Hombres frente a frente. A propósito de Avatar y The hurt locker | por Diego Salgado

Ecuaciones existenciales


Sería hipócrita iniciar una reflexión sobre ciertas derivas de la identidad masculina contemporánea tal y como son tratadas implícitamente en Avatar (íd. James Cameron, 2009) y En Tierra Hostil (The Hurt Locker. Kathryn Bigelow, 2009), sin tener en cuenta que quien esto escribe es hombre, y experimentó por ello sensaciones muy concretas —y opuestas— viendo ambas películas.


Por supuesto, podría llevarse a cabo un tipo de aproximación más objetiva a los arquetipos antagónicos que encarnan el marine parapléjico Jake Sully (Sam Worthington) y el artificiero William James (Jeremy Renner). Pero uno ha llegado a una edad y ha debatido consigo mismo lo suficiente como para no engañarse al respecto de lo que late en su escribir sobre cine.


“Mi encantamiento era tan fuerte y terrible que decidí averiguar sus motivos y transformar mi entusiasmo en sabiduría”, glosó Baudelaire(1) a propósito de una representación de Tannhäuser. Como el escritor francés, uno se dedica a la crítica para descubrirse a sí mismo la naturaleza de sus entusiasmos y sus fobias, sus anhelos y limitaciones, su carácter y sus condicionantes.


Si se deducen del texto aspectos de interés, querrá decir que el crítico ha tenido éxito a la hora de escapar a sí mismo y perfilar su lugar en el mundo, lo que habrá ayudado a esbozar sus contornos. Probablemente lo mismo que ansiará el cinéfilo viendo las películas en cuestión y otras, y echándole un vistazo a estas líneas.


¿Por qué escoger Avatar y The Hurt Locker y comparar a sus protagonistas? Nos parece que existe en ambos títulos la misma inquietud descrita por plantear una ecuación existencial en torno a lo masculino, y un esfuerzo por resolverla de modo catártico, significativo.


En un ámbito muy similar: cine de género, y cine basado antes en el valor expeditivo de las imágenes que en el reflexivo; hasta el punto de que, albergando las películas de James Cameron y Kathryn Bigelow agendas sociopolíticas obvias, sus formas se revuelven contra las mismas a favor de la inmersión puramente emocional del espectador en las ficciones respectivas.


Algo que, sin duda, multiplica su efecto popular; el impacto de sus maneras naturales y expresivas, como los garabatos libres de introspección que practica un niño. Garabatos en los que anidan “las hechuras del mito y el simbolismo colectivo”.(2)


No cabe desdeñar, en cualquier caso, los aspectos coyunturales que propiciaron el enfrentamiento mediático y dialéctico entre ambas cintas a lo largo de la pasada temporada, sintetizado en la victoria de The Hurt Locker en la ceremonia de los Oscar que se celebró en marzo de 2010.(3) Nos llevan donde nos interesa.


Las dos películas abordan con espíritu crítico tajante la intervención militar estadounidense en Irak (2003-2010) y, más genéricamente, el imperialismo y militarismo de aquel país. Además, Cameron y Bigelow fueron marido y mujer entre 1989 y 1991, y su cine se adscribía en aquel momento a coordenadas que les han valido no pocas recriminaciones cuando han querido hacer valer mayores ambiciones argumentales.


Y, sin embargo, Jake Sully y William James son la culminación de dos filmografías a través de las cuales se palpa el devenir cinematográfico de la masculinidad norteamericana durante las tres últimas décadas.


Culto al guerrero


Bigelow y Cameron se inician en el mundo del cine entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, un periodo durante el cual la crisis de la masculinidad belicista generada por la derrota en Vietnam y los movimientos de la liberación de la mujer y la gente de color, da lugar a lo que James William Gibson(4) ha definido como “culto a los nuevos guerreros”.


En un entorno anglosajón que pivota políticamente sobre Ronald Reagan, Margaret Thatcher y George Bush, la fascinación en la realidad con los asesinos en serie, lo paramilitar, los juegos de guerra, las armas y los anabolizantes, y una competitividad inédita y extrema en los deportes, la tecnología o los negocios, corre pareja en pantalla a la exacerbación ultraviolenta de lo heroico a través de las sagas Mad Max, Rambo, Robocop, Desaparecido en Combate, Arma Letal, Rocky, Terminator y Jungla de Cristal, entre otras.


Sin renunciar a la acción y el espectáculo —es decir, con pleno conocimiento de causa— James Cameron y Kathryn Bigelow se cuentan por entonces entre los directores más preocupados por aportar a los esquemas de las action movies lecturas relativistas.


 

El primero, con su pesimista visión sobre el progreso humano, y las reiteradas líneas de fuga proporcionadas por lo fantástico, simples máscaras de lo ilusoriamente correcto que Cameron abrazará sin disimulos en Avatar. Obsérvese al respecto la gradación tonal y su incidencia en el reparto del protagonismo entre hombres y mujeres que siguen Terminator (The Terminator. 1984), Aliens, el Regreso (Aliens. 1986), Abyss (The Abyss. 1989), Terminator 2: El Juicio final (Terminator 2: Judgment Day. 1992), Mentiras Arriesgadas (True Lies. 1994) y Titanic (íd. 1997).


La segunda, más madura, analizando el vértigo y el callejón sin salida a que conduce la hipérbole violenta en The Loveless (1982), Los Viajeros de la Noche (Near Dark. 1987), Acero Azul (Blue Steel. 1989), Le llaman Bodhi (Point Break. 1991) y Días Extraños (Strange Days. 1995). Menos adaptativa que Cameron, Bigelow verá cómo sus inquietudes dan paso a los encargos: El Peso del Agua (The Weight of Water. 2000), K-19 (K-19: The Widowmaker. 2002).


Sorprende la coincidencia en las desapariciones casi simultáneas de la esfera pública entre mediados de los noventa y 2009 por parte de Cameron y Bigelow. Tanto da si desaparición de facto, como es el caso de Cameron entre Titanic y Avatar, o desaparición creativa, como es el caso de Bigelow entre Días Extraños y The Hurt Locker.


El escenario al que se han reincorporado en plena posesión de facultades no es ni mucho menos el mismo: “Los héroes de los años ochenta representaban la modernidad de la sociedad posmoderna: eran sujetos autónomos, dueños de sí mismos y de sus acciones y parte fundamental, la primera, de las dicotomías modernas. Su autoridad, impersonal, objetiva e imparcial. Héroes simbólicos masculinos, como siempre, por excelencia […]”.


“Quizá ahora es cuando realmente empecemos a ver que los héroes no nacen, los construye la mirada de una sociedad relegada en un futuro cercano a lo irracional, la intuición, lo personal, al estado infantil, dependiente […] al espacio simbólico femenino”.(5)


Sorprenden asimismo las similitudes narrativas entre The Hurt Locker y Avatar. Las dos son, en esencia, la historia de un forastero en tierra extraña. Las dos, para un observador atento, versan básicamente sobre la alienación de un protagonista masculino respecto de la realidad que le rodea. Aunque la cinta de Kathryn Bigelow se desarrolle como una implosión, y la de James Cameron como una explosión.


William James…


Así, en The Hurt Locker, no hay mucha diferencia entre la aridez escenográfica que caracteriza los barracones en suelo iraquí donde el equipo formado por William (Renner), el sargento J.T. Sanborn (Anthony Mackie) y el especialista Owen Eldridge (Brian Geraghty) descansan entre jornada y jornada como desactivadores de explosivos, y la que reina en el supermercado donde, ya de vuelta en Estados Unidos tras cumplir su periodo de servicio, William hace la compra con su mujer y su hijo.


Tampoco la hay entre la caja de juguete que sorprende y luego hace reír al hijo del militar, y aquella en la que William colecciona objetos relacionados con sus misiones para exorcizar sus temores —lo que nos remite al sentido del título original de En Tierra Hostil: mantener el sufrimiento a buen recaudo—.


Estos paralelismos nos hablan de una realidad, tanto da si en el frente o la retaguardia, desprovista ya de significantes, con la que resulta imposible estructurar una fábula comprensiva. En The Hurt Locker brillan por su ausencia el relato y la ubicación en el contexto sociohistórico que apuntábamos en el primer apartado, en virtud de una serie de viñetas cuyo único argumento es la tensión insoportable de habitar un ahora marcado por el ritmo que impone un contador de días restantes en ninguna parte.


William se conforma como el espectro del héroe. Ante un estante abarrotado con innumerables tipos de cereales, o a solas en su jergón, Bigelow nos lo muestra indefenso en sendos planos fijos y generales, sin herramientas que le permitan desactivar los peligros implícitos en una cotidianeidad sin poder de sugestión, amenazante: en la segunda de tales escenas, nuestro protagonista opta por usar su casco de artificiero para protegerse. Y entre las pilas, los cables y los detonadores que dan cuenta de sus arriesgadas experiencias, guarda también la fotografía de su hijo.


Por el contrario, las escenas que detallan las misiones de William son formalizadas por Bigelow como un puzzle visual que el militar sabe montar allí donde otros han fracasado. Su programación es perfecta. Su oficio, impecable. Su tragedia, no existir en el mismo plano de realidad que quienes le rodean.


 

Es un héroe para nadie, un niño que sólo sabe comunicarse con niños. Un tonto útil, cuyas actitudes de cowboy no hacen de él sino una metáfora acerca de la paranoia y la adicción a lo bélico de una superpotencia empecinada en deshacer de la manera más exhibicionista posible nudos gordianos que, en muchos casos, ha liado ella misma.


Y, pese a todo, y aquí entran en juego las apreciaciones personales que justifican el sentido del artículo, ¿no subyace algún tipo de grandeza en ese caminar final de William hacia la guerra interminable? ¿No procede de un conocimiento postrero de sí mismo y del descubrimiento de un sentido existencial siquiera monstruoso?


Sólo desde la miopía crítica puede soslayarse que The Hurt Locker es una película contra los efectos de la guerra y la educación militarista en los hombres. A lo mejor lo molesto es aceptar que también es una diatriba, muy propia de Bigelow, contra la atonía de ese “espacio simbólico femenino” que requiere de una adaptación en clave de inteligencia emocional, de un talante pragmático y conciliador, de una sumisión a las manifestaciones de lo real consensuado como la que practican el sargento Sanborn y el especialista Eldridge.


Un espacio simbólico en el que han dejado de tener sitio aquellos para quienes la realidad constituye un enigma, un absurdo inextricable al que plantar cara jugando, es decir, desactivando explosivos, dirigiendo películas o escribiendo sobre cine. Con el entusiasmo del niño y el escepticismo del anciano. Con la ambición de promulgar un sentido moral comprensivo que no tiene, en definitiva, otra resonancia que la íntima, el desvelamiento de la propia naturaleza.


Nietzsche escribió que ningún artista tolera lo real. Atendiendo a esa sentencia, William James es un artista. Como el Randy (Mickey Rourke) de El Luchador (The Wrestler. Darren Aronofsky, 2008). Como el Ryan Bingham (George Clooney) de Up in the Air (íd. Jason Reitman, 2009).


…y Jake Sully


Avatar tampoco es complaciente con el panorama humano con que se inicia el film, y que James Cameron contrapondrá de inmediato con el de los Na’vi pobladores de Pandora, el planeta colonizado en el año 2154 por nuestra especie.


Jake Sully puede que sea el héroe más sorprendente en la filmografía de Cameron, y uno de los más imprevistos en la historia del cine comercial reciente. Confinado a una silla de ruedas por sus heridas en combate, Jake sustituye a su hermano, fallecido en un atraco, como monitor del avatar de un Na’vi, estrategia mediante la que los humanos pretenden saber más de los nativos de Pandora.


Esa sustitución constituye un misterioso jalón simbólico a la hora de entender a Jake, quien, al contrario que William James, carece de cualquier especialización para su labor. Si William es el producto de una cultura militarista que le mantiene alienado hasta que logra hacer de la necesidad virtud, Jake es una hoja en blanco, un hombre desprogramado y, por ello, muy permeable a las criaturas locales.


Jake carece de sentimientos de lealtad hacia la corporación minera que explota Pandora, la fuerza de seguridad privada que lidera el coronel Quaritch (Stephen Lang), y hasta sus congéneres. Tan solo desea volver a caminar y redecorar su vida, cosa que logrará cuando conozca a Neyriti (Zoe Saldaña) y abrace sus creencias en la diosa madre Eywa.

Paradójicamente, una mujer, Kathryn Bigelow, ha sabido trazar en The Hurt Locker un retrato inapelable de las grandezas y las miserias del hombre guerrero tradicional, ligando sus circunstancias a un depuradísimo principio de realidad.


Y un hombre, James Cameron, conforma en Pandora, a través de majestuosas panorámicas y la inmersión tridimensional, un espacio simbólico femenino consensuado —lo espiritual, lo intuitivo, lo afectivo, lo sensorial— cuyo perfil responde a una fantasía de corte androcéntrico marcada por los complejos de culpa y el deseo por complacer, aunque plagada de resabios patriarcales.


El peaje que ha pagado Jake por incorporarse a esa comunidad idílica que, como decimos, tiene mucho de proyección ideológica y virtual, es su desustanciación, el menosprecio de su naturaleza. Su conversión en criatura etérea, volátil, trae aparejada la ausencia de más valores que los adaptativos, y una percepción del entorno en tanto satisfactorio de las propias necesidades.


La plenitud existencial que alcanza Jake, su comunión con Eywa, es una ensoñación mucho más peligrosa y frustrante que la de William. Cuando Ambrose Bierce promulgó aquello de que “si deseas que tus sueños se hagan realidad, ¡despierta!”, podría haberse estado refiriendo a los dos personajes sobre los que hemos escrito. Pero mientras que William, efectivamente, ha despertado y, por tanto, afronta con una conciencia inédita de sí mismo el desierto de lo real, Jake ha preferido vivir el sueño, impidiendo que llegue a buen término más allá del terreno de las buenas intenciones.


Si el lector ha llegado hasta aquí, no creo que haga falta aclararle con cuál de estos dos hombres se identifica este crítico. Para bien, y para mal.


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NOTAS


(1) BAUDELAIRE, Charles. Salones y otros escritos sobre arte. Editorial Visor. Madrid, 1999.


(2) SCHEHR, Robert Carl. “Martial Arts Films and the Action-Cop Genre. Ideology, Violence and Spectatorship”. Journal of Criminal Justice and Popular Culture nº 7 (3). Universidad de Albany, primavera/verano de 2000.


(3) En Tierra Hostil consiguió los Oscar correspondientes a película, dirección, montaje, guión original, y montaje y mezclas de sonido. Avatar, los de fotografía, efectos visuales y dirección artística. Las películas de Bigelow y Cameron compitieron entre ellas en siete apartados: película, dirección, montaje, fotografía, banda sonora original, y montaje y mezclas de sonido.


(4) GIBSON, James William. Warrior Dreams: Violence and Manhood in Post-Vietnam America. Hill & Wang Publishers. Nueva York, 1994.


(5) CAO, Marían L.F. “Arte y heroísmo en los últimos años: la cuestión femenina”. En Arte, individuo y sociedad, nº 6. Editorial Complutense. Madrid, 1994.


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