Diálogo sobre lo nuevo | por Óscar Brox, Paula Arantzazu Ruiz, Diego Salgado

Diálogo sobre lo nuevoLo nuevo, desde Boris Groys a Ray Bradbury, ha sido objeto de discusión, por su naturaleza escapista o en contraposición a lo viejo. Y, en la mayoría de casos, podríamos concluir que el saldo ha sido negativo: hemos averiguado qué no es lo nuevo, pero su significado ha ido escurriéndose entre nuestros dedos. Si, en efecto, resulta demasiado goloso afirmar lo nuevo como toda implementación -tecnológica, social o estética- de un material conocido; si lo nuevo no tiene por qué confundirse con lo más reciente, ¿qué es, entonces, lo nuevo? Y, sobre todo, ¿por qué, ante su desconocimiento, aludimos tantas veces a lo nuevo?


En la conversación que sigue a continuación lo nuevo, más allá de su (im)posible teorización, ha sido la clave para pensar los movimientos, la velocidad con que se conduce el arte, su impacto sobre nuestras percepciones y, en especial, la obligación que, eventualmente, contraemos para mantener con vida a los productos de nuestra cultura. Tal vez, lo nuevo sea un fantasma o algo tan difícil como atrapar un rayo en una botella. Sin embargo, pensar en sus posibilidades nos ha llevado a discutir sobre cine, arte y escritura, como si a través de este diálogo pudiésemos, en verdad, mantener estables sus constantes vitales.


Óscar Brox:


¿Qué entiendo por lo nuevo en el cine?


En primer lugar, me gustaría aclarar mi punto de partida. La pregunta sobre lo nuevo surge como una variación con respecto a las ideas de Boris Groys. En los últimos dos años hemos vivido la rápida implantación del 3-D como una herramienta adecuada para introducirnos en una película, para fomentar ese grado de inmersión y de acción que, tal vez, sólo es posible a través de un videojuego -que exhorta, sin reservas, a la participación del usuario. Sin embargo, el efecto se ha ido malversando hasta abandonar su sofisticación y transformarse en lo que fue originalmente: otro complemento más para espectacularizar, proyectando objetos hacia el espectador, la sesión de cine. El hecho de que esta segunda parte, por motivos comerciales, se haya extendido hasta hacer del 3-D algo anodino y, desde luego, carente de novedad, no resta importancia a la primera parte: ¿Puede lograrse ese grado de inmersión en una película? A partir de esta pregunta se puede introducir la reflexión que iniciaba Groys: ¿cuándo y en qué condiciones el arte parece como si estuviera vivo y no como si estuviera muerto? Plantear al espectador la posibilidad de evolucionar su forma de experimentar el visionado de una película trae consigo una serie de reformas que oscilan entre la teoría y la praxis; desde qué sería necesario para vivir el cine de otra manera diferente hasta cómo interiorizaríamos ese cambio. Lo que pretendo es huir del concepto de lo nuevo como otra implementación más en una larga cadena -como, para la música, pueda serlo el Spotify en relación con el Napster. Más bien, lo nuevo debería definirse como esa condición de posibilidad del arte de estar vivo. Supongo que, a pesar de todo, se podría reprochar que, aún siendo un recurso para modificar la manera de ver del espectador, las 3-D serían otra implementación. No lo tengo tan claro. Pensad, por ejemplo, el peso que la tecnología ha tenido, desde su fase más primitiva, en el mismo cine. A partir de su buen uso, ha sido capaz de conformar, ilustrar o animar mundos que, a buen seguro, teníamos presentes en nuestra imaginación pero carecían de expresión visual. En este sentido, han sido mecanismos para desarrollar nuestra forma de expresión, esto es, el lenguaje del cine.


Propongo una posible definición de lo nuevo, a modo de síntesis de lo que señalo en el anterior párrafo: ha de ser algo que muestre que el arte sigue con vida, así como que fomente en nosotros la necesidad de mantenerlo con vida. Está claro que, por culpa de su excesiva utilización en toda clase de registros, hablar de lo nuevo implica, en la mayoría de ocasiones, señalar algo que caducará en breve. Quizá por eso abandonamos con tanta facilidad las novedades, tendemos al ejercicio melancólico dirigido a exaltar las bondades del pasado o nos mostramos refractarios con respecto al futuro. Porque no acabamos de dar con la tecla correcta que describa qué es lo nuevo y, sobre todo, por qué preocuparnos por lo nuevo. El anterior ejemplo del 3-D es perfecto en su contradicción entre unas buenas intenciones y, por ahora, un gris resultado. Pero, juzgado sólo por sus intenciones, nos permite avanzar otra clave de lo nuevo: implica un cambio, que siempre es buscado y, en especial, dirigido a desarrollarnos. Ahora bien, ¿cómo puede el cine colmar, por orden, esa necesidad de seguir con vida, de participar en el proceso de mantenimiento de esa vida y, por último, de desarrollarnos en diferentes formas? Aquí ya no tengo una respuesta tan sencilla. Quizá un primer paso exigiría, a pesar de todo, volver la vista atrás y evaluar el impacto que han podido tener los diferentes paradigmas cinematográficos. De esa manera, comprenderíamos el porqué de llevar a cabo un cambio, las implicaciones emocionales que lo desencadenan. En cualquier caso, pienso que esta conversación es un ejemplo válido de esa necesidad. Donde hemos estado tiempo sin apenas cuestionar el valor de lo nuevo, nos reunimos ahora para intentar desentrañar en qué puede consistir. De lo que estoy convencido es de qué puede servirnos: a través del diálogo, del intercambio de ideas y opiniones, mantendremos con vida el valor del arte. Si hemos empezado este diálogo es porque pensamos que, en ningún momento, el arte, el cine están agotados o enfrentan su final. Y, tal vez, esa sea otra clave para la conversación: si el arte no parece tener fin, ¿no implica eso que hay espacio para esa clase de novedad que nos ayude a modificar, a desarrollar nuestras maneras de ser, ver, crear, etc.? ¿Qué pensáis vosotros?


Diálogo sobre lo nuevo

Paula Arantzazu Ruiz:


Con respecto a lo nuevo, Óscar ha puesto encima de la mesa el ejemplo de 3-D y he recordado un texto del año pasado publicado en Filmkrant en el que Patricia Pisters hablaba de la imagen neuronal al analizar la excesiva Avatar. Es obvio que las tecnologías definen el lenguaje cinematográfico: quien piense el filme sin pensar en los modos de producción cae, a mi parecer, en una visión parcial e imposible del hecho fílmico. En el caso de Avatar, creo que su único logro como hecho novedoso es intuir la imagen 3-D como puerta de entrada a una nueva suerte de cine neuronal, según apunta Óscar, una tecnología como herramienta para introducirnos en la película. Resulta no menos curioso que aparezca en un momento en que el cine mainstream estadounidense sitúa las mentes de los personajes del relato como nuevos espacios de la acción narrativa. ¿Casualidad? Decía, pues, que éste era su hecho novedoso, pero en cierto modo, no lo es porque no estamos ante una novedad nueva. La comunicación en red contemporánea ya adelanta esta idea de la imagen neuronal, mientras que la tecnología 3-D de Cameron sólo es un sofisticado avance de la que se veía en los autocines de hace 50 años. Al respecto, Groys cita en su texto una idea que personalmente suscribo y que el académico toma de Kierkegaard: "ser nuevo en ningún caso significa lo mismo que ser diferente". Si lo nuevo, como afirma Kirkegaard, es "la diferencia que va más allá de la diferencia -una diferencia que no somos capaces de reconocer porque no está relacionada con ningún código estructural previamente dado", nos situamos en una posición, no obstante, completamente radical y, de algún modo, infértil dado que avanzamos según las estructuras previas, ya sea por evolución, condensación, oposición, pero muy pocas veces por destrucción. En este contexto tiene lógica la frase de Malevich durante la revolución soviética que Groys recuerda con respecto a los museos como prescriptores de aquello que el arte no debe ser: "La vida sabe lo que está haciendo, y si se está esforzando por destruir, no debemos interferir en ello, dado que al impedirlo estamos bloqueando el camino hacia una nueva concepción de la vida que ha nacido en nosotros". Para ser nuevo habría así que destrozar todo lo viejo. «Si yo tuviera valor iría a dinamitar la Sorbonne, el Louvre y la Comédie Française», dice Veronique en La Chinoise (1967), de Jean-Luc Godard. El suizo, probablemente el cineasta que más se ha preocupado por pensar lo nuevo y lo viejo y pensar lo que se da en el espacio intermedio, finalmente no dinamitó el museo tras haberlo cruzado corriendo, sino que él mismo se convirtió en exhibición (con una exposición en 2007 en el Pompidou), mucho después de tratar de museificar el cine en sus monumentales Histoire(s) du Cinéma (1989). Sin embargo, mientras que el museo canoniza, y al hacerlo dicta la muerte de cierto arte (todo canon es un epitafio), Godard consigue justo lo contrario: otorga una vida nueva a imágenes moribundas. Pero, regresando a Groys, que funciona como punto de apoyo de toda esta conversación, si el arte clama por escaparse del museo, del canon, para "convertirse en algo popular, vivo y presente fuera del círculo cerrado del mundo del arte, fuera de las paredes del museo" y solamente para poder acceder a ese círculo, ¿dónde encontraríamos pues un arte que no se preocupara por ese objetivo, alejado de esa perversa repetición? Tengo la sensación de finalizar mi intervención con la misma pregunta con la que Óscar finaliza la suya.


Diego Salgado:


Coincido con Óscar: lo nuevo en el cine podría entenderse ante todo como la condición que le posibilita -y a nosotros mismos como actuantes del cine en calidad de creadores o espectadores- estar vivo. Y comparto la pregunta última de Paula, que tanto nos atañe en tanto personas que hemos cargado voluntariamente, sin red y sometidos al escrutinio público, con la tarea de discernir y comunicar qué cine respira y qué cine ha nacido muerto: ¿dónde encontrar un arte popular, vivo y presente?


Me arriesgaré a esbozar una primera respuesta, que niega la mayor: en mi opinión, la semilla de lo nuevo no reside en lo nuevo. En lo entendido de manera consensuada como lo nuevo.


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Como habéis apuntado ambos, una tecnología inédita, o mejorada sustancialmente respecto a épocas pasadas, no garantiza en sí misma ningún grado de novedad. Más aún, en un sistema de mercado como el nuestro, para concretar la originalidad y maravilla que promete, para compensar la inversión humana y económica empleada en su desarrollo, esa técnica ha de negarse paradójicamente a sí misma sus posibilidades más avanzadas apoyándose en estructuras de aceptación consolidada. En el caso de la citada Avatar, un relato inmortal y una ideología a la moda.


Pero tampoco creo en la novedad arquetípica, revolucionaria, radical. En primer lugar, porque no me parece cierto eso que escribió Kierkegaard en torno a la novedad "como diferencia que no somos capaces de reconocer al no estar relacionada con ningún código estructural previamente dado". La novedad se reconoce de inmediato siquiera con extrañeza; suma adeptos y detractores con igual entusiasmo, precisamente porque su oposición estricta a lo establecido, su imperiosa necesidad de ser "diferente más allá de lo diferente", extraña a lo conocido, le otorga una estructura especular tan férrea y definida, como la de la tradición a la que, para su perdición, aspira prioritariamente a oponerse; frente a la que se define.


Características que, por supuesto, traen aparejado el germen de la futura decadencia de lo nuevo. Aunque lo dramático será que no lo sentiremos así quienes hayamos adoptado las características de aquella excitante novedad para forjar nuestra propia rebeldía programática, ideológica, existencial, que nos parecerá mucho más fundamentada, elaborada y firme que cualesquiera otras; hasta el punto de no percibir, ni compartir, ni soportar, que alguien comience años después a acosarla.


Así, a principios del siglo XXI, ¿qué sentido liberador tendría quemar el Hermitage y el Louvre, como salía a colación en la intervención de Paula, si en apariencia todos estamos de acuerdo en que sus contenidos artísticos son estériles, ya no dicen nada sobre nosotros? ¿Por qué no quemar las obras de Malevich y Godard, cuyos postulados totémicos se incluyen entre los que determinan hoy contra viento y marea el rumbo programático, ideológico de la cultura? Paula arguye que Godard "otorga una vida nueva a imágenes moribundas", mientras que el museo "canoniza [.] dicta la muerte". Entonces, ¿por qué me he sentido mucho más vivo, en estado de alerta permanente, viendo en el Prado una exposición dedicada a Jean Siméon Chardin que viendo Film Socialisme?


Es una pregunta que me lleva a la última consideración sobre la, en mi opinión, fragilidad de la idea de lo nuevo en lo nuevo. Uno de los momentos cinematográficos más relevantes de 2010 es aquel postrero de La red social en el que Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) pulsa una y otra vez la tecla de actualizar, F5, para comprobar si su obsesión amorosa le agrega como amigo. Como ha escrito Óscar en miradas.net, Zuckerberg, incapaz de tolerar la frustración, se da otra oportunidad en un nuevo entorno creado a su medida, Facebook. Pero se da la paradoja de que la actualización de un estado, la novedad -es algo que también trataba Déjà Vu- no le propulsa al futuro sino al pasado, a un paraíso perdido en el que no había cometido ciertos errores, no había tenido que cargar con el peso de su carácter.


Es lo que más me irrita de la esperanza en la novedad: el infantilismo que esconde la idea del borrón y cuenta nueva como único medio de propiciar un futuro en el que seremos mejores, en el que el infierno serán siempre los otros, en el que seremos sabios y tendremos respuestas para todo; más aún, en el que no habrá que hacerse más preguntas. Un futuro que, insisto, no es más que el pasado en el Jardín del Edén.


Diálogo sobre lo nuevo

Y si esa aspiración a la inocencia nunca ha sido honesta, menos todavía puede serlo en una época como la nuestra, en la que tenemos a nuestra disposición el pasado, el presente y hasta el futuro de la cultura con sólo conectarnos a Internet; en la que navegando una tarde por YouTube podemos confeccionar nuestras propias Histoire(s) du Cinéma y vislumbrar su lendemain. En la que lo nuevo es viejo en un instante y lo viejo puede constituir el colmo de lo novedoso. Una época en la que, más que escenarios viejos o nuevos que fijen nuestra identidad sociocultural, convivimos con una exposición sin fin de imágenes que nos contextualizan. Una época, parafraseando a Ray Bradbury, en la que el pasado se puede predecir, el presente adivinar y el futuro recordar, con la sabiduría que nos otorga nuestra condición insoslayable de ángeles caídos.


¿Quiere esto decir que no existe la posibilidad de lo nuevo? Para mí, y volvemos a Boris Groys, sí, y reside en la sospecha. La sospecha nacida de repente, sorpresivamente, tan ladina y subversiva como un cáncer. La sospecha en torno a la solidez de los cimientos de lo establecido a pies juntillas, tanto da si como viejo o como nuevo: "Lo curioso es que la sospecha no es algo que podamos controlar. La sospecha migra [.] hay una infinidad oscura en el museo mismo. Es la duda infinita, la sospecha infinita de que todas las cosas expuestas son simuladas, son falsas, tienen un núcleo diferente del que sugiere su forma externa (la cursiva es mía) [...] Lo oculto permanece oculto, la diferencia entre lo real y lo simulado permanece ambigua, la longevidad de las cosas siempre está en peligro, la duda infinita sobre la naturaleza interna de las cosas es insalvable".


Es, en fin, la razón por la que considero en principio más provechoso, más susceptible de aportarme algo nuevo, el visionado de una película cimentada sin duda sobre convenciones creativas y económicas de todo tipo, plagada por ello de descuidadas grietas de mampostería a través de las que se entrevén inéditas proposiciones sobre ella misma y nosotros, que cualquier cinta programada en Un certain regard de Cannes, ahogada por la etiqueta de nueva con la que ha quedado estigmatizada desde su nacimiento.


Óscar:


Me vais a permitir retomar el diálogo con un pensamiento breve de Marguerite Duras, a propósito del cine de Robert Bresson, que encuentro especialmente interesante: "es como si viésemos por primera vez el cine". Me gustaría, a lo largo de mi intervención, sugerir alguna forma de aislar, de conservar ese sentimiento. Pero, en primer lugar, quiero recuperar algunas de vuestras observaciones, a modo de síntesis y para que la conversación mantenga su agilidad inicial.


Desde su inicio, la discusión nos planteaba la siguiente pregunta: ¿Cuándo y en qué condiciones el arte parece como si estuviera vivo y no como si estuviera muerto? Y, automáticamente, dicha cuestión nos conducía a preguntarnos dónde podría estar la semilla de lo nuevo. Paula se preguntaba, y estoy de acuerdo con ella, dónde podemos encontrar un arte que se aleje de esa repetición, de la canonización y, por consiguiente, de la posibilidad de que acabe embalsamado. Diego sugería, y también en ese punto estoy de acuerdo, si lo nuevo no debería definirse como una sospecha en torno a la solidez de los cimientos de lo establecido. Estando de acuerdo en ambas intervenciones, os preguntaría lo siguiente: alejándonos de la intervención, fomentando una sospecha o una curiosidad que pongan en tela de juicio al canon de turno, ¿encontráis qué fomentaría en nosotros la necesidad de mantener con vida al arte? Dependiendo de la respuesta, podríamos o no aceptar que lo nuevo estuviese relacionado con esa necesidad de que el arte siga vivo. Pero, quizá, primero deberíamos preguntarnos qué significa que el arte siga vivo.


Vuelvo a la reflexión de Marguerite Duras, ya que encuentro interesante tomar ese sentimiento como una posible respuesta a la pregunta abierta en el anterior párrafo. ¿Acaso no es uno de los mayores gozos para el arte la posibilidad de transmitir ese mirar como si fuese la primera vez una obra? Supongo que me diréis que un como si no es suficiente para volver a construir esa primera vez como una auténtica primera vez, no, como señala Diego a propósito de La red social, como un borrón y cuenta nueva irritantemente estéril. Sin embargo, creo que ahí reside nuestro desafío. Buscar una forma libre de cánones y repeticiones para realizar o dotar de relieve a ese sentimiento. Tal vez, a través de ese sentimiento, siempre curioso, sorprendente, vulnerable, frágil e inquieto, podamos acercarnos a la irregularidad, anomalía y sospecha que conforma a lo nuevo.


Mallarmé dice que un pensamiento engendra una tirada de dados, y uno siempre elige algo cuando tira los dados. Lo que sucede aquí es que nuestras tiradas parecen estar lastradas por algo, y pienso que no es que los dados funcionen mal, sino que se trata del tablero, que no se presta a su lanzamiento. Vosotros comentabais la facilidad con la que ahora podemos hacernos nuestra Historia del cine vía Youtube o cualquier potente almacén de imágenes. Y yo pienso, en sintonía con lo que afirma Alain Badiou: ¿no deberíamos bajar las revoluciones de las imágenes, del arte, del pensamiento que engendran para, con calma, evaluar antes lo consistentes que son esas relaciones? De lo contrario, pienso que será el propio contexto de las imágenes, su mercadeo y sus relaciones, las que nos impongan una forma de leer, de ver, de hacer, de sentir, dentro de la inmensidad de oportunidades que confiere eso que llamamos pantalla global. Esto se resumiría, una vez más, en que debemos pelear contra el desencanto, el cansancio que, incluso, transmiten esos héroes del pasado que, resucitados en los contextos virtuales, despachan con escepticismo el sentido de cualquier aventura en ese espacio. Ahora bien, ¿cómo se puede llevar a cabo ese objetivo? Devolviéndole el color (es decir, el valor, el porqué) a la creación artística, esto es, a su lenguaje, que es -y lo estamos viendo a través de lo equívoco que resulta el concepto de lo nuevo- lo que nos permite construir el espacio del arte, sus lugares, en los cuales cabe realizar esa tirada de dados y, como decía nada más empezar, la posibilidad de sentir, ante una obra, que se trata de la primera vez que vemos algo así. Vosotros lo habéis sentido de dos maneras diferentes o, mejor dicho, vindicando dos expresiones diferentes: la del último Godard y la de la exposición de Chardin. Intuyo que si tiramos de ese hilo podemos empezarnos a plantear, y también a plantar, la semilla de lo nuevo, porque acabaremos apelando a ese lenguaje emocional incontrolable y anti-ortodoxo que tanta curiosidad nos provoca. En suma, ese lenguaje con el que se construye nuestro pensamiento.


A modo de resumen, diría que lo nuevo, por paradójico que parezca, exige una lentitud que no se corresponde con la producción actual de imágenes, porque la velocidad de éstas erosiona, más allá de repeticiones o cánones, su sentido y nos plantea, de nuevo siguiendo a Badiou, una cuestión todavía más fundamental, que personalmente me inquieta cada vez que me la planteo: ¿Qué imagen produce la relación entre nuestro pensamiento y el presente? Creo que si somos capaces de describir esa imagen, conseguiremos avanzar en la relación que mantenemos con lo nuevo.


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Paula:


Los dos habéis llegado a un mismo punto común que creo que podría resumir muchas de nuestras dudas y vericuetos con respecto a la idea de lo nuevo. Pero vamos por partes y de manera inversa. Óscar pregunta qué tipo de imagen produce la relación entre nuestro pensamiento y el presente. A mí, personalmente, sólo se me ocurre un barrido, una imagen tópica, reconozco, pero no por ello menos evidente. Un barrido como hiperimagen, donde cada uno de uno de los píxeles (por continuar en el contexto digital en el que más o menos estamos planteando el debate) sea depositario de diferentes rizomas de ciertas imágenes y así ad infinitum. Como una suerte de neurona audiovisual, por recoger algunos de los conceptos que había planteado en mi intervención previa.


En este sentido, más que la idea de avanzar hacia lo nuevo, esta hiperimagen me invita antes a retroceder, a buscar el nodo, la génesis de cada una de ellas. El viaje es hacia atrás, en vez de hacia delante. Como veis, contradigo esa idea de "quemar el Hermitage" que había puesto encima de la mesa, pero cada uno vive con sus propias contradicciones. El caso es que el trayecto es retrospectivo y sé que no me equivoco al decir que es un trayecto común hoy en día: el revival, los regresos, las citas y las referencias son un leit motiv en la cultura contemporánea. Y aquí retomo lo que ha planteado Diego con respecto a los diferentes tiempos simultáneos que el arte parece estar viviendo. Pienso en ciertos artefactos del foundfootage, capaces de rehacer como novedad material añejo. Creo que en ello ya no hay tanto una voluntad de lo nuevo, sino una voluntad de recuperar lo olvidado, de dar espacio a esos residuos que los sucesivos cánones dejaron en los márgenes: el muro manchado pintado por Fra Angelico en el convento de San Marco, Florencia, con el que Georges Didi-Huberman inicia su tratado sobre el anacronismo como aproximación epistemológica del arte en Ante el tiempo; la sangre de los animales muertos en los mataderos de París que se escurre hacia los márgenes de la imagen en Le sang des betes (1949), de Georges Franju; los tirajes que quedaron durante décadas al amparo del polvo en diversas filmotecas. Estamos ante una operación de rescate en la actualidad. Sé que me he dispersado por mis propias disquisiciones, pero, para ligarlo, digo que esta especie de operación de rescate conforma esa nueva mirada en la que vosotros habéis concluido de algún modo vuestras intervenciones. Y que en esos ejercicios hay voluntad de sospecha, que tanto subrayaba Diego, sospecha sobre cómo se han escrito ciertas historias del cine, de las imágenes. Ante el alud audiovisual, la sospecha es una condición indispensable: permite que el arte, y no sólo eso, permanezca vivo. El problema, más bien, radicaría en cómo mantener esa sospecha viva.


Sospecha, curiosidad, duda, llamadlo como queráis. Lo que sí tengo claro es que quien no interroga, acata lo dado. Y lo dado, muchas veces, no es lo más pertinente. O simplemente, se agota. Creo, y lanzo la idea casi como a modo de conlusión, que lo nuevo se halla en el mismo proceso de la interrogación, no tanto de la pregunta, como de la duda, de la sospecha, por repetirlo una vez más. En el intermedio entre aquello antiguo y el porvenir. En el mismo momento en que uno se cuestiona que ciertas formas ya no pertenecen a ciertos presentes. Para mí esa es la imagen de lo nuevo. Un barrido entre un punto y el siguiente.


Diego:


Me interesa en especial, al hilo de vuestras últimas intervenciones, esa reflexión de Óscar en torno a la lentitud, ese "bajar las revoluciones" que estima condición precisa para poder llegar a descubrir con calma y claridad la imagen producida por "la relación entre nuestro pensamiento y el presente". Creo entender que Paula comparte ese anhelo al reivindicar "una voluntad de recuperar lo olvidado", de dar espacio a lo residual; toda una "operación de rescate" con el poder de delatar cómo se han escrito "historias del cine, de las imágenes" y, volviendo a Óscar, de apelar a un lenguaje emocional "incontrolable, antiortodoxo", que nos permita construir un espacio creador inexplorado, vivo, para el arte y nuestra mirada.


Conste que no tengo clara esa necesidad o conveniencia. Estoy de acuerdo con Boris Groys cuando dice que, si bien la extrema visibilidad y abundancia del arte contemporáneo lo vuelve débil, virtual, haciendo que a la postre "el ver y el leer devengan irrelevantes", son precisa y únicamente las imágenes las que manifiestan "las condiciones para la emergencia y contemplación de cualquier otra imagen".


Diálogo sobre lo nuevoPero hay una anécdota que me parece corrobora eso de la lentitud y el rescate como desencadenantes de ciertas génesis: uno de mis libros de cabecera sobre cine, uno de los libros que ha contribuido a definir para bien y para mal mi modus operandi en lo relativo a la crítica de cine, es De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán. En su contraportada podemos leer, y yo siempre coincidí con ello, que se trata de una obra "clave para entender la cultura y la sociedad alemanas del primer tercio del siglo XX [.] que mantiene su vigencia de análisis y de perspectiva más allá del puro interés cinematográfico". Su autor, Siegfried Kracauer, no dudaba en afirmar taxativamente en sus primeras páginas que "las películas de una nación reflejan su mentalidad de forma más directa que otros medios artísticos" y que, por tanto, su trabajo no se ocupaba sólo del cine alemán producido entre 1918 a 1933, sino que "intenta darnos, en un sentido específico, un conocimiento mayor de la Alemania prehitleriana".


Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que hace ya unos cuantos años que De Caligari a Hitler está muy cuestionado, en base a que Kracauer lo había escrito dos décadas después de la época estudiada. Y, por entonces, no existían ni la posibilidad, ni la urgencia ni la exigencia de que un ensayista tuviese a su disposición todas las imágenes del mundo que le interesaba analizar, para a continuación escribir sobre las correspondencias entre unas y otro. Dagmar Barnouw, por ejemplo, denunció que Kracauer había escrito sobre películas que a veces había visto sólo una vez y veinte o veinticinco años atrás, y que en no pocas ocasiones había amoldado el sentido de sus formas y contenidos a las ideas de corte psicoanalítico y marxista que había ido puliendo a lo largo de la República de Weimar, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial.


Cierto es que, desde un punto de vista estrictamente académico, la labor de Kracauer queda en entredicho. Pero, apelando a sus recuerdos, a la reflexión pausada, a su propia creatividad y, por qué no, a la imaginación, ¿no fue capaz de depositar una mirada inédita sobre el cine producido en un momento histórico? ¿Una mirada tan convincente que aún hoy, viendo con inquietud El gabinete del Doctor Caligari o El doctor Mabuse, continúa pareciéndonos adecuada, insoslayable? Kracauer fue uno de los inventores de la lectura, la interpretación, la inferencia crítica, y a lo que apeló no fue a las imágenes sino al poso que habían dejado en él, a partir del cual nacieron nuevas imágenes que no eran sino las previas con otra carga significante. El barrido entre un punto y el siguiente al que se refería Paula otorgó un nuevo color a la creación artística, como escribía Óscar: "un valor y un porqué" del lenguaje.


Óscar:


Hace unos días entrevisté al escritor Jordi Carrión, a propósito del libro que ha escrito sobre las teleseries contemporáneas. Y le pregunté, porque se trata de un género acostumbrado a la serialidad, repetición e hibridación, qué papel podían tener la novedad y la originalidad en todo esto. Su respuesta fue que hay que cambiar nuestra forma de entender la originalidad, que sigue siendo demasiado romántica. Si la autoría es compleja, también lo es la recepción y lectura y también lo es la novedad. Llevo unos días pensando si de verdad el arte puede vivir (otra cosa, bien diferente, es existir) con ese giro, vuelta de tuerca, acceso manierista, etc. Es decir, en ese tipo de complejidades siempre he visto el valor de enseñarnos formas alternativas de lectura, pero no acabo de ver cómo puede la novedad asimilarse a esa clase de identidad. Sí, puede hacerlo, pero siento que las condiciones en que tiene lugar esa identificación no le son muy propicias. Aunque, probablemente, Jordi tenga razón y mis reservas sean de carácter romántico. Sin embargo, no acabo de saber cómo cambiar mi forma de entender la originalidad, porque una y otra vez caigo en la idea de que, indudablemente, muere la originalidad, la falta de previsión, el shock primitivo. Y no me preocupa tanto pensar esa muerte en el ámbito del arte como pensarla en mi propio ámbito, en mi falta de argumentos para mantenerla con vida. No sé si me entendéis, pero ese paso a, esa nueva manera que hace falta, me hacen sentir un poco huérfano.


Quizá por eso me gusta lo que señala Paula con la hiperimagen y la neurona audiovisual, así como con la necesidad de retroceder. Porque precisamente, y aquí enlazaría con la preocupación de mi anterior párrafo, no acabo de entender cómo podemos juzgar valiosas o poco valiosas estrategias, maneras de ver y de ser, cuya naturaleza e, incluso, punto de partida ya manifiestan su transitoriedad, su carácter efímero. Diego hace bien señalando a Kracauer, porque incide en una idea que me gustaría someter a vuestra consideración: ¿hasta qué punto hemos dejado de inventar? Los problemas parecen provenir de esa cuestión. Sí, inventamos giros, vueltas de tuerca e implementaciones, pero ¿realmente qué hacemos con ellos? Pienso que el fracaso, el estancamiento lo precipita el hecho de no saber bien qué hacer y hasta dónde llevar cada cosa. Podemos girar una teoría, la que queramos. Pero parece que sólo estamos haciendo un ejercicio de sinonimia, de buscar otra palabra para explicar lo mismo, mientras se nos olvida cómo sacar provecho de eso mismo. Y es esta última idea la que me atrevería a decir que encierra la idea de lo nuevo sobre la que estoy dando tantas vueltas.


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Hace uno días leía a Agustín Fernández Mallo una afirmación muy interesante: «Contarnos la misma historia para reconquistarnos». Independientemente de que esté o no de acuerdo, creo que manifiesta una dificultad, una falta de conexión, que es (tal vez) la que pone en entredicho esa imagen de la relación entre nosotros y el presente. Y esa dificultad y esa falta de conexión están, desde luego, en nosotros. Cacé en Twitter (no recuerdo quién lo decía) otra afirmación sobre la que no dejo de dar vueltas: «Somos lo que narramos». A partir de esta identificación, sobre la que podemos establecer diferentes permutaciones, me gustaría plantearos que es ahí donde se encuentra la novedad; que es hasta ese punto adonde debemos retroceder; que es ése el sentido de la invención en el que creo; que sólo atravesando esas preguntas logramos mantener con vida al arte; que sólo volviendo sobre los pasos de esa historia nos reconquistamos. Efectivamente, lo habéis dicho con otras palabras (sospecha, duda, cuestionamiento). En este sentido, lo único que quiero subrayar es nuestro papel, nuestro trabajo en todo esto. Porque mi malestar se deriva de la falta de uso y del exceso de sinonimia que empleo para explicar las condiciones de vida del arte. Por eso, me gustaría saber qué relación o qué contacto, o en qué términos tiene lugar el intercambio vosotros/arte. Se puede decir de otra manera: ¿Por y para qué os mezcláis con el arte (sea arte la escritura o la producción cultural)? En mi caso, lo veo la mejor manera de mantenerme con vida, de ser y de pensar; dicho de otra forma, de desarrollarme. Empiezo a sentir que en este último concepto y, sobre todo, en su efectividad es desde donde mejor puedo entender lo que significa para mí lo nuevo. Y es la clase de imagen, de línea en la que convergen tanto el poso que señalaba Diego como el nodo que señalaba Paula. Porque es la clase de imagen de la que nunca estamos seguros, que siempre es vulnerable. Y la novedad, como nosotros mismos, participa de ambos sentimientos.


Paula:


Comienzo esta última misiva, que se ha hecho de esperar, con una disculpa por el retraso. Dejo constancia de ello porque quiero asimismo que se lea negro sobre blanco lo dilatado de las respuestas entre nosotros. Especialmente, mis intervenciones. He vuelto a releer de principio a fin cada una de nuestras palabras, a tientas siempre sobre qué es lo nuevo desde nuestras experiencias con las imágenes y a veces con las palabras de otros sobre ese concepto y, como pequeña conclusión, intuyo que nuestra búsqueda de la novedad como identidad no ha dejado de dar vueltas en torno a cierta idea del rescate antes que a una idea de fundación. ¿Cuándo podemos decir que una imagen funda algo, es capaz de dotar de nueva vida? En mi anterior texto, apuntaba la imagen desenfocada, de barrido, como capaz de hacer brotar una experiencia distinta y siento, a su vez, como ese concepto de transitoriedad no puede más que aparecer como un sinónimo de algo que ya ha sido dado. En el fondo, lo nuevo corresponde a la categoría de las entelequias, de las quimeras. Su propio carácter efímero y mutante, siempre en cambio azaroso no le permite ser algo concreto, tangible, definible. ¿En qué momento el arte parece estar vivo y presente? ¿Cómo dejar registro de esa vívida experiencia fundacional sin matarla precisamente mediante ese registro? ¿Cómo lograr hacer brotar colores de una situación en duelo? De alguna manera, la operación es una constante re-creación de varios hechos-imágenes dados. Es una permutación sin fin, una reconquista, una búsqueda por establecer y definir una imagen de la que, como bien afirmaba Oscar, "nunca estamos seguros, que siempre es vulnerable".


Supongo que la vulnerabilidad, la emoción por lo frágil se esconde detrás de cada representación. Anoche, en el visionado de Cave of Forgotten Dreams, de Werner Herzog, pensaba en esas imágenes rupestres, sepultadas durante siglos por cambios climáticos y evolución, y filmadas, en lo que en un principio podría parecer una paradoja, en un 3-D que evidenciaba el propio volumen de unas figuras realizadas sobre un lienzo en tres dimensiones. De nuevo a vueltas con la técnica, con las (engañosas) imposiciones de la técnica como novedad. El ejercicio, justo, se abría de par en par a lo contrario: cómo nuestras imágenes no dejan de ser capas de las primeras líneas que sirvieron para comunicar y dejar registro de la experiencia humana. Ahí radicaba la belleza del trabajo de Herzog, en la idea de que no hay nada nuevo, filmado mediante una técnica (aparentemente) nueva. Paradojas. Estamos envueltas de ellas, a veces atrapados. Pero Herzog, así, con ese genio tan suyo de hacer lo complicado evidente (o a la inversa), nos venía a decir que no importa la sofisticación, pues el ser humano se define por la resistencia ante el olvido, por la necesidad de comunicación, de registrar como salvación ante el inconquistable misterio de la vida y de la muerte. Creo que con esto respondo a la pregunta de Óscar sobre "¿por y para qué os mezcláis con el arte (sea arte la escritura o la producción cultural)?". Porque quiero saber qué arañó primero esa pared donde quedaron a posteriori impresas nuevas representaciones, por la propia conciencia de la vulnerabilidad, por buscar, esperar encontrar en esas representaciones el espejo de la mutabilidad, caprichosa, de las cosas, sus diferentes idas y venidas.


Intento pensar de manera lógica, matemática a todos los conceptos que han ido apareciendo en nuestras líneas. Recapacito en cómo y en qué condiciones el arte puede aparecer vivo y la propia mitología nos recuerda que eso es un imposible. ¿Qué le sucedió a los malogrados que intentaron enfrentarse a la mirada de la Medusa sino quedar petrificados en el terrible museo de cuerpos estatuas? ¿Cuál fue el destino de Eurídice sino permanecer en el Hades a causa de la inoportuna curiosidad de Orfeo en su movimiento hacia atrás? La mirada construye epitafios y, de algún modo, hablar de un arte vivo, después de estas semanas de diatribas, no puedo más que considerarlo, ontológicamente, como una contradictio in terminis. Lo que veo en éste son ruinas. 


Diálogo sobre lo nuevo

Diego:


Agradable coincidencia, que Paula saque a relucir Cave of Forgotten Dreams. También he tenido oportunidad de verla estos días; opino, como ella, que en la película de Werner Herzog pueden rastrearse muchos de los temas que hemos debatido.


Me parece que Óscar empieza a acotar un posible sentido para lo nuevo: una reconquista, a través de nuestra inquietud por el arte, de la vulnerabilidad creativa; un renovado, excitante sentimiento de vida, ser y pensamiento. Pero para Paula, o al menos lo he entendido así, esa vulnerabilidad alberga facetas desalentadoras: la resistencia ante el olvido, el "registro de la salvación", mediante el arte y la reflexión sobre el mismo, se contradicen con el hecho de que la mirada no puede hacer otra cosa que construir epitafios, ruinas.


Viendo Cave of Forgotten Dreams, ambas visiones sobre el posible valor de lo nuevo en nosotros y por nosotros se solapan y complementan. Por un lado, pinturas de hace veinticinco mil años dejan totalmente en evidencia nuestra conciencia del tiempo y la cultura. Resultan novedosas no solo por dinamitar con su simple, absorta presencia, tantas certidumbres académicas que se revelan suposiciones. También por demostrar lo fácil y fructífero que fueron en un tiempo anterior a la Historia y las historias el diálogo con lo real y sus sucesivas representaciones...


Ese descubrimiento de que, tras las pinturas más antiguas en las cuevas de Chauvet, ¡cinco mil años después!, otro ser humano se limitó a seguir pintando en la intimidad, respondiendo al reclamo de otro testimonio pero sin dejarse apabullar por él, sin adoración ni censura, simplemente añadiendo y enriqueciéndolo de tú a tú, es una manifestación empírica apabullante, casi más allá de nuestra comprensión, tanto de una tradición sin conciencia de sí misma como de una novedad orgánica, que no actúa por oposición ni con soberbia, sino con conciencia de sus raíces y de lo que puede aportar a ellas.


Pero, por otra parte, es cierto que los intentos de Herzog -las tres dimensiones, sus rudimentarios soliloquios- por hacernos partícipes de ese milagro transmiten una sensación paradójica (es probable que premeditada, como afirma Paula) de vacuidad; de capas y capas de representaciones empeñadas en disimular lo casual y volátil de la naturaleza y nuestra naturaleza, del propio relato documental y del objeto de su estudio.


Al cabo, lo nuevo en tanto epifanía podría reducirse a ese instante previo a fijar con nuestro trazo un comentario a los previos; como si fuésemos intrusos en una capilla plagada de reliquias, y tuviésemos la visión de que un grafiti nuestro podría no sólo dar testimonio creativo de nuestra presencia, sino incrementar el acervo material y espiritual que lleva criando polvo durante generaciones. Hasta que el siseo del spray en la estancia vacía proclamase, ya sin posible vuelta atrás, lo insustancial de nuestra aportación y de lo expuesto.


Se nos habría vuelto a escapar lo que tan bien expresaba Paula, "el inconquistable misterio de la vida y de la muerte". Lo nuevo: esa sombra percibida con el rabillo del ojo que resulta ser nada, Nada, cuando nos empeñamos en fijar con toda nuestra atención entusiasta la mirada en ella.


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