Puro vicio. Memorias del apocalipsis | por José Francisco Montero

Paul Thomas Anderson | Puro vicio

Fragmentos de la memoria


Principios del siglo XX, los años posteriores a la II Guerra Mundial, principios de la década de los 70. Esa es la ubicación temporal, ascendente, de las tres últimas películas de Paul Thomas Anderson, Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), The Master (2012) y, por último, Puro vicio (2014), basada en la novela homónima de Thomas Pynchon. ¿Un tríptico de los EE.UU. durante el siglo XX? Sin duda, esa es la lectura más evidente. Pues lo cierto es que, después de ofrecer uno de los retratos más complejos de los EE.UU. de nuestro tiempo, con películas como Sydney (1996), Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y, sobre todo, Magnolia (1999), película cuyo anhelo de completitud y enormes ambiciones parecen resultado de este deseo de ofrecer una mirada totalizadora acerca de su tiempo, en el mismo ocaso del siglo XX -dando como resultado el que probablemente es el gran fresco del cine americano contemporáneo-, el cine de Anderson echa la vista atrás, recorre ya en el siglo XXI la historia reciente de su país durante el siglo recién concluido, formalizando un retrato extremadamente amargo de los tenebrosos fundamentos del sueño americano, sin dejar por ello, naturalmente, de hablar también -sobre todo- de nuestro tiempo.


Esta ambientación en el pasado de sus tres últimos largometrajes -una pseudo trilogía paralela a aquella que formaron sus tres primeros filmes alrededor de preocupaciones como la búsqueda de redención, el anhelo de pertenencia y un imperioso deseo de armonía- coincide con otras contribuciones más importantes de estas tres películas a la carrera de Anderson, aportaciones inscritas en términos formales, narrativos y, en definitiva, en relación a las implicaciones más profundas de su obra. No obstante, antes de abordarlas, conviene aclarar cuanto antes que la demarcación de la obra de Anderson que acabamos de delinear -y a la que han recurrido la mayoría de las críticas de Puro vicio-, con una segunda época a partir de la cual, si quizás no podemos hablar de fisura, sí de un viraje de implicaciones trascendentales, y que se iniciaría con Pozos de ambición -sirviendo Embriagado de amor de puente entre ambas “etapas”, pero acaso más cercana a nuestro entender de esta pseudo trilogía histórica, a pesar de su ambientación contemporánea, que de sus tres primeras películas-, no debe tomarse ni mucho menos -como casi nada- de una forma estricta. Como ya hemos apuntado, los tres primeros largometrajes de Anderson también eran, entre otras muchas cosas, una radiografía de los EEUU, en este caso del final del siglo XX. Y más concretamente, Boogie Nights (1997), su segundo largo, que en primera instancia es la película de Anderson que más afinidades guarda con la última, ya era un obvio retrato en negro de “el sueño americano” echando la vista atrás -y que además tiene su primer germen nada menos que en el primer cortometraje de su director, The Dirk Diggler Story (1988), realizado a los 17 años-, y narrado también, como Puro vicio, con subterráneo sentido del humor. Por otro lado, y muy significativamente, si Puro vicio y la primera mitad de Boogie Nights se desarrollan durante los años 70, en esta última la “fiesta” acababa al final de esa década, en la Nochevieja de 1979, mientras en Puro vicio el principio del final del hippismo coincide con el nacimiento de la década: al fin y al cabo, la mirada sobre el porno ofrecida en Boogie Nights identifica a este mundo como el último residuo de un espíritu que nace en los años 60, y que encontrará su definitivo ocaso en los 80 de Ronald Reagan… quien precisamente era el gobernador de California en la época en que se desarrolla Puro vicio. En cualquier caso, la ubicación de Boogie Nights en los inicios de la carrera del director, insertada entre una serie de películas contemporáneas, refuta esa simplista delimitación de que hablábamos, estableciendo una casi perfecta línea de continuidad en cuanto a ambientación temporal con sus tres últimas películas.


No obstante, es cierto que los rasgos formales definitorios de estos tres últimos largometrajes y su ambientación en el pasado son en buena medida indisociables, pues este viaje a la historia reciente de su país discurre de forma paralela al oscurecimiento de las historias narradas por el director californiano, al desarrollo de una visión extremadamente crítica de los sustentos más profundos de la nación, que apenas deja resquicio a algún tipo de salvación, como sí ocurría por el contrario en sus primeras obras. Y paralelamente, y esto es aún más importante, coincide con un relato que también se ha oscurecido, progresivamente más opaco, como sus mismos personajes; con un lenguaje menos transparente, más árido, de más dificultosa legibilidad. De esta forma, es como si en los tres últimos largometrajes de Anderson estas representaciones de la historia contemporánea hubieran adoptado la tonalidad de unos vagos y confusos recuerdos, como si las historias mimetizaran el carácter fragmentario e inconexo de la memoria. Las historias se llenan de agujeros negros, de zonas brumosas, los relatos están marcados por numerosas arritmias, el discurrir del tiempo se torna brusco y confuso, a veces de una desafiante densidad, en ocasiones aparentemente arbitrario. Y simultáneamente las imágenes adquieren una extraña capacidad hipnótica, una naturaleza que se sitúa entre la vigilia y la ensoñación, entre lo vivido y lo rememorado; unas imágenes que paradójicamente se caracterizan por su insólita levedad, que parece ajustarse tan solo a la propia de los recuerdos o a la de los sueños. Más concretamente, en Puro vicio este pasado relativamente reciente se nos aparece como si, vista hoy, a la luz de nuestro presente, del presente de los EE.UU., aquella época hubiera sido poco menos que una alucinación, o tal vez como si evocáramos los sucesos de la noche anterior, pero bajo los efectos de una intensa resaca.


No es esta de la memoria, desde luego, una noción cuya trascendencia resulte novedosa en la obra de Anderson: la memoria individual, incluso la más íntima, el lastre de un pasado con el que es preciso reconciliarse, cuando no expiar, esto es, que es necesario integrar en el relato de sí mismos, resultaba esencial en sus tres primeros largometrajes. Así que estos se constituían en buena medida en los relatos de una anhelada reconstrucción, de la dificultosa recomposición de unas piezas que en el nacimiento del relato permanecían dispersas, a veces ignoradas, a veces inasumibles, necesitadas de un acto que las redimiese -la estructura narrativa de Magnolia proviene, no en vano, de esa necesidad de recomponer las piezas. (1)


Pero si la mirada omnisciente y redentora que conducía el desarrollo de la fragmentaria trama de Magnolia -o, antes, de Boogie Nights- era capaz finalmente de recomponer los fragmentos, en Embriagado de amor -que a nuestro juicio supone el verdadero punto de inflexión de la obra de Anderson, de modo que su posterior trilogía histórica ahondará en las líneas que abre su cuarto largometraje- esta mirada integradora daba las primeras señales de desestabilización, los primeros signos de un sentimiento de paranoia que posteriormente irá imponiéndose acababan contaminando en determinados momentos la extrema formalización de la película, aunque finalmente la historia sea reconducida a una suerte de final feliz -circunstancia insuficiente como para pasar por alto que el carácter experimental y la propensión a lo abstracto de la película anticipan algunos de los rasgos definitorios de sus siguientes largometrajes, en los que no hará sino exacerbarlos-. En esta dirección, a partir de Pozos de ambición los universos descritos por Paul Thomas Anderson apenas pueden ya suturarse, el relato apenas acaba reconstituyendo una figura homogénea. La armonía -que aún era accesible en Embriagado de amor- deviene un ideal inalcanzable, que solo es concebible como pérdida, o acaso como algo que solo existe en la memoria. Lo que tiene también su traslación, por supuesto, en términos estilísticos: las frecuentes salidas de tono de sus más recientes películas como muestra estilística de la cada vez más profunda renuncia de Anderson a cualquier anhelo de armonía, algo ya muy evidente en Puro vicio -es el tratamiento de la música a lo largo de su carrera el elemento que mejor clarifica esta evolución vivida por la obra de Anderson, y en este sentido la colaboración con Jonny Greenwood iniciada en Pozos de ambición y continuada en sus dos siguientes largometrajes resulta absolutamente decisiva, una colaboración que en Puro vicio adquiere unas tonalidades más melancólicas, muy acordes con el sentido global de su última propuesta.


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No obstante, si en Pozos de ambición el pasado de sus personajes deja de movilizar ocultamente la trama, de modo que en ella apenas podemos decir que Daniel Plainview tenga pasado, y aún menos el deseo de expiarlo o la más mínima añoranza... o todo ello permanece en un inescrutable off, en The Master y Puro vicio, aunque sea de forma elusiva, el pasado personal de sus protagonistas vuelve a resultar determinante, siquiera sea de forma más oblicua que en la primera parte de su obra -acaso por ello, mientras The Master y Puro vicio parten en buena medida de la idea del Paraíso Perdido, como inmediatamente trataremos, Pozos de ambición asume rasgos demoníacos, un descenso imparable a los infiernos. Pero en ellas esta historia personal se refleja o incluso se confunde con el pasado histórico, colectivo. Especialmente reveladora, en este sentido, es The Master. Y reveladora del viraje que en este aspecto ha efectuado el cine de Anderson en sus últimas películas. De forma paralela al viaje que hace la propia película a los años inmediatamente posteriores al final de la II Guerra Mundial, el “método” de Lancaster Dodd se fundamenta en la necesidad de efectuar una regresión al pasado para poder reconciliarse con el presente. Pero finalmente todo será en vano en el caso de Freddy, con él será absolutamente imposible reconstruir los “trozos”; y tampoco los trazos de una película que impugna poderosamente la búsqueda de una armonía que parece definitivamente perdida. A partir de Pozos de ambición, tanto la redención personal como la “redención narrativa”, la vehiculada a través del relato mismo, son ya anhelos imposibles.



Paul Thomas Anderson | Puro vicio

Paraísos Perdidos


Nada más coherente, así, después de una película como The Master, en la que el paraíso perdido de su protagonista, la inocencia de un amor irrecuperable, finalmente los acababa protegiendo una figura tan frágil como la representada por una mujer de arena, que una como Puro vicio, que no habla prioritariamente de otra cosa sino de los años sesenta como el Paraíso Perdido de Norteamérica: en Doc Sportello, su protagonista, se confunden el sentimiento de melancolía acerca de una época, de esos años marcados por una esperanza condenada ya a esas alturas a desaparecer, y acerca de su propia biografía, personificado en la relación amorosa que mantuvo con una reaparecida pero ya irrecuperable Shasta Fay -aspecto enfatizado en la adaptación de Anderson, transmutando el sarcasmo de Pynchon por una mirada más soterradamente melancólica. Mientras la historia, y la Historia, caminan hacia la descomposición, el paraíso es ya solo un recuerdo, una época sobrepasada por los tiempos, un flashback en el relato. Acaso él mismo un relato, una construcción de la memoria.


Menos negra en apariencia que sus dos predecesoras, Puro vicio acaso sea aún más desesperanzada. Pues narra precisamente eso: el final de “la última” esperanza. Y también más desesperanzada por el sentimiento de inevitabilidad. Quizás una de las novedades principales de Puro vicio respecto a las películas precedentes de su autor estribe en que de forma más evidente ese deterioro histórico ya está ahí desde el principio. La película de Anderson -como aún más la novela de Pynchon- no es otra cosa sino la crónica del Apocalipsis… después de que su advenimiento tuviera lugar. O más precisamente: después de que haya sucedido, pero antes de que nos hayamos apercibido del todo de ello.


Y también desde el principio los signos de que es irreversible están ahí. Un sentido de la fatalidad que en el relato se encarna en los hasta tres demiurgos que conviven en la película, dinamizando oscura e inevitablemente su desarrollo, ante la impotencia -solo mitigada por pequeños gestos, suaves pinceladas en un cuadro inmutable- de Sportello. Primero un demiurgo misterioso y todopoderoso, cifra de un mal absoluto, casi abstracto, el barco que lleva por nombre El Colmillo Dorado. Luego otro más humano, Bigfoot, el policía que odia a los hippies y en particular a Sportello, y que en definitiva es el que dispone todas las piezas para hacer caer en la trampa al detective, el secreto instigador de sus movimientos, personaje, pues, perfectamente inscrito en la tradición del noir -aunque los ejemplos son numerosísimos, pensemos en particular en el Terry Lennox de El largo adiós, de Raymond Chandler, cuya adaptación por parte de Robert Altman es uno de los referentes más evidentes de la de Anderson. Y por último, uno benigno, Sortilège, que si no tiene ninguna incidencia en los avatares de la trama, sí lo tiene en su posterior escritura, en la narración suavemente nostálgica de los hechos -en la que es una de las modificaciones más trascendentales de la adaptación de Anderson respecto a la novela de Pynchon, cuya historia está conducida por un narrador omnisciente-, en su disposición y sentido; es decir, Sortilège es la vidente del relato, pero una vidente no de lo que está por venir sino de lo que irremediablemente ya ha acontecido: Puro vicio es la narración de un breve paréntesis que es idílico porque es eso, una narración, una ficción de la memoria.


De «dulce tristeza» ha hablado con frecuencia Anderson en referencia al sentimiento que quiso imprimir en su último largometraje. No es extraño, en este sentido, que Puro vicio esté ambientada en uno de esos momentos en que el pasado aún está ahí, pero acompañado de la conciencia de su pérdida imparable. Está y ya no está, tal vez solo se ve del mismo, como entre la niebla, el imparable deterioro. Pero frente a la gravedad de sus dos anteriores largometrajes, en los que, aunque no esté ausente el humor, este discurre por senderos muy subterráneos, en Puro vicio Anderson opta por un tono más “gamberro”, que incluso no elude las estridencias -muy acorde, por otro lado, con el estilo de Pynchon-, aunque siempre subordinado a la atmósfera melancólica que el director imprime a las imágenes. Una melancolía alejada de los gimoteos, de lo patético, que prefiere la ironía a la autocomplacencia.


En coherencia con todo ello, su última película se sitúa bajo el signo de la evaporación. Una evaporación múltiple e irrefrenable. La de Puro vicio es una trama plagada de desapariciones falazmente mitigadas por algunas frágiles reapariciones. Progresivamente tendremos conocimiento de las desapariciones de Shasta Fay, de Mickey Wolfmann o de Coy Harlingen -que incluso es dado por muerto y luego es capaz de permanecer invisible ante aquellos con los que convive, es decir, ser poco menos que un fantasma, un muerto viviente (2)-, pero también de personajes secundarios como Japónica, Burke Stodger, o la del barco llamado El Colmillo Dorado. Incluso la banda de Tariq, el expresidiario que le encarga a Sportello que contacte con un antiguo compañero, ha desaparecido -es más, todo el barrio se ha evaporado-  tras su salida de prisión -hasta la alusión al Triángulo de las Bermudas se puede leer en esta clave. Todo parece susceptible de desvanecerse en esa niebla que marca el tono de algunas secuencias de la película o que aparece en numerosos párrafos de la novela de Pynchon. Ante este desvanecimiento del paisaje, Anderson adopta con frecuencia el recurso de una cámara que avanza lentamente, desde un plano general a uno más cercano. Como si estuviera movida por un deseo de interiorización, de ver con mayor claridad entre la niebla, asumiendo una función muy diferente pues a la que este movimiento adquiere en el cine de su admirado Altman. Y si este deseo de interiorización comparecía en otras películas de su director, asociado a la necesidad de indagar en la naturaleza íntima de sus criaturas, ocultada por los múltiples camuflajes que han adoptado, un deseo impulsado en definitiva por un anhelo de desenmascaramiento, de conocimiento de los motivos más recónditos de los comportamientos y los sentimientos de sus personajes -un plano insólito es emblemático de esto, encarnando este movimiento: en un momento determinado de Magnolia la cámara se introduce en la carne carcomida por el cáncer de Earl Partridge, esto es, en términos más conceptuales, en los traumas del pasado y alojados en su interior que determinan los sentimientos del torturado presente de sus personajes-, en Puro vicio parece prioritariamente movida por un deseo de ver en el interior de un entorno borroso, de una época difuminada en la memoria, por el deseo de distinguir a los personajes de ese entorno que todo lo envuelve confusamente, que apenas deja ver.


Múltiples evaporaciones en la trama y en el paisaje de Puro vicio, en definitiva, que forman parte del mismo proceso que han vivido los relatos de Anderson en sus últimas películas: progresivamente la misma trama también se ha “evaporado”. La narración -que existe, por supuesto- ha sido sometida en ellas a diversas torsiones. Si en el caso de Pozos de ambición y de The Master la trama ha sido de distintas formas descoyuntada, y la ilación causal opacada por los vacíos, en Puro vicio ha optado, sin embargo, por todo lo contrario, por el abigarramiento, por la multiplicidad de líneas en lugar del vacío… pero para llegar a similar destino: el difuminado de la trama en beneficio de lo sensitivo, de una abstracción cercana a lo musical -y aquí el precedente de Embriagado de amor, sobre todo, resulta esencial-, elementos que no están provocando sino la profundización en la naturaleza insólita de la posición de Anderson en el cine norteamericano contemporáneo, su progresivo alejamiento de un cine prioritariamente narrativo.



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Paul Thomas Anderson | Puro vicio

La rana y el escorpión


Así define Sauncho en la novela de Thomas Pynchon lo que es llamado como “vicio propio” por los trabajadores de los seguros marítimos:


-Es lo que no se puede evitar -dijo Sauncho-, cosas que las pólizas navales prefieren no cubrir. Por lo general se aplica a la carga, como huevos que se rompen, pero a veces también al buque que la transporta. (3)


Como ya hemos sugerido, la obra de Anderson se ha interesado en los últimos tiempos por diversos procesos de deterioro. Si en buena medida sus cuatro primeros largometrajes narraban diferentes procesos de reconstrucción (4), los últimos se afanan en narrar la deriva de una caída imparable. Degradación del tiempo de los pioneros y del espíritu emprendedor americano, del relato mítico del país a que privilegiadamente dio forma el western, en Pozos de ambición; deterioro de los aparentemente apacibles pero subterráneamente desquiciados años 50, pero también de la relación entre Freddy y Lancaster Dodd, así como de las recurrentes relaciones paternofiliales y de la idea de la familia como búsqueda incesante presentes en sus primeros largometrajes, en The Master, una película por lo demás que se centraba, por un lado, en un personaje que trata de recuperar la inherente perfección, según él, del ser humano -o al menos ese era el objetivo que articulaba su discurso redentor-, y, por otro, en un personaje profundamente irredento, movido por una autodestrucción indomable -o, desde otra perspectiva, por un indomeñable sentido de la autoprotección-, por esa suerte de “vicio inherente” que es su carácter; deterioro, por último, de los “felices 60”, de un breve período de supuestos hedonismo, paz y buen rollo, finalmente derrotado por la raíces más profundas de los EE.UU., las que marcan su nacimiento y su autodestrucción, en Puro vicio.


En fin, las tres se ocupan al cabo de la degradación inevitable de una época, o mejor, de la inevitable degradación, sin más; del tiempo como deterioro. Pero si algo se desmorona, algo ocupa su lugar a la vista. Es decir, a partir de la dinámica de destrucción que moviliza la trama, las tres películas se ocupan también de diversos procesos de fatal desvelamiento, de la impostergable emergencia del mal que anida detrás de la “imagen pública” de cada uno de los períodos retratados. Y, como consecuencia, emergencia también de aquello que desestabiliza la imagen, la construcción límpida del relato: relatos del deterioro, relatos deteriorados -al principio de Pozos de ambición, primera piedra de esta pseudo trilogía, una salpicadura de petróleo mancha, incluso, el objetivo de la cámara: también las imágenes del cine de Anderson se van a ver irremisiblemente empañadas a partir de esta película.


También procesos de desenmascaramiento, pues. Desenmascaramientos que eran habituales en el trayecto por el relato de los primeros personajes de Anderson, y que en los últimos se amplían a los de toda una época, a través de los de sus personajes. Desvelamiento de esa siniestra faz privada protegida por la fachada del hombre emprendedor -Pozos de ambición-, o del hombre de fe -Pozos de ambición, The Master. Emergencia siniestra y destructiva que en la primera de ellas se encarnaba, metonímicamente, en el petróleo que emerge desde el interior de la tierra… para ir a parar al mar, a ensuciarlo… mar en el que, de hecho, dan inicio las dos siguientes películas del director americano, como metáfora no tanto de una pureza cada vez más precaria sino de su espejismo. Pensemos en relación a todo ello en ese plano de Pozos de ambición, cercano al cine de terror, en que la cabeza de Plainview emerge amenazadoramente de la superficie del mar, una vez ha maquinado, como luego sabremos, el plan para matar a su falso hermano, un plano que parecería sacado de una de las películas predilectas del director, Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975); o en el hecho de que, después de comenzar The Master con las diáfanas imágenes de un océano inconmensurable, es en un barco donde Freddy encuentra a ese hombre, Lancaster Dodd, que ha construido su grupo de fieles seguidores alrededor de sucesivos espejismos, de visiones sin nada que las sustente -probablemente no sea azaroso que esconda su segundo libro en un espacio desértico, esto es, en un espacio propicio a los espejismos; o que la “conversión” de Freddy pase por la necesidad de ver lo que sencillamente no está; o cómo en Puro vicio el mar funciona dramáticamente como residuo de los tiempos que se han ido -el flashback que visualiza el tiempo, ya irreversiblemente perdido, del amor entre Sportello y Shasta está bañado también por el agua de la lluvia-, la playa como hábitat predilecto de un modo de vida condenado a extinguirse, el mar como elemento inmutable frente al deterioro del tiempo, de la tierra -Mickey Wolfmann, uno de los emblemas de ese deterioro, es promotor inmobiliario, otro tiburón que desangra la tierra como Plainview.


Así que nos hallamos en sus tres últimas películas con rostros maléficos -algo evidente sobre todo en el caso del Daniel Plainview de Pozos de ambición- cada vez más imperiosamente dominantes incluso por encima de la voluntad falsaria de estos personajes, elocuentes de una verdad que conviene ocultar. Y en The Master esta emergencia del rostro oculto -de una época desde luego no tan idílica como la que ofrecía la imagen oficial de los años 50 en Norteamérica, y de un personaje como el líder religioso del grupo al que se une Freddy- se encarna magníficamente en esos momentos en que El Maestro “pierde los papeles”, en esas grietas de que adolece la imagen de sí mismo tan concienzudamente construida por el líder del grupo, grietas por las que, ante el más mínimo cuestionamiento, El Maestro no puede, aunque sea fugazmente, mantener el autocontrol y reacciona violentamente… es decir, se convierte en Freddy. Pues este no deja de ser, al fin y al cabo, lo que en términos freudianos describiríamos como “El ello” del Maestro, lo que de salvaje e indomeñable esconde en su interior, reprimido por los imperativos sociales -un súper-yo representado por la mujer de Dodd-, su rostro oculto. En este sentido, es muy revelador que cada uno de los ataques de cólera de El Maestro, aunque pronto reprimidos, son seguidos de una agresión, ahora explícita y contundente, por parte de Freddy a los causantes -o a una figura desplazada- de esos ataques de furia. Y es que The Master no es, en definitiva, sino una nueva versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, con esos dos personajes complementarios, reflejo el uno del otro, que comparten en estancias semiocultas los brebajes preparados por Freddy -en alguna ocasión, incluso, contenidos en una suerte de recipiente de laboratorio. Recordemos la gestualidad simiesca de Freddy -que ya desplegaba Daniel Plainview en Pozos de ambición, sobre todo en su ocaso; o ese plano frontal en que ambos personajes permanecen cada uno en una mitad del encuadre, separados por el tabique que divide las celdas en que han sido encerrados, Freddy absolutamente descontrolado, como un animal enjaulado, y El Maestro casi imperturbable, controlando la situación con su apabullante despliegue de racionalidad; o el hecho de que los deseos eróticos de El Maestro los visualice Freddy en lugar de él mismo -o que cuando su mujer le masturba, le libera de sus demonios, Dodd se encuentre frente a un espejo-, sugerencias que resultan suficientemente elocuentes de esta vinculación de la película con el relato de Jekyll y Hyde.


Es decir, conocemos la cara oculta de Lancaster Dodd -la que representa abiertamente Freddy- cuando este se sale del guion: como en Pozos de ambición, en The Master la verdad de los personajes se revela con mayor claridad, paradójicamente, cuando el relato se descoyunta: la verdad de los personajes correlaciona con el oscurecimiento del relato. En películas como Magnolia, sin embargo, y esto es muy revelador de la naturaleza más profunda de la evolución sufrida por la obra de Anderson, la auténtica naturaleza de sus personajes, aquella que negaban de sí mismos, se desvelaba paralelamente a cómo el propio relato iba adquiriendo una imagen homogénea.


Por su parte, en Puro vicio, tanto en la novela de Pynchon como en la adaptación de Anderson, ese fin de época y ese deterioro ya imparable se encarnan en una figura real y en una simbólica. Por un lado, en Charles Manson -bien es cierto que esto está más presente, aunque sea también por alusiones, en la novela de Pynchon (5)-, que apenas unos meses antes ha instigado los asesinatos en la casa de Sharon Tate. Manson -de forma parecida a cómo Freddy lo es de El Maestro en The Master- es la versión luciferina del hippie (6), “el hombre del saco” que simbólicamente mató esa inocencia casi infantil y reintrodujo -también en el cine de la época- el sentimiento de paranoia de los años 50 que parecía haberse dejado atrás (7). En cualquier caso, tras los asesinatos del clan Manson, la candidez de los felices sesenta, de los años de la paz y el amor, o al menos la imagen de esa inocencia, ha llegado a su fin. Y en coherencia, en la historia narrada en Puro vicio vuelven a comparecer algunos de los emblemas de esos años, nuevos y siniestros reaparecidos “de entre los muertos”: Nixon, el maccarthismo, la paranoia, los delatores, las fuerzas del orden... Los fantasmas del pasado… y del futuro. (8)


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En relación a esto último adquiere relevancia el personaje de Coy Harlingen, el saxofonista dado por muerto y que ahora ejerce de soplón para el FBI, personaje en cuya vuelta a casa finalmente se concentran los esfuerzos de Sportello, un objetivo que de algún modo le pueda redimir del resto de sus fracasos, una forma precaria de mantener la esperanza, o de creer que se mantiene -la mujer de Coy, que es la que le hace el encargo de que encuentre a su marido, se llama, por si queda alguna duda, Hope; piénsese, también, en esos rayos del sol que inundan la pantalla cuando en el final de la película el detective rescata a Harlingen, lo que contrasta con la reaparición entre una densa niebla, primera vez que comparece en el relato, de este personaje oficialmente muerto: ¿rayos de esperanza o rayos que deslumbran? Pero es preciso considerar que el personaje que Sportello logra que vuelva a casa es el del soplón, el traidor -el plano en que se remeda La última cena es suficientemente elocuente, incluso demasiado. Un personaje, pues, rescatado de la oscuridad, recuperado para el mundo de los vivos, de las fuerzas siniestras de las que él mismo es cómplice. Se trata, en definitiva, de la salvación de Judas: a tan precaria aspiración se ha visto reducida la posibilidad de redención en el cine de Anderson, y tan desoladora es la perspectiva acerca de los tiempos que se avecinaban y que hoy constituyen nuestro presente. (9)



Paul Thomas Anderson | Puro vicio

Vampiros


Fantasmas, muertos vivientes, figuras demoníacas, nuevas encarnaciones de Jekyll y Hyde... Esos son algunos de los personajes que pueblan el último cine de Anderson. Su crónica del siglo XX americano es un relato de terror. Pues parece indudable que en sus últimas películas la mirada de Anderson acerca de los EE.UU. viene modulada por los modos de este género. Y en Puro vicio, como ya ocurría en Pozos de ambición, despunta la figura del vampiro, y como consecuencia el motivo de la sangre -si bien hay que añadir que este ya era esencial en el trazado simbólico de su primer largometraje, Sydney, también en relación a un pasado violento imposible de redimir, aunque aquí más circunscrito a la trayectoria individual de su protagonista.


Como decíamos un poco más arriba, el fin de época de que trata Puro vicio se encarna, entre otras cosas, en una figura abiertamente simbólica: ese misterioso barco que lleva el significativo nombre de El Colmillo Dorado -eje central en realidad de una organización que ha diseminado sus colmillos, solapadamente, en otros muchos lugares. Aunque inmediatamente desarrollaremos todas estas alusiones al vampirismo formalizadas en la película -bien es cierto que de forma muy elusiva-, lo cierto es que tanto el mencionado Charles Manson como El Colmillo Dorado, emblemas del fin de los tiempos de la paz y el amor, se ven hermanadas por esta sutil alusión a la sangre, al horror. Pero en Puro vicio no se trata tanto de There Will Be Blood como -al igual que en Sydney- de There was Blood. El inicio de la destrucción, su origen primero, es anterior al nacimiento de la historia… aunque desde luego también posterior a su conclusión


Y es que si Pozos de ambición era en el fondo la historia de un vampiro, y del capitalismo como una historia de vampirismo, y The Master la historia de otro vampiro que hipnotiza a sus víctimas -y a su vez era vampirizado en la sombra por su mujer- y que vive rodeado siempre de sus acólitos, ¿qué es en Puro vicio ese misterioso barco llamado El Colmillo Dorado, que entre otras cosas sirve al tráfico de heroína, sino aquel que lleva, como en la novela de Bram Stoker, al simbólico vampiro que va a traer la peste de los nuevos tiempos -es decir, de los viejos tiempos-, peste que va a acabar con los del hipismo (10)? ¿Qué es sino el secreto controlador de los siniestros hilos que manejan a esos numerosos personajes apenas intuidos y que transitan las sombras? Una figura, en definitiva, situada indudablemente en la estirpe langiana, o que incluso es una suerte de Dr. Caligari abstracto, que ha hipnotizado -como hacía Lancaster Dodd en The Master- a sus fieles asistentes, como se sugiere en la escena desarrollada no casualmente en un sanatorio mental, con esos empleados de movimientos maquinales, ciegos a lo que se sale del camino trazado, que repiten sonámbulos los diálogos de un filme anticomunista, practicantes de esos rituales colectivos que a veces se denominan “terapias de rehabilitación” o “ejercicios de meditación”. Rasgos todos ellos, en fin, que atestiguan la veta expresionista, subterránea pero intensa, de la película.


No es extraño, pues, que Sauncho le apunte a Sportello que «se trata de un cuento de horror» cuando le cuenta la historia del barco. Toda la película, en realidad, aunque narrada con humor, es una película de horror. Al fin y al cabo, ¿no es acaso el suceso que activa el relato el secuestro de Mickey Wolfmann, de un “hombre lobo” que ha dedicado toda su vida a desangrar la ciudad de Los Ángeles, un magnate inmobiliario que ha expoliado las tierras de California -como Daniel Plainview en Pozos de ambición- y que ahora, arrepentido y bajo los efectos de la droga, quiere devolver a la ciudad todo lo que le ha robado… aunque el FBI le ayudará a despertar de su «pesadilla hippie», a reconducirlo a su actividad “vampírica”, a devolverlo a esa realidad que ha asumido los rasgos de la irrealidad?


En fin, la historia de Puro vicio se ajusta en el fondo, como ya hemos sugerido, a los relatos de cariz apocalíptico que narran una progresiva invasión de carácter fatídico para la humanidad. Poco importa que se trate de zombis, alienígenas o vampiros… o de magnates inmobiliarios, neonazis y el FBI. En esta línea, ¿es tal vez casualidad que Penny, la oficial de la fiscalía con la que ahora Sportello mantiene una singular relación, recuerde por su peinado, por su vestido, por la Reese Whiterspoon que interpreta a Penny, a la Tippi Hedren que protagonizara Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963), un filme que es un retrato del Apocalipsis, de la amenaza y posterior invasión de un ejército de pájaros destinados a dominar el mundo? En fin, en Puro vicio esos pájaros no son otros sino los de esas fuerzas tenebrosas que van a volver a ocupar el primer plano, ahora para no abandonarlo, después de un breve período en el que permanecieron entre las sombras.



Paul Thomas Anderson | Puro vicio

La mirada perdida


Por la época del estreno de Boogie Nights, su director afirmaba lo siguiente respecto a las películas en las que John Holmes interpretó al detective Johnny Wadd, una de las múltiples fuentes de inspiración de la película: «una cosa por la que estaba fascinado fue por la estructura de la serie de Johnny Wadd-en The Jade Pussycat [Bob Chinn. 1977],por ejemplo, que combina un misterio criminal con un relato sexual...  Uno quiere ver progresar la historia y que [Johnny Wad] encuentre la siguiente pista, pero uno también ha ido a ver una película pornográfica y quiere que él tenga relaciones sexuales con la chica de la que va a obtener la siguiente pista» (11). Parecería que Anderson encontró en la novela de Thomas Pynchon-novelista al que, en cualquier caso, había querido adaptar desde hace años- la excusa idónea para emular la admirada estructura de esa posible fuente de inspiración, si bien dejando fuera el elemento -no precisamente intrascendente- del sexo explícito de esas películas. En cualquier caso, como en cierto cine porno y como en cierto cine negro, la de Puro vicio es una narración manifiestamente episódica. Una trama que “conecta” a diversos personajes, pero tendente a la dispersión más que al diseño de un relato cuyas líneas acaben ofreciendo un dibujo que las integre en una figura.


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Como ocurre también con las últimas películas de su autor, Puro vicio es un filme que se resiste con particular virulencia a ser captado en una primera visión, a una lectura inmediata. En esta ocasión contribuye poderosamente a ello esta narración laberíntica, hecha para perderse en un primer recorrido, que solo en el reconocimiento de sus vericuetos en sucesivos trayectos permite acceder a una suerte de trazado. Evidentemente, semejante estrategia narrativa no es sino la que articula un género como el cine negro, cuyas tramas están sustentadas en el intento de lectura, por parte de su detective protagonista, de unos determinados hechos, en su afán por otorgarle una figura a un universo caótico -lo que explícitamente es expresado en Puro vicio en el plano, de significaciones autoreflexivas, en el que Sportello trata de leer, dibujado en una pizarra, su propio itinerario por la trama hasta ese momento-, en el deseo de su recomposición en un relato coherente, en la anhelada reconstrucción de una realidad que, en el punto de partida de la historia, está hecha pedazos. Pues acaso aquí se encuentre una explicación del carácter fronterizo -exacerbado hasta lo sanamente enfermizo por una película como Puro vicio-, en términos históricos, del relato negro: en él se inscribe un afán de clasicismo, un anhelo de orden, de convertir en una historia, con sus causas y sus efectos, con su dirección, lo que en principio solo es opacidad y contingencia; pero por otro lado, es este anhelo el que de forma demasiado evidente construye el relato hasta el punto de que el mismo sea también una reflexión sobre su propia construcción, rasgo típicamente moderno: los vericuetos de la trama dibujan los trazos de su escritura. Y no otra cosa es un director como Anderson, un cineasta fronterizo, y su obra probablemente sea el lugar en el que, de forma más expresiva dentro del cine contemporáneo, se conjuga la remisión a cierto clasicismo -y cierto posclasicismo-, y la imposibilidad de esa remisión, una imposibilidad que aboca a sus películas a una radicalidad formal, a un grado de audacia, a un grado de tensión, extraordinariamente fértiles, casi insólitos en el cine actual.


Pero es que, además, la novela negra -quizás no tan frecuentemente el cine negro-suele arribar no solo a la constatación de lo precario de semejante anhelo de saber, sino también a la de su inutilidad: con frecuencia, la frágil reconstrucción es asimismo inoperante, no solo para cambiar algo sino ni siquiera para concluir que se ha llegado a algún tipo de conocimiento auténtico, mayor del que se disfrutara en un principio. Rasgos genéricos que formalizados en Puro vicio no pueden resultar más coherentes, pues a la postre la película nos habla de un tiempo imposible de reconstruir y paralelamente de un cine irrecuperable salvo como alucinación.


Es una obviedad: como desde luego lo es la novela de Pynchon, Puro vicio es la versión alucinógena del relato Hardboiled. Tanto el novelista americano como Anderson se acogen a sus convenciones… pero pasadas por el filtro de la marihuana. De forma que el laberíntico relato típico de la ficción negra, aquí se ha transformado en un galimatías indescifrable, de hecho apenas discernible entre la niebla y el humo de la maría. Si previamente comentábamos la peculiar condición de cine histórico de las tres últimas películas de Anderson, hay que añadir que esto es indisociable en Puro vicio de su modulación del género negro y de sus características narrativas fundamentales, de modo que perfectamente podemos aplicar a Puro vicio, aún con mayor pertinencia, lo que decíamos, en otro lugar, respecto a The Master: «Anderson (…) reconstruye la Historia haciendo que nosotros reconstruyamos, lo intentemos, la historia, el relato; la imposibilidad completa de lo segundo nos habla de lo voluntariamente artificioso y a la postre falaz de lo primero». Frente a la “épica” asfixiante, horizontes transmutados en avernos, de Pozos de ambición, o frente al minimalismo narrativo y las numerosas zonas en sombra de The Master, en Puro vicio nos hallamos, como ya hemos señalado, ante el abigarramiento del relato, la confusa acumulación de incidencias. Al cabo, es casi lo mismo: la ilegibilidad a la que ha tendido el cine de Anderson aquí no se alcanza por los vacíos, por lo no dicho, lo no explicado, sino por la acumulación, por el dédalo que sería angustioso si no fuera porque es también una oportunidad para jugar.


Es acaso en esa imposibilidad de acceder a una imagen cabal, a una visión diáfana de los hechos narrados, donde se halla el rasgo principal que finalmente hermana a estas tres últimas películas de Anderson. Pues frente a la narración centrípeta de filmes como Boogie Nights o, sobre todo, Magnolia, la de sus tres últimos es una narración centrífuga, que se bifurca ad infinitum. Si en Boogie Nights y Magnolia Anderson parte de una diversidad de personajes para ensayar una narración convergente, en las tres últimas parte de un protagonista -o más precisamente, de la confrontación entre dos personajes- para finalmente descentrar la trama, poblarla de diversos puntos de fuga, de ramificaciones que, de alguna forma, quedan abortadas, delatadas en su primaria condición de trazos sobre el lienzo en lugar de estar subsumidos como parte de una composición. (12)


Paul Thomas Anderson | Puro vicio

En esta misma línea, sus tres últimas películas adquieren forma a partir de sendas miradas deformadas: la locura finalmente irrefrenable, una mirada irreversiblemente enferma, en Pozos de ambición; una mirada también trastornada y a ratos hipnotizada, a la postre indomable, en The Master; miradas alucinadas, colocadas, que apenas pueden ver nada, pero también paranoicas, que creen ver donde no hay nada, en Puro vicio. Si en Pozos de ambición el carácter abrupto, incluso violento, de la narración reflejaba el progresivo desquiciamiento mental de Daniel Plainview, ya en The Master esa mirada “trastornada”, la que solo ve sus obsesiones en las manchas del test de Rorschach al que someten al principio de la historia a Freddie -ocasional fotógrafo, por cierto, como Plainview efectúa las mediciones de sus tierras como si de un camarógrafo se tratara-, y también en Puro vicio, en donde la visita de Shasta Fay que pone en marcha, en la tradición del relato negro, la investigación del private-eye, asume los rasgos de la cuasi alucinación (13), son ya en ambas las que fundan los relatos de unas películas en las que acaba siendo indiscernible lo vivido de lo imaginado, lo histórico de lo soñado -de «hay que recordar» a «hay que imaginar» se pasa del Libro I al Libro II de Lancaster Dodd en The Master-. De forma congruente con este papel fundacional de sendas miradas alteradas, en las tres últimas películas de Anderson la imagen se desestabiliza, el relato se desarticula, la mirada se tambalea, la realidad se descompone.


Pero si en la última parte de la obra de Anderson nos encontramos con miradas alucinadas, es preciso antes de terminar volver a echar la vista atrás, pues previamente su cine había constituido la plasmación de diferentes miradas oblicuas, que observan a los EE.UU. desde ángulos marginales, que revelan aristas que normalmente permanecen ocultas por otras facetas más vistosas. Y coherentemente, Anderson se ha interesado durante toda su carrera por personajes que de alguna forma son la imagen distorsionada de distintos estereotipos americanos -o siendo más precisos: muchos de sus personajes impugnan la distorsión propia de los estereotipos. Así, en Sydney Anderson mostraba a una serie de perdedores, una ficción negra desprovista de los oropeles, si bien a la postre fatales, del self made man, de esa versión del sueño americano a la que dio forma el cine de gangsters, aunque fuera a través del recorrido por las sendas tenebrosas del mismo; una película, no en vano, desarrollada en Reno, en esa suerte de versión desvaída de Las Vegas. De forma similar, Boogie Nights era una nueva versión de Ha nacido una estrella… ambientada en el cine porno, en ese residuo marginal y denostado de Hollywood. Asimismo, Magnolia se empeñaba en mostrar la cara oculta de una serie de personajes, desde los que en primera instancia se podría considerar como “triunfadores” hasta los más evidentemente desplazados, es decir, la cara privada del éxito público; una película, en definitiva, sobre el cáncer, sobre aquello que destruye desde el interior, invisible. Por su parte, el Barry Egan de Embriagado de amor era la trascripción oscura del personaje popularizado por Adam Sandler, su versión “de arte y ensayo”, por no decir experimental -lo que para Hollywood sería poco más o menos lo mismo que decir “la traslación patológica” de las películas de Sandler. Por otro lado, como ya hemos apuntado, el Daniel Plainview de Pozos de ambición era la versión demoníacadel capitalismo, el reflejo esquizoide del emprendedor espíritu americano. De forma parecida, The Master plasmaba la versión delirante y venal de la religión -como ya lo hacía el personaje de Eli en Pozos de ambición. Hasta llegar a Sportello y Bigfoot, que en Puro vicio, a pesar de su mutua animadversión -que, por supuesto, admite un cierto respeto recíproco-, constituyen sendas aberraciones de la figura del policía, sendos desplazamientos marginales de la misma… aspecto en el que encuentran un mutuo reconocimiento. Si el detective es tradicionalmente una especie de versión marginal del policía, el Sportello de Puro vicio es una muestra heterodoxa de esa figura ya de por sí desplazada: un private-eye que apenas puede ver nada, el encargado de hacer encajar todas las piezas en su cerebro, pero en uno que ha cambiado la típica lucidez del detective por el aturdimiento del drogadicto. Y el policía encarnado por Josh Brolin, aparentemente más canónico, se descubrirá no menos marginal, una versión enfermiza y atormentada de ese policía que aparece en las series de televisión en las que él mismo actúa.


En fin, con cada nueva película se comprende mejor este interés de Anderson, que recorre toda su carrera, por personajes desplazados… y por este desplazamiento de la perspectiva. No otra es la posición del director en el panorama del actual cine norteamericano: dentro de la industria, pero en una esquina; una obra construida con el andamiaje del cine de Hollywood, o de su extrarradio, pero de una audacia que a día de hoy no tiene parangón en el cine de su país… y casi en el de cualquier otra latitud; una obra que representa un extraordinario retrato de su país, pero oblicuo, en el que la crónica ha devenido en pesadilla, la historicidad en onirismo.



José Francisco Montero



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(1) O de no recomponerlos voluntariamente, en algún caso excepcional: recordemos, en Magnolia, el plano cenital, muy ilustrativo de su carácter de Deus ex machina, que muestra el inicio de la caída de la rana que impide que Jimmy Gator -un personaje al que Anderson le niega la posibilidad de redención que le concede a los demás- se suicide.


(2) Como lo es la misma Shasta Fay, otra reaparecida: «pensé que la próxima vez que te viera sería en la tumba», le dice Sportello cuando Shasta lo visita en el arranque de la trama. Incluso la narradora, Sortilège -que significativamente es también, como ya se ha apuntado, una médium aficionada- es una aparecida, tanto como instancia fuera de la diégesis que relata los hechos como personaje que aparece como intrusa en ellos -en el coche del detective… como luego ocurrirá con Shasta.


(3) Pynchon, Thomas, Vicio propio, pág. 403.


(4) Más que insuficiente, imposible a la postre en Sydney, atestiguando la naturaleza fatalista de la anterior incursión de Anderson en el cine negro. Asimismo, también para un personaje de Magnolia, el del presentador televisivo que ha abusado sexualmente de su hija, la reconstrucción será imposible… un personaje, no en vano, interpretado por el mismo actor que incorpora al protagonista de Sydney, Philip Baker Hall.


(5) No obstante, se da la circunstancia también de que, además de alguna referencia a Manson en los diálogos, en la película las alusiones a Manson son tan recónditos como por ejemplo que el aspecto de Bigfoot esté inspirado en un policía encargado en su día de investigar los asesinatos en casa de Sharon Tate, como se puede comprobar en este enlace.


(6) Poco importa que el clan Manson tenga menos que ver con el deterioro de los valores hippies, como que esto fue utilizado, exitosamente, por los sectores más conservadores de la sociedad americana para demonizarlos.


(7) O mejor dicho: volvió la forma que había asumido la paranoia durante los años 50 y que había sido sustituida, precisamente a finales de los años sesenta por su reverso: tras el asesinato de Kennedy como momento emblemático, y sobre todo a partir de que las versiones oficiales del mismo empiezan a ser masivamente cuestionadas, las tesis conspiranoicas identifican a las fuerzas opresoras y conspirativas, no en aquellas instancias externas que presuntamente amenazan el estilo de vida americano sino en las instituciones que lo sustentan. En la pugna entre las clásicas tesis paranoicas y patrióticas y las modernas y díscolas tesis conspiranoicas se dilucidan en buena medida algunos de los rasgos más notorios de los siguientes años en Occidente… hasta llegar sin duda a nuestros días.


(8) En la novela adquiere bastante relevancia la figura de John Garfield, suerte de alter ego de Sportello, y la muerte de Garfield en el final de Yo amé a un asesino (He Ran All the Way, John Berry, 1951) funciona en un momento dado como símbolo de la muerte real del actor, acosado por los cazadores de brujas, una muerte que a su vez históricamente ha simbolizado la de ese progresismo americano defenestrado por el maccarthismo, como poco después los años de hippismo y de la generación Beat serán aniquilados por los mismos asesinos. Aunque algunas de estas alusiones desaparezcan en la adaptación de Anderson, en un momento determinado de la película presenciamos las imágenes de una supuesta y típica película anticomunista de los 50, y el propio Burke Stodger es un comunista renegado que acabó optando por la delación.


(9) La novela de Pynchon, de forma no muy diferente, termina con Sportello internándose con su coche en una espesísima niebla, soñando -como en la película fantasea hasta lo alucinatorio (y nos hace cómplices de esa fantasía) el regreso de Shasta- con llegar a un mundo muy distinto.


(10) En la novela, incluso, se encuentra en el interior del barco un cargamento de billetes falsos… con la efigie de Richard Nixon.


(11) SMITH, Gavin, «Night Fever», Sight & Sound, vol. 8, nº 1 (enero de 1998), págs. 6-10.


(12) En Puro vicio, aunque se da esa confrontación que hemos mencionado, la existente entre Sportello y Bigfoot -tal vez más intensa en la novela de Thomas Pynchon que le sirve de punto de partida-, en ella predomina la maraña de historias, la multitud de personajes que solo muy precariamente encuentra su ilación en un relato unitario.


(13) La entrada en escena de Shasta, la ex novia de Sportello, es poco menos que la de una aparición. Posteriormente, en un fugaz plano, Anderson muestra cómo Sportello se fuma un porro en cuyo papel había escrito “Shasta”: su amor perdido convertido en humo, en los efectos alucinógenos del porro.