Semilla de maldad. Crónica del Festival de Sitges 2013 | por Óscar Brox

For those  in peril | Paul Wright

Hace un año, por estas fechas, concluía mi crónica de Sitges advirtiendo el fin de un mundo, el leitmotiv de la edición y el único cierre posible para una experiencia, vital y cinematográfica, que terminaba. Nacía otra imagen del fantástico consagrada con el triunfo de Holy Motors y, en paralelo, continuaba la obligación de detectar las incontables derivas y fugas del género a través de piezas, cineastas y estilos cada vez más numerosos, huidizos y pasajeros. Tan pronto surgieron las primeras noticias, Sitges 2013 identificó su línea de programación con un atractivo punto de partida: la semilla. Toda semilla, inevitablemente, remite a dos conceptos: origen y continuidad. Origen, inicio, de otra forma de entender el fantástico -con todas sus herencias y rupturas formales y temáticas; y continuidad, progreso, de esas minúsculas manifestaciones que, arrinconadas en maratones nocturnos o etiquetadas en diferentes subcategorías -véase el catálogo de Noves visions-, amplían el sentido del Festival.


Sitges 2013 no ha sido una experiencia cómoda para parte de la prensa acreditada por el Festival. Entre otros motivos, por la falta de claridad que ha definido su comunicación y la cuestionable decisión en torno a la separación de acreditaciones entre clases, sobre todo cuando el precio pagado era el mismo para cada medio, no así las condiciones ni los derechos. Mención aparte la reducción de pases de prensa y la práctica imposibilidad de reservar unos tickets que desaparecían en cuestión de segundos. Esta última situación, por cierto, derivó en experiencias tan patéticas como la de impedir la entrada a un pase con ticket a un grupo de periodistas acreditados en una proyección con menos de la mitad de la sala ocupada. Una acreditación implica un compromiso para el redactor a la hora de entregar una crónica en detalle del Festival, pero también una obligación por parte de este último de facilitar la labor de prensa. Esta parte no se ha cumplido y, como han hecho otros compañeros, en persona y por escrito, debo protestar. Son ya bastantes años cubriendo el Festival y, con diferencia, este ha sido el peor en el plano organizativo, sin excepción. Protesto, porque una cobertura equivale no solo a dinero, también a tiempo y esfuerzo. No es una cuestión de pose ni de imbécil provocación, sino la crítica a un Festival que, desafortunadamente, no ha tenido en la consideración que merece (esto es, la profesional) a una prensa que cumple con su responsabilidad de informar y dar cuenta de lo que sucede. Pase lo que pase.


Al margen de este desagradable asunto, que la organización debería tener en cuenta, si algo ha definido esta edición de Sitges ha sido la prolongación de la apuesta genérica del pasado año, donde Borgman ha tomado el testigo del filme de Léos Carax como vencedora. Superficialmente, porque el éxito, producto de la decisión del jurado, de la película de Alex Van Warmerdam no tiene por qué opacar el interés de esas otras semillas que la programación ha esparcido día tras día. Sí, en cambio, debería servirnos para reflexionar sobre cómo el fantástico se va acercando cada vez más a sus manifestaciones más tangenciales, aquellas donde es más fácil hablar de metáfora -Borgman es, más bien, una sátira sobre las enfermedades crónicas de la burguesía contemporánea- que de género. En cualquier caso, el éxito de Borgman nos recuerda que aquel cine de fuerte aparataje ideológico y teórico, como podía representar el Teorema de Pasolini, se ha diluido en el potencial cinismo de propuestas como Canino. Más cercana a esta última que a la película italiana, la obra de Van Warmerdam queda como un efectivo, también vacuo, retrato de la burguesía en un tiempo en el que hace falta reaccionar ante el estado de adormecimiento en el que nos hemos sumido.


En una frecuencia diferente se han movido los nuevos trabajos de Robert Rodríguez y Eli Roth. Machete Kills es otra muestra oportunista de un cine hecho con material de derribo, del que Rodríguez se aprovecha -e instrumentaliza- sin el menor pudor. Película sin alma, secuestrada por la engañosa nostalgia de su creador, la secuela de Machete es un festival de gestos, poses, diálogos y expresiones que, una y otra vez, delatan la extracción de un género, pequeño pero noble, que Rodríguez no sabe cómo dignificar. En cambio, The Green Inferno marca el entretenido regreso al cine de Eli Roth, con una película de brocha gorda y, sorprendentemente, menos virulenta de lo que su planteamiento inicial podía señalar. Quizá el mayor problema de su director sea la sobreexposición mediática a la que se ha sometido durante estos años, alejado de la silla de realizador desde Hostel 2. Por eso, The Green Inferno es una película simpática y, al mismo tiempo, anecdótica. La clase de proyecto que revela, casi involuntariamente, la oxidación de un tipo con talento (Cabin Fever) que, con el tiempo, parece haberse olvidado del cine.


Si algo ha constatado este 2013 es que el cine de género se ha acostumbrado a vivir en el ghetto de los maratones nocturnos y las sesiones vespertinas. Así, mientras relatos caducos como The Jungle gozaban de estreno de lujo, propuestas sencillas y honestas como la australiana 1000 Bloody Acres se veían obligadas a reclamar a gritos al público de siempre. Curioso, pues ambas historias ponen en práctica los trucos de siempre con resultados desiguales. Si The Jungle es la visión agotada del (falso) recurso del metraje encontrado, 1000 Bloody Acres es una visión vigorosa del juego del gato y del ratón en el destartalado paisaje de la Australia más profunda. Otro tanto podría decirse de irreductibles como Mike Mendez y J.T. Petty, obreros del género que se han criado en la industria aprendiendo de sus limitaciones. Aunque Big Ass Spider y Hellbenders no sean sus mejores apuestas -sobre todo, en el caso de Petty-, hay una honestidad propia del oficio y la convicción de quien está acostumbrado a narrar desde los márgenes.


A continuación, tras este breve repaso de los puntos calientes del Festival, una semilla de maldad donde las herencias del género y sus continuas transgresiones se funden en una crónica de lo que esos días de horror y fantasía ofrecieron en el plano cinematográfico.



Insidious 2 | James Wan

Máscaras, giros y revueltas


En los últimos años, el cine fantástico se ha enroscado alrededor de corrientes, temáticas y formales, que han desarrollado una serie de meandros en el género. Una de esas corrientes podría abanderarla James Wan, con permiso de Rob Zombie, quien mejor ha sabido incidir en la herencia y el legado del fantástico a la hora de componer un relato que tiene un ojo puesto en su origen y otro en su transgresión. La gran virtud de Wan se localiza en su talento para construir una caligrafía del horror, que ha pulido película tras película hasta dar con su destilado completo. Puro goce desde el que observar la preparación del susto, sus prolegómenos y su ejecución. Wan enseña a leer los diferentes grados de sus imágenes: la historia, su desarrollo, su construcción y, por último, las herramientas con las que se construye. Una vez aprendido eso, despliega las infinitas combinaciones posibles. Si Expediente Warren era su visión canónica del horror, Insidious. Capítulo 2 es su apoteosis. Escrita con renglones torcidos, la última incursión de Wan en el fantástico es, sin embargo, una reflexión apasionante sobre sus posibilidades. Si la película original concluía en falso, con un final que advertía su continuación, esta segunda parte arranca inmediatamente después con la vocación de quebrar todo lo narrado; volver sobre lo mismo, sí, pero con más ambición.


siguiente columna
 

A su manera, Insidious era una hábil relectura del subgénero de posesiones y casas encantadas en la que, por encima del resto, destacaba aquel inframundo que Wan se atrevía a poner en imágenes. En este sentido, su continuación le permite profundizar en su propia mitología, al dotar de relieve a todos los elementos que protagonizaban aquella. De manera parecida a las sucesivas secuelas de Saw, la forma de operar de Wan es a través de la barroquización del contenido, donde la historia elige el requiebro en lugar de la línea recta para alcanzar su meta. Lo hermoso de esta elección es que describe la madurez y el control que Wan ha adquirido durante este tiempo, que le permiten jugar a tres bandas -la situación del matrimonio Lambert, la investigación de los parapsicólogos y el más allá- mientras desencadena sin pudor alguno todo el arsenal de ideas acumuladas en torno al fantástico. Así, la película se mueve entre diferentes tiempos y tonos, entre viajes mentales y horrores cotidianos, con una libertad casi completa, sin dejar de retorcer sus premisas -ese espectro vestido de negro que la propia historia desfigura hasta el ridículo- y encadenar susto tras susto en una narración febril. Si a Wan se le puede reprochar que Insidious. Capítulo 2 parezca, por momentos, una máquina de demolición de sus aciertos como cineasta, cada vez que se empeña en añadir más ambición narrativa a su modesto relato, no es menos cierto que estamos ante una de las cimas más atractivas de una visión del horror contemporáneo. Como le sucedía al Argento de Inferno, hay una sensación de irremediable barroquismo que intensifica los logros conseguidos. Un maravilloso exceso lúdico para escribir un punto y aparte a esa corriente del género.


Passion | Brian de Palma

Durante toda su carrera, Brian de Palma ha trabajado a conciencia una ficción donde el papel fundamental corría a cargo del espectador. Dobles cuerpos, extrañas identidades, pasos en falso y narraciones cada vez más deslavazadas han sido el señuelo perfecto para obtener el placer, visual y cinéfilo, que desprende cada uno de sus relatos. El placer de ver, de desear y fantasear con esos thrillers que se enredan sobre sí mismos hasta la parodia, como un hermoso artefacto que se resiste a ceder un ápice de su encanto ante la lógica de la introducción, el nudo y el desenlace. Al fin y al cabo, el cine depalmiano es una mascarada continua empeñada en dinamitar su verosimilitud para elegir el juego y el flirteo. Passion, en este sentido, es un flirteo continuo con las reglas del juego depalmiano. Si la acción de muchas de sus obras arranca a partir de un momento de distracción de su protagonista, que la cámara aprovecha para trazar una línea de fuga en la historia, podríamos decir que Passion nace en esa misma línea de fuga. Bajo el escenario de una lucha de poder en el seno de una gran empresa, de Palma extiende su tela de araña hasta atrapar a sus personajes en un relato que, paulatinamente, va descomponiendo pedazo a pedazo.


La bellísima escenificación de una pieza de ballet de Debussy acompaña los preparativos del crimen con el que detonará el orden y la lógica interna de la película. Una escenificación doble, por el uso de la pantalla partida, en el que las miradas de la pareja de bailarines se clavan sobre la nuestra, distraída por la visión del asesino que acecha escondido a su víctima. Travieso, de Palma nunca deja de dirigir los movimientos de sus personajes; también a nosotros, que seguimos la acción sin pestañear. Complacido por esa atención, el propio cineasta se permite ironizar sobre sus mecanismos -cuando uno de los actores del filme pone en tela de juicio la verosimilitud de lo que está sucediendo- mientras, en paralelo, disfruta retorciendo el relato una y otra vez. Como su título define, este último de Palma expresa una pasión inagotable por voltear la coherencia de su obra en pos de ese placer que describe el cine: el deseo de poseer las manos del asesino en el momento del crimen, el cuerpo del amante en el instante amoroso o el del detective durante el ensamblaje de piezas que conduce hasta la conclusión. El deseo, en definitiva, de sustituir a cada uno de los personajes para disfrutar de una ficción que nunca se cierra, que siempre anhela un nuevo giro sobre su trama para atrapar el placer que desprende la práctica del cine.


El eclipse de un estudio como American Zoetrope, que defendía la cultura del cineasta como creador pleno, supuso el acta de defunción para una generación de realizadores cuyas víctimas más notables fueron Michael Cimino y Francis Ford Coppola; directores que han lidiado con su ostracismo o que han tenido que pagar un peaje en la industria para continuar su carrera. Una película como A Glimpse Inside the Mind of Charles Swann III nace, precisamente, de esa frustración, como una fantasmagoría de aquel tiempo. Si algo describe la corta obra de Roman Coppola es la nostalgia de no poder ser parte de otra época cinematográfica, que el hijo de Francis evoca a través del tono y del estilo de su cine. No poder rodar una película de ciencia-ficción europea como Mario Bava o no poder, como Godard, engañar a un productor como Carlo Ponti durante el rodaje de su película. A diferencia de Olivier Assayas, que expresaba algo parecido en Irma Vep, Coppola cambia la melancolía por la celebración hedonista de la herencia que esa época nos dejó. Consciente de su imposibilidad, elige construir una fábula divertida en torno a esta, como la clase de deseo inextinguible mediante el cual conseguir que la realidad se convierta en fantasía.


Cada vez que rodaba una película con Fellini, Giulietta Massina se veía obliga a soñar con los ojos abiertos, a esperar que de la orilla de una playa brotase un séquito de personajes en procesión hacia ninguna parte. En A Glimpse Inside the Mind of Charles Swann III sucede algo parecido. Cada vez que aparece Charlie Sheen, las imágenes escapan hacia un improbable musical, un relato de marionetas, exploits de vaqueros, nazis y mujeres esculturales y animaciones entre el arte pop y el estilo de los Monty Python. Si en El desprecio, Godard apelaba a Grecia para describir la separación del matrimonio protagonista, Coppola mezcla el calor artificial de aquella American Zoetrope capaz de recrear Las Vegas en un estudio con los devaneos sentimentales de su estrella. Un rodaje que nunca descuida la ambición que se esconde en esta película pequeña: imaginar a su director filmando un improbable melodrama musical en algún decorado perdido de los años ’70. Si antes hablábamos de los giros y torsiones que Wan y de Palma imprimían sobre sus relatos, Coppola expone primorosamente una de las constantes de nuestro presente: la celebración del cine construido a partir del propio cine, donde las imágenes siguen siendo nuestra mejor escuela para aprender el sentido de vivir.



Herencias y vínculos


Indudablemente, el presente del fantástico no es ajeno a sus precedentes, a aquellos cines sobre los que ha efectuado una transfusión, en fondo y forma, para continuar con su herencia. Dentro o fuera de los márgenes comerciales, Neil Jordan ha sabido mantener con el paso del tiempo su entidad como narrador. Ajeno al éxito comercial de Entrevista con el vampiro, Jordan ha deslizado su talento a través de pequeñas propuestas que, ante todo, apuntasen su querencia especial por la atmósfera y la narración. Fruto de ello, Ondine, una de sus mejores películas, donde recuperaba la fuerza de ese espacio, entre mental y sentimental, arraigado en el paisaje irlandés. Byzantium, en este sentido, supone una continuación de esa sensibilidad casi novelística -no en vano, Jordan inició su carrera como escritor- que marca la personalidad de sus personajes, casi criaturas arrancadas de las páginas de un libro. Centrada en el eterno vínculo de sangre que define el vampirismo, Jordan escoge separar la historia de cualquier corriente actual para situarla en otras coordenadas. En concreto, en la angustia vital de una existencia ahogada por la falta de puntos (apartes o finales), lastrada por ese movimiento perpetuo entre épocas donde lo único que cambia es nuestro alrededor.


siguiente columna
 

Eleanor escribe día tras día la historia de su maldición, de su madre y de su conversión en vampiro. Pero cada vez que concluye su relato decide arrancarlo de su diario, quizá en busca de ese lector que conecte con su tristeza. De manera sutil, Jordan dibuja a su protagonista como una especie de náufrago condenada a la soledad, al vagabundeo constante donde cada nuevo hogar supone volver a escribir su historia personal. Un hogar que toma su espacio en los gélidos pueblos costeros irlandeses, entre el frío cemento de los bulevares cercanos al embarcadero y los pasillos enmoquetados de la habitación donde deja correr el tiempo. Lo hermoso de Byzantium radica en su manera de retomar el tema del vampirismo. Parapetado tras esa narración de Eleanor, Jordan nos invita a entender esa maldición como la promesa de hallar, finalmente, a alguien con quien compartir nuestro secreto, nuestra intimidad. Como en los vínculos de sangre, hace falta sellar un pacto, entre espectador y relato, entre vampiro y humano, para dar cuerpo a esa búsqueda sin término. Más que una historia de monstruos, Byzantium narra el tiempo que muere sin dejar una huella, como un continuo suspendido al que somos ajenos. Un tiempo, invisible y constante, que no puede afectar a una criatura eterna como un vampiro. Pero que Neil Jordan cifra a partir de esas emociones tan delicadas, estética y temáticamente, capaces de reanimar un corazón de hielo.


Si Byzantium explica el peso de una herencia que nos condena a vagar por el tiempo sin poder dejar nuestra impronta, Love Eternal pone el acento en ese tiempo vacío que se manifiesta cuando nuestro amor está del lado de los muertos. Basada en una novela japonesa de Kei Oishi, la segunda película del irlandés Brendan Muldowney parece decidida a integrar en su esqueleto el temperamento pausado y silencioso de cierto cine japonés. Así, el filme nos sumerge en la vida de Ian, quien pierde a su padre un poco antes de llegar a la adolescencia. Incapaz de aceptar ese vacío -una de las imágenes más hermosas y macabras es aquella que muestra a su protagonista comunicándose por un walkie-talkie que ha colocado en el ataúd de su padre-, Ian hace del mismo su razón de ser. Poco a poco, las líneas de su existencia van girando hacia el lado de los muertos, con quienes establece una relación cada vez más estrecha. Si uno de sus recuerdos de adolescencia es el hallazgo de una chica muerta, a la que esconderá y observará día tras día hasta su putrefacción, la visión del Ian maduro desemboca en una cotidianidad basada en los que no están. Ahogado por un presente solitario, Ian entra en contacto con potenciales suicidas con los que, eventualmente, desea quitarse la vida. Sin embargo, cada vez que se produce la situación, decide dar un paso atrás y observar, como si se tratase de un facilitador de la muerte, esos últimos instantes antes de perecer. Los gestos, segundos, momentos a los que se ha acostumbrado.


Narrada con un aparente naturalismo, donde no existe un tono diferente que separe a los vivos de los muertos, Love Eternal tiene su mejor arma, precisamente, en la pregunta que encierra su título: ¿por qué hay que aceptar que las emociones y las personas tienen una fecha de caducidad determinada? De manera casi pudorosa, Muldowney nos acerca hasta la mente de su protagonista con la vocación de acompañarle, de compartir su frustración por ese momento final que, tarde o temprano, acaba llegando. Incluso en su necrofilia, que el realizador traslada a la pantalla entre la timidez y la distancia, uno tiene la sensación de que Ian es otro náufrago emocional que no ha sabido encontrar el lugar desde el que conducir su vida emocional. Por eso, la rara tranquilidad que desprenden los cadáveres funciona como aislante de una soledad cada vez más irrefrenable. Solo tras entrar en contacto con una mujer que ha perdido a su hijo, Ian descubre esa soledad compartida, esa misma frustración que impide prolongar un poco más un amor que no ha podido mantenerse. En el fondo, Love Eternal describe cómo cada vez resulta más difícil establecer unos vínculos profundos en nuestra vida, cómo esa clase de sentimientos son más efímeros y perecederos, y parecemos más preocupados por encontrar otro sustituto a corto plazo que la clave que nos enseñe por qué no conseguimos recordar las cosas a nuestra manera.


La prolífica carrera de Nobuhiko Obayashi, con más de cincuenta películas a sus espaldas, tiene en Hausu una de sus puntas de lanza. Recuperado por Sitges en una de las secciones paralelas, Casting Blossoms to the Sky se aleja del fantástico para centrar el peso de su discurso en la memoria; más concretamente, en la forma de gestionar una memoria colectiva. Natural de una pequeña población cercana a Hiroshima, Obayashi vivió siendo apenas un niño el bombardeo estadounidense que asoló todo el perímetro de poblaciones entre Hiroshima y Nagasaki. El alcance de la masacre, que no solo fue terriblemente humano, ha pasado década tras década como una de esas lacras de la Historia que las generaciones posteriores han de aprender a integrar en su identidad cultural. De esta manera, Casting Blossoms to the Sky se revela como un intento por unir (y cerrar) esa herida abierta a través de la memoria del pesado y la memoria que teje nuestro presente. Así, con una vocación prácticamente pedagógica, Obayashi se traslada a las pequeñas zonas aledañas a Nagasaki para rastrear cada huella dejada por el Holocausto con la intención de exorcizarla, como en un encaje de manos entre dos enemigos, con las herramientas que proporciona el cine.


Con su aire didáctico, Casting Blossoms to the Sky no elude tratar un tema tan espinoso como el del perdón o el dolor, dos nociones tan humanas como históricas que el filme traslada al terreno de la creación. A partir de una obra de teatro, los niños de la población ponen en escena el día del lanzamiento de la bomba, el horror que desencadenó y las secuelas que aún hoy se mantienen visibles en la zona. Sin embargo, todo ello desprende una profunda humanidad que parece haber encontrado el lugar desde el que aceptar la tragedia y el vínculo con el pasado que permite seguir construyendo el presente. Entre la ficción y el documental, la película de Obayashi nos presenta a los centenares de vecinos que juegan un papel, principal o secundario, dentro de la historia; vecinos a los que trata con la misma importancia y a los que concede su espacio dentro del relato. En paralelo, nos enseña cómo ese gigante del capitalismo tardío ha aprendido a transformar sus sentimientos sin que el odio o la indiferencia aumenten aún más la brecha entre una generación que empieza a desaparecer (la de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki) y otra que se ha criado sin el dolor de los demás. Un apasionante recorrido por la memoria colectiva y las herencias que compartimos, las que definen nuestro espacio común.


We are  what we are | Jorge Michel Grau

En We are what we are, el remake estadounidense del filme de Jorge Michel Grau Somos lo que hay, el espacio común que define memoria y vínculos es una familia recluida en una de esas localidades fuertemente tradicionales americanas. Jim Mickle, su director, está acostumbrado a las narraciones secas, con pocos asideros emocionales y demasiadas fugas violentas. Dos aspectos que definen a los Parker, una familia venida a menos en la que el patriarca y sus hijos sobreviven perpetuando año tras año una tradición caníbal que refuerza esos vínculos primarios, sanguíneos, entre ellos. Mickle dibuja el hogar de los Parker, como diría Robin Wood, como una estructura social en decadencia, condenada a su desaparición. Mientras el pueblo vive sacudido por la pérdida de algunas de sus hijas, devoradas por la familia caníbal, los Parker lidian con su supervivencia cada vez más limitada. Apartados de la urbe, lo único que les queda es ellos mismos, como esos vestigios de otras vidas que cogen polvo en el arcón de la casa familiar. De manera elocuente, Mickle muestra cómo la continuidad de los Parker depende de esa sociedad que rehuyen pero de la que, literalmente, se amamantan, pues es la que les provee de carne y sangre.


Arraigada en una estética cercana a los ’70, la de un american gothic turbio y crepuscular, We are what we are incide en los hallazgos de la anterior película de su director, Stake Land; en particular, en esa aspereza formal y en la brusquedad a la hora de plasmar los brotes de violencia. En una sociedad donde los valores familiares juegan un papel fundamental, sorprende la virulencia del discurso de Mickle. La única manera de salvar esas estructuras sociales en decadencia pasa, literalmente, por consumirlas. Así, en una de las imágenes más poderosas de la película, las hijas devoran al patriarca, en el último acto de canibalismo, para poder liberarse de su yugo, ese que circula por su interior y que les ha inculcado una herencia de la que no saben cómo escapar. Desenlace amargo, pues Mickle incide en que la única posibilidad de huida de esa realidad no es sino a través de sus propios elementos: devorar al padre, sacar los dientes, el hambre, la sangre. Porque somos lo que hay, ese inmenso vacío del que no podemos escapar.



siguiente columna
 
Only god forgives | Nicolas  Winding Refn

Lo sensorial


A medida que transcurre su carrera, Nicolas Winding Refn parece cada vez más decidido a depositar el peso de sus narraciones en lo sensorial. En el fondo, el cineasta danés siempre ha sentido una querencia hacia los callejones sin salida y las fugas a ninguna parte, como era habitual en los protagonistas de su trilogía Pusher. Y ese espíritu, que podía enraizar en cierto cine negro y popular, ha girado, poco a poco, la vista hacia el interior, donde las fugas se llevan a cabo en lo mental (Bronson) o desde un relato fragmentario, irregular y plagado de huecos. Este último camino, que emprendería a partir de Valhalla Rising, ha tenido su definitiva eclosión con Drive y Only God Forgives, películas donde, como señalaba Roland Barthes, lo psicológico se expresa a través de lo plástico; donde el detalle, el gesto o la sensación recubren todas las lagunas que genera la historia. Hasta cierto punto, Drive puede entenderse como una reflexión sobre el cansancio y el agotamiento de un género y unos personajes lastrados por arquetipos y códigos de hierro, que en manos de Winding Refn parecen fantasmas conscientes de su propia caducidad -en especial, el personaje interpretado por Albert Brooks, así como ese desenlace visualizado a través de las sombras proyectadas en el asfalto. En cambio, Only God Forgives va unos cuantos pasos más allá, pues su director borra con ahínco las líneas maestras del género para sumergir a los personajes en un paisaje entre la frontera física y mental. 


Como un eco lejano de las escapadas artísticas de cineastas como Fritz Lang, Welles o Sternberg, Only God Forgives refleja esa sensación de extrañamiento que notamos al integrar lo habitual en un entorno extraño; al mezclar los elementos del cine negro prototípico con el ambiente de la jungla de asfalto de Bangkok. Más interesado en la vertiente de psicodrama familiar del relato -casi un remake de Santa Sangre, de Alejandro Jodorowsky-, Winding Refn se preocupa por dejar respirar a las imágenes. Así, aunque la película se vaya desmigando progresivamente, a medida que la historia deja paso a los impulsos (a la violencia, la venganza, la frustración o el deseo), el realizador danés cede el espacio que ocuparían los diálogos a la intuición del espectador. Tanto es así que hay personajes, como el oficial de policía, que se expresan a través de elementos como las canciones de un karaoke o el sonido del filo de la katana cada vez que desenvaina. De una u otra forma, Only God Forgives es un filme donde lo sensorial coloniza cada aspecto de su producción, donde cada imagen, plano o detalle nos invita a sentir aquello que vemos, desde los interiores pintados de un rojo intenso hasta el gemido ahogado de una adivinadora que proyecta el futuro mientras se masturba. El triunfo de Winding Refn se halla en su manera de conducir al thriller hacia lo plástico sin renunciar a ser profundamente sensorial. La eterna fuga hacia delante.


Gracias a la complicidad del actor Michael Cera, el director chileno Sebastián Silva ha sacado adelante dos largometrajes en el mismo año -el otro es Crystal Fairy. Magic, Magic es, tal vez, el que mejor expresa el grado de compenetración entre lo sensorial y lo fantástico. Esta relación ha sido explotada con mejores resultados desde los márgenes que en el propio cine estadounidense. Sin ir más lejos, los primeros pasos de Peter Weir en su Australia natal se encaminaban en esa dirección, desde Picnic en Hanging Rock hasta La última ola, donde lo fantástico descansaba en la propia realidad. Si la geografía australiana conservaba el encanto de lo ignoto, del atavismo que la asimilación cultural británica no había logrado sepultar, se puede decir algo parecido del Chile que filma Sebastián Silva en su película. Narrada como un descenso a la locura, Magic, Magic descarga toda la responsabilidad de su historia en el cuerpo de su actriz, Juno Temple, y la percepción cada vez más deformada de ese paisaje siniestro que esconden las comarcas más antiguas del territorio chileno. Una combinación que estalla incluso en los momentos de calma, que avanza lentamente, minando la estabilidad emocional de su protagonista, hasta destruir todo lo que de familiar pueda tener el paisaje.


En una entrevista en Cahiers du cinéma, Wes Craven apuntaba que el territorio del horror es tu cuerpo (la pérdida, la mutación, el extrañamiento, etc.). Magic, Magic detalla, con escalofriante precisión, esa pérdida, la de una veinteañera que va desapareciendo sin que pueda hacer nada al respecto. Como le sucedía a Catherine Deneuve en Repulsión, cada vez que imaginaba que unas manos extrañas surgían de las paredes de su apartamento para atraparla. Aquí el miedo de Alicia, al principio consecuencia del paternalismo cultural estadounidense, se transforma en un puro terror físico. Lo que podría parecer un bache emocional se convierte en un descenso brutal hasta perderlo todo: las fuerzas, la identidad, la mente, la voz. Parapetado tras el ambiente de encantamiento que desprenden las viejas provincias chilenas, ancladas en una tradición que ningún asomo de modernidad ha podido opacar, Silva narra con tal desgarro la odisea de Alicia que, pronto, su cuerpo comienza a ser el nuestro. Entre gritos, entre el llanto por no poder regresar a lo familiar, entre el miedo cerval a esos ritos que no forman parte de su cultura, entre la vergüenza… Magic, Magic pone en escena esa catarata de sentimientos que nos hablan de uno de los horrores más antiguos: cuando perdemos nuestra identidad y no sabemos qué hacer para recuperarla. Cuando ni siquiera queda el cuerpo, extraviado en el dolor, y todo lo que podemos escuchar son nuestros gritos pidiendo que pare. El horror.


Si Only God Forgives y Magic, Magic se pueden describir como acercamientos tangenciales al fantástico, Upstream Color lo sería con el mismo cine. A Shane Carruth, director del filme, nunca le ha interesado pertenecer a una tradición o a una corriente; más bien, sus dos incursiones -la anterior fue Primer- son fruto de una mente creativa que ha encontrado en el cine una válvula de expresión. Casi un accidente. Menos elaborada -o quizá, no tan obligadamente rigurosa- que su debut, Upstream Color es la clase de película donde el tacto, el contacto y la intuición parecen guiarnos de la mano para descubrir todo aquello que abriga su historia. Tacto e intuición, sí, porque de alguna manera Carruth pone en escena aquello que funcionaba como eje en el manga El viento de amnesia: el redescubrimiento de las emociones y los vínculos que, a través de estas, podemos establecer entre nosotros. Como si se tratase de ese demiurgo/científico que experimenta con la pareja protagonista del filme, el director de Primer está interesado en contemplar la reacción, el despertar, el segundo origen y todos los pequeños pasos que darán sus criaturas, como si cada uno de los episodios sucediese por primera vez. Para ello, Carruth se apoya en una parte visual tan rica en detalles que no descuida el menor gesto que pueda ayudarnos a leer la evolución emocional de sus personajes.


Upstream color | Shane Carruth

Lo que hace de Upstream Color una obra hermosa, a pesar de lo críptica y deshilvanada que aparezca de tanto en tanto, es la ambición narrativa de su cineasta. Aquella que le lleva a observar atento el proceso de descomposición de un cerdo, los vapores, humores, nervios, fluidos que se combinan unos con otros mientras la vida desaparece. Toda esa vida interior, celular, que describe minúsculos cataclismos, cambios y revoluciones que desde el exterior apenas son imperceptibles. Esa vida interior que colorea el espectro emocional de sus protagonistas, como un nuevo vínculo desde el que atravesar su romance. Si en Magic, Magic la pérdida de la identidad era una de las claves del terror, en Upstream Color Shane Carruth nos enseña que aquella no es un elemento tan importante. En el fondo, nos dice, nuestra existencia se basa en una transición continua, entre edades, espacios, rostros, compromisos. Pero, en esa transición, en ese cambio, ¿qué queda de las emociones? ¿Qué llegamos a saber sobre los sentimientos? Perdidos, como individuos anónimos, los protagonistas de su película se encuentran con una sola certeza en mitad del rompecabezas: aunque no lleguemos a conocernos del todo, siempre nos podremos sentir, tocar, recorrer, dejarnos llevar por la intuición. Por aquello que forma parte de nuestro interior, que nunca se apaga, de donde surge una nueva semilla.



siguiente columna
 

Abismos


El mar, su miedo atávico y los mitos encapsulados entre la espuma de la orilla y las corrientes interiores. En La niebla, John Carpenter inicia su relato con el mar nocturno como telón de fondo. Arremolinados junto a la hoguera, los niños escuchan la historia del viejo marinero, donde las leyendas quedan grabadas a fuego en su educación sentimental. El terror y el mar. En For those in peril, un accidente en un barco pesquero desencadena la tragedia de una pequeña comunidad escocesa. Sumidos en el dolor, los familiares tratan de exorcizar el vacío de esas muertes como pueden. Sin embargo, no están preparados para lidiar con el único superviviente, Aaron, que observa cómo no hay consuelo suficiente para hacer frente a quien ha regresado de entre los muertos. Cada vecino encuentra su cobijo en el abrazo fraternal, en las reuniones familiares y en la fuerza de las tradiciones que advierten que unas veces el mar te da y en otras te quita. Y quizá es esto último lo que mejor define al filme de Paul Wright: su forma de enraizar todo ese dolor a través de una tradición que se filtra en los detalles. Desde bien pequeños, los niños se amamantan con esos relatos marinos donde pueden escuchar el rumor de las olas y sentir la violencia de los golpes de mar; en la iglesia siempre hay una oración, una lectura, para consolarnos por esa ausencia que sabemos que tarde o temprano formará parte de nosotros. El mar, tan bello y tan siniestro, ingobernable y al mismo tiempo maternal, nunca deja de gravitar sobre la vida de sus protagonistas.


For those  in peril | Paul Wright

Como sucedía en la reciente Southcliffe, el punto de partida de For those in peril se encuentra en la investigación de la herida abierta que produce la tragedia sobre la comunidad; en observar la forma de enfrentarse al dolor de cada personaje. Implacable, Wright enseña esos momentos de tristeza donde reparas, quizá por primera vez, que no vas a volver a escuchar esa voz familiar. En uno de los momentos más complejos de la película, la novia del hermano de Aaron, fallecido en el accidente, le pide que se haga pasar por este para poder despedirse de él, decirle esas últimas palabras que le faltaron. La impotencia provoca que los vecinos arrinconen poco a poco a Aaron, convencido de que puede traer de vuelta a su hermano. Absorbido por la propia mitología del lugar, el joven cree en la literalidad de aquel relato de Jonás y la ballena, donde los monstruos del mar que han arrebatado a sus compañeros los mantienen cautivos en lo profundo de su vientre. Mientras unos lloran a los muertos, otros se aferran a la clase de encantamiento que presidía los cuentos a la luz de la hoguera.


Hace varios años, Werner Herzog aprovechó el caso de Timothy Treadwell para construir su documental Grizzly Man, en el que se ponía en cuestión la posibilidad de integrarnos completamente en el entorno salvaje de los osos. Uno nunca puede abandonar su origen. Con una premisa parecida, Gabriela Cowperthwaite cambia al hombre por el animal, una orca, en Blackfish. El proyecto arranca con la muerte de varios entrenadores de orcas en parques acuáticos de Estados Unidos. Preguntados por las causas, otros entrenadores se niegan a suscribir la tesis de que fueran accidentes o imprudencias por parte de los fallecidos. En realidad, el factor de exposición a esa clase de tragedia es mucho más elevado, ya que nunca existe la certeza de una confianza mutua entre animal y hombre. Interesada en este último detalle, Cowperthwaite despliega un espectro de opiniones alrededor de la domesticación -o el intento de domesticación- de unas criaturas nacidas en lo salvaje.


Más preocupado por divulgar su mensaje, Blackfish peca de una falta de riesgo formal. Así, el documental camina por unos raíles preestablecidos que siguen la concatenación de declaraciones (de familiares, compañeros, expertos e, incluso, de las víctimas), reportajes extraídos de televisión y vídeos promocionales que muestran el comportamiento reprobable de los parques de ocio. Solo cuando viaja mar adentro para grabar a la comunidad de orcas sentimos el aliento más primario y salvaje, atávico, de unas criaturas que viven en otro apartado del mundo y no tienen por qué formar parte del nuestro. Lo hermoso y, al mismo tiempo, desgarrador de Blackfish radica en esa mezcla de confianza y temor que late en cada aparición de los entrenadores. Como el artista ante el paso en falso, cada una de sus declaraciones no logra desprenderse del miedo cerval a convivir con unas criaturas que nunca sabemos hasta qué punto confían en nosotros. La fragilidad, que contrasta con las bellísimas coreografías marinas y el sentimiento, como el de Timothy Treadwell, de poder pertenecer a otra parte del mundo, es quizá el único recuerdo que transmiten las imágenes de archivo. Allí donde lo salvaje nunca se extingue.


Leviathan | Lucien Castaign-Taylor, Verena Paravel

Si For those in peril invoca el peso de lo fantástico para describir una tragedia real y Blackfish acude a lo real para documentar una sensación, el trabajo de Lucien Castaign-Taylor y Verena Paravel en Leviathan podría entenderse como una síntesis de ambos aspectos. Antropólogo de formación, Castaign-Taylor consigue con su documental conmover los cimientos del mismo género. Sin adscribirse obligatoriamente a lo fantástico -que, en todo caso, podría ser una sensación que recorre sus imágenes, un asombro ante su capacidad de plasmar el entorno-, Leviathan es lo más cercano a una experiencia sensorial. A bordo de un barco pesquero que se dedica a faenar en una zona de aguas difíciles, donde otras embarcaciones han perecido, el filme nos sumerge directamente en el fragor de esa lucha cuerpo a cuerpo con la naturaleza. La cámara filma cada palmo, cada gota, ruido, gesto, detalle que pasa por su lente, introduciéndonos en el corazón de una jornada de trabajo como nunca antes habíamos sentido. Tan pronto se deja llevar por la grúa que remolca la red que ha capturado las piezas de pesca, como se eleva por encima del agua para volar junto a las gaviotas que marchan por ese pequeño espacio en tierra de nadie.


Leviathan es puro cine sensorial, el que nos dice que el mar y el hombre, la naturaleza y la máquina, la violencia y la belleza, lo cotidiano y lo extraordinario conviven en el mismo plano. Basta girar unos cuantos grados la cámara para unirlos, para sentir cómo se hermanan en un movimiento continuo que nos lleva de un lugar a otro, por todo el espectro de emociones, mientras sentimos en nuestra piel el terror y la belleza que emanan de aquello primitivo que sabemos que nunca conquistaremos del todo. No conseguiremos que sea nuestro, pero a cambio podremos habitar en su interior, notar cómo esa fuerza brutalmente hermosa se entremezcla con nuestro miedo a ser engullidos. Lo más parecido al terror secreto que latía en los corazones de los tripulantes del Pequod cuando viajaban en busca de la ballena. ¿Hay algo más fantástico que esa sensación?


comentar en el blog volver al índice