Chiquillos y ovejas | por Laura Menéndez

Aquello de «nunca trabajes con niños ni animales» siempre me pareció un razonamiento medio zoquete. En la pasada edición del Festival de Cine Documental Punto de Vista de Navarra pudimos visionar, en sesión conjunta, Hell Roaring Creek (Lucien Castaign-Taylor, 2010) y Podwórka (Sharon Lockhart, 2009), dos obras que circulan en torno a la relación del individuo con el espacio y que parecen dialogar amistosamente para terminar ratificando lo que ya sabíamos: que chiquillos y animales son seres libres, criaturas imposibles de domesticar.


Construidas en base a una serie de planos fijos, la puesta en escena es, por tanto, una restricción, una cuestión fija e inamovible. La única posibilidad de movimiento que resta es aquella inherente al flujo interno del plano. Tanto las ovejas de Hell Roaring Creek como los críos de Podwórka componen y descomponen el espacio constantemente a través de sus entradas y salidas de cuadro, llegando a confeccionar una serie de estampas de marcado carácter pictórico que juegan con las líneas de fuga -perpendiculares en el caso de Hell Roaring Creek y totalmente aleatorias en el de Podwórka- y la profundidad de campo.


Ambos son traceurs ingenuos y despreocupados, que inocentemente redefinen sin cesar su relación con el espacio que los rodea, y deciden que, si alguien intenta encarcelarlos en planos fijos y una serie de escenarios planificados previamente, ellos mismos, en base a esas restricciones, serán  los encargados de adecuar ese espacio a sus propias necesidades, y nunca al revés. De este modo, consiguen crear extrañas coreografías que, sin entender muy bien por qué, nos hipnotizan y nos abandonan deseosos de que el metraje se dilatase hasta el infinito.


Podwórka, además, rompe con la dictadura del parque infantil como espacio premeditado para el juego, desechándolo por tratarse de una herramienta de represión castradora de la imaginación. Sólo los niños de ciudad juegan en parques. Los demás terminábamos siempre puercos y lisiados. Al igual que los niños del filme, desechábamos la idea de un sólo espacio como radio de acción, y de que ese lugar tuviese unas dimensiones rígidas o un uso preestablecido al que adecuarnos.


La arquitectura del plano se convierte en un acto político en el que los sujetos de la acción se ven obligados a interactuar, investigar y experimentar el espacio en base a unas condiciones impuestas con anterioridad. También el espectador de la sala de cine, en base a un flujo de imágenes que circula frente a sus ojos, debe decidir en qué esquina del cuadro fija su atención, a qué oveja sigue o  en qué niño se centra, encontrando así el propio espacio, concretando su relación con lo proyectado y, lo que es más importante, definiendo una mirada que será diferente de la del resto de los espectadores que hayan coincidido en la misma sesión.


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Este díptico conserva un poder misterioso que relaciono con los inicios del cine. No sólo por el plano indestructible de conjunto primitivo, sino más bien por el potencial de cada plano, la energía acumulada en cada toma. John Berger relaciona estas dos ideas -la reciprocidad entre el ojo y lo visible conel cine de los orígenes- declarando que con la invención de la cámara cinematográfica, la idea de la atemporalidad de las imágenes fue destruida por completo. “La cámara mostraba que el concepto de tiempo que pasa era inseparable de la experiencia visual […] Lo que veíamos dependía del lugar en el que estábamos cuando lo veíamos. Lo que veíamos era algo relativo que dependía de nuestra posición en el tiempo y en el espacio” (1).


Punto de Vista

Me llama la atención que Berger introduzca la variable “tiempo”, o más bien “tiempo que pasa”. Tal vez gracias a esto se permite a sí mismo afirmar que “hoy vemos el arte del pasado como nadie lo vio antes” (2).


Algo similar parece sucederle a Farocki en Obreros saliendo de la fábrica (Arbeiter verlassen die Fabrik, 1995). Por supuesto es interesantísima su reflexión sobre la lucha obrera y su presencia y representación a lo largo de la historia del cine, pero me parece aún más sugerente su fascinación y ensimismamiento hacia la que históricamente se considera la primera película exhibida ante un público comercial: La sortie de l'usine Lumière à Lyon (Auguste & Louis Lumière, 1985). Nos fascinan las coreografías aleatorias e incontroladas. Farocki recurre constantemente a estas imágenes, reparando en detalles mínimos (una mujer le pega un tirón a la falda de otra, y ésta no se atreve a contestar la acción a causa de la presencia de la cámara), leyéndolas y releyéndolas inagotablemente, desvariando, fantaseando. Las imágenes de Hell Roaring Creek y Podwórka se prestan a lecturas compenetradas e inacabables.


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(1) BERGER, John: Modos de ver, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2010, págs. 24-25.

(2) BERGER. Op. Cit. Página 23.