidas normas. Y cómo ello permite registrar esa idea de balanceo, de vaivén. Veamos el prólogo de The Puffy Chair, un trabajo que narra el viaje de Josh de regreso (para más señas), al hogar paterno. El protagonista está cenando con su novia Emily la noche previa a coger el volante y hacer carretera, explicándole el objetivo del viaje cuando, en la intimidad de esa puesta en escena epidérmica, interrumpe una llamada de teléfono dando al traste toda romántica despedida. A la mañana siguiente, el perdón llega con Transatlanticism, de Death Cab For Cutie sonando hacia el quicio de la ventana abierta de Emily como invitación a que le acompañe en su periplo de vuelta a sus raíces. Que le acompañe en ese viaje hacia la luz, luminoso en tanto que revelador de los oscuros vericuetos de cada uno de ellos, especialmente de Josh y de su frágil ego. ¿O no será que estamos hablando del frágil ego de los Duplass?


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The Puffy Chair y su antepenúltima producción, Cyrus pivotan sobre esa idea de la fragilidad masculina, del melodrama masculino, para construir, de alguna manera, un par de trabajos mellizos. Se da el retrato de masculinidades en crisis, pero también, ya en un análisis más profundo, una intención de insatisfacer, de bordear las expectativas del espectador. De meandro narrativo. De vaivén emocional. Los Duplass pueden llegar a ser, insisto, ciertamente irritantes. Su cine es el del momento en que el protagonista está a punto de besar a la chica, de conseguir colarse en el motel, de vivir con la mujer de sus sueños…, de ese justo momento en que el plan se va al traste. Reconducir la situación hacia lo planeado originalmente supone, en definitiva, la esencia de Cyrus y de su protagonista, el personaje de John C. Reilly y no el que titula el largometraje, el hijo de Marisa Tomei, un Jonah Hill acertadísimo en su odioso complejo de Edipo. Cyrus continúa con esa búsqueda de lo diáfano, aunque el lustre de la factura evidencia la transformación en las ambiciones de los cineastas. A diferencia de su debut, aquí la mímesis ya no se sustenta tanto en el vaivén de la imagen y de lo digital como elemento de cercanía emocional, más bien en los circunloquios que sufre John al enamorarse de Molly y toparse con su inaguantable hijo. En tomar un arquetipo y desmontarlo para volverlo a montar. En desubicar, claro, para reordenar un mundo. No hay que dejar pasar por alto la distancia económica que separa su debut de Cyrus: el presupuesto más holgado de este filme (unos 7 millones de dólares, según datos de pro.imdb.com, muy por encima de los 15.000 dólares de The Puffy Chair) y una major a las espaldas no sólo permite a los Duplass contar con un cast del star system del Indie, sino además pulir una imagen que en ocasiones alcanza cotas preciosistas. La última secuencia de Cyrus, con una Marisa Tomei en el porche de su casa, rodeada de una majestuosa vegetación, puede interpretarse como una mera ensoñación de John, como una proyección de su deseo: una imagen selvática, florida y dulce, que condensa el misterio de lo femenino. A ojos de un hombre, por supuesto. Una imagen, para acabar, que ya poco tiene que ver con ese ánimo de registro documental que empapaba su puesta de largo.


Baghead | Jay y Mark Duplass

En Baghead, los Duplass se dejan llevar por la idea de la desubicación hasta niveles paroxísticos para construir un relato metacinematográfico que reflexiona, a su manera, sobre los gestos, signos y estereotipos del género, el de terror y el independiente. La génesis vino cuando tras dar casi la vuelta al mundo durante dos años promocionando The Puffy Chair, no pararon de toparse con actores, sobre todo con el perfil del actor desesperado. Tomando ese estereotipo como punto de partida, los Duplass, siguiendo su propio dogma mumblecore, nos presentan a cuatro amigos, todos ellos actores, que deciden irse al bosque para rodar una película, aún sin guión ni premisa. En ese escenario de aislamiento y creatividad, un personaje cuya cabeza está cubierta por una bolsa de papel les perseguirá y atemorizará hasta dejarles sin aliento. ¿Quién es ese misterioso personaje ‘cabeza de papel’ que les acorrala? ¿Estamos ante una metáfora del mismo concepto de género, enigmático, poniendo a prueba a unos personajes en busca de historia? ¿Es la propia premisa del filme que están ideando, invocada en ese encierro campestre? ¿El fantasma del cine independiente? ¿O como dice Vicente Rodrigo Carmena “la confrontación entre un cine pasado y la introspección actual”? ¿Un chiste o un peligro que tomarse muy seriamente? ¿Es el cine de los Duplass, y por extensión el mumblecore, una broma o algo que tomarse más seriamente de lo que parece? He ahí, pues, la encrucijada de Baghead.


No cabe duda que Jay y Mark Duplass pueden ser tomados (o quieren ser tomados) por los herederos de Richard Linklater, quien en 1991 sentaba con Slacker las bases de lo que sería el cine independiente del Estados Unidos post-Reagan (junto con Sexo, mentiras y cintas de video, de Steven Soderbergh). Lógica su presencia en el remake del seminal largometraje del director rotoscópico. Son los únicos, además, de la rutilante generación mumblecore que aparecen en los créditos de la nueva versión, aunque a su favor cuenta que los Duplass son originarios de Austin, ciudad de Texas donde el filme tiene lugar y condición para poder participar en el filme. Pero si el largometraje de Linklater da vueltas sobre sí mismo (sucederá algo parecido con el díptico Antes del amanecer y Antes del anochecer), los de los Duplass confrontan ese ensimismamiento planteado por su padre putativo con la imagen del zoom del vaivén, un movimiento por el cual el espectador va de la piel de los personajes hacia un fondo completamente subordinado a estos para regresar de nuevo a sus ensoñaciones. De la melancolía al cielo abierto, del pesar y la quiebra sentimental a la promesa de paisajes nuevos, del tránsito al estancamiento y la parálisis sentimental, del do it yourself al amparo de un estudio. “Intentamos forzar el envoltorio del verité, que puede parecer arty, indie y guay. Pero siempre hemos intentado integrarlo en el género, donde la gente se siente segura.” Entre uno y otro escenario, casi ubicuos, casi fuera de lugar, definiéndose. Más que jóvenes promesas, quién sabe si llegarán a encajar en el sistema.

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The Puffy Chair | Jay y Mark Duplass